37. El mar del tiempo perdido, de Gabriel García Márquez [Luis Sánchez Martín (Boria)]

Hasta que el cuento aguante

Lo único que recuerdo del día que murió Gabriel García Márquez es que busqué el cuento en Internet y compartí el enlace en Facebook (mi única Red social entonces) diciendo: «aquí os dejo el mejor relato que jamás se ha escrito».

 

Recomendación de Luis Sánchez Martín, escritor y editor de Boria Ediciones, donde han visto la luz libros de Lujo Berner, Basilio Pujante o María Marín. Es autor de Bebop café (2016).

 

«El mar del tiempo perdido», de Gabriel García Márquez

Hacia el final de enero el mar se iba volviendo áspero, empezaba a vaciar sobre el pueblo una basura espesa, y pocas semanas después todo estaba contaminado de su humor insoportable. Desde entonces el mundo no valía la pena, al menos hasta el otro diciembre, y nadie se quedaba despierto después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el mar no se alteró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez más liso y fosforescente, y en las primeras noches de marzo exhaló una fragancia de rosas.

Tobías la sintió. Tenía la sangre dulce para los can­grejos y se pasaba la mayor parte de la noche espantán­dolos de la cama, hasta que volteaba la brisa y conseguía dormir. En sus largos insomnios había aprendido a distin­guir todo cambio del aire. De modo que cuando sintió un olor de rosas no tuvo que abrir la puerta para saber que era un olor del mar.

Se levantó tarde. Clotilde estaba prendiendo fuego en el patio. La brisa era fresca y todas las estrellas estaban en su puesto, pero costaba trabajo contarlas hasta el hori­zonte a causa de las luces del mar. Después de tomar café, Tobías sintió un rastro de la noche en el paladar.

—Anoche —recordó— sucedió algo muy raro.

Clotilde, por supuesto, no lo había sentido. Dormía de un modo tan pesado que ni siquiera recordaba los sueños.

—Era un olor de rosas —dijo Tobías—, y estoy seguro que venía del mar.

—No sé a qué huelen las rosas —dijo Clotilde.

Tal vez fuera cierto. El pueblo era árido, con un suelo duro, cuarteado por el salitre, y sólo de vez en cuando alguien traía de otra parte un ramo de flores para arrojarlo al mar en el sitio donde se echaban los muertos.

—Es el mismo olor que tenía el ahogado de Guacamayal —dijo Tobías.

—Bueno —sonrió Clotilde—, pues si era un buen olor, puedes estar seguro que no venía de este mar.

Era, en efecto, un mar cruel. En ciertas épocas, mien­tras las redes no arrastraban sino basura en suspensión, las calles del pueblo quedaban llenas de pescados muer­tos cuando se retiraba la marea. La dinamita sólo sacaba a flote los restos de antiguos naufragios.

Las escasas mujeres que quedaban en el pueblo, como Clotilde, se cocinaban en el rencor. Y como ella, la esposa del viejo Jacob, que aquella mañana se levantó más temprano que de costumbre, puso la casa en orden, y llegó al desayuno con una expresión de adversidad.

—Mi última voluntad —dijo a su esposo— es que me entierren viva.

Lo dijo como si estuviera en su lecho de agonizante, pero estaba sentada al extremo de la mesa, en un come­dor con grandes ventanas por donde entraba a chorros y se metía por toda la casa la claridad de marzo. Frente a ella, apacentando su hambre reposada, estaba el viejo Jacob, un hombre que la quería tanto y desde hacía tanto tiempo, que ya no podía concebir ningún sufri­miento que no tuviera origen en su mujer.

—Quiero morirme con la seguridad que me pon­drán bajo tierra, como a la gente decente —prosiguió ella—. Y la única manera de saberlo es yéndome a otra parte a rogar la caridad para que me entierren viva.

—No tienes que rogárselo a nadie —dijo con mucha calma el viejo Jacob—. Te llevaré yo mismo.

—Entonces nos vamos —dijo ella—, porque voy a morirme muy pronto.

El viejo Jacob la examinó a fondo. Sólo sus ojos permanecían jóvenes. Los huesos se le habían hecho nudos en las articulaciones y tenía el mismo aspecto de tierra arrasada que al fin y al cabo había tenido siempre.

—Estás mejor que nunca —le dijo.

—Anoche —suspiró ella— sentí un olor de rosas.

—No te preocupes —la tranquilizó el viejo Jacob—. Esas son cosas que nos suceden a los pobres.

—Nada de eso —dijo ella—. Siempre he rogado que se me anuncie la muerte con la debida anticipación, para morirme lejos de este mar. Un olor de rosas, en este pueblo, no puede ser sino un aviso de Dios.

Al viejo Jacob no se le ocurrió nada más que pedirle un poco de tiempo para arreglar las cosas. Había oído decir que la gente no se muere cuando debe, sino cuando quiere, y estaba seriamente preocupado por la premoni­ción de su mujer. Hasta se preguntó si llegado el momen­to tendría valor para enterrarla viva.

A las nueve abrió el local donde hubo antes una tienda. Puso en la puerta dos sillas y una mesita con el tablero de damas, y estuvo toda la mañana jugando con adversarios ocasionales. Desde su puesto veía el pueblo en ruinas, las casas desportilladas con rastros de antiguos colores carcomidos por el sol, y un pedazo de mar al final de la calle.

Antes del almuerzo, como siempre, jugó con don Máximo Gómez. El viejo Jacob no podía imaginar un adversario más humano que un hombre que había sobre­vivido intacto a dos guerras civiles y sólo había dejado un ojo en la tercera. Después de perder adrede una partida, lo retuvo para otra.

—Dígame una cosa, don Máximo —le preguntó enton­ces—: ¿Usted sería capaz de enterrar viva a su esposa?

—Seguro —dijo don Máximo Gómez—. Créame usted que no me temblaría la mano.

El viejo Jacob hizo un silencio asombrado. Luego, habiéndose dejado despojar de sus mejores fichas, sus­piró:

—Es que, según parece, Petra se va a morir.

Don Máximo Gómez no se inmutó. «En ese caso —dijo— no tiene necesidad de enterrarla viva». Comió dos fichas y coronó una dama. Después fijó en su adver­sario un ojo humedecido por un agua triste.

—¿Qué le pasa?

—Anoche —explicó el viejo Jacob— sintió un olor de rosas.

—Entonces se va a morir medio pueblo —dijo don Máximo Gómez—. Esta mañana no se oyó hablar de otra cosa.

El viejo Jacob tuvo que hacer un grande esfuerzo para perder de nuevo sin ofenderlo. Guardó la mesa y las sillas, cerró la tienda, y anduvo por todas partes en busca de alguien que hubiera sentido el olor. Al final, sólo Tobías estaba seguro. De modo que le pidió el favor de pasar por su casa, como haciéndose el encontradizo, y de contarle todo a su mujer.

Tobías cumplió. A las cuatro, arreglado como para hacer una visita, apareció en el corredor donde la esposa había pasado la tarde componiéndole al viejo Jacob su ropa de viudo.

Hizo una entrada tan sigilosa que la mujer se sobre­saltó.

—Dios Santo —exclamó—, creí que era el arcángel Gabriel.

—Pues fíjese que no —dijo Tobías—. Soy yo, y vengo a contarle una cosa.

Ella se acomodó los lentes y volvió al trabajo.

—Ya sé que es —dijo.

—A que no —dijo Tobías.

—Que anoche sentiste un olor de rosas.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Tobías, desolado.

—A mi edad —dijo la mujer— se tiene tanto tiempo para pensar, que uno termina por volverse adivino.

El viejo Jacob, que tenía la oreja puesta contra el tabique de la trastienda, se enderezó avergonzado.

—Cómo te parece, mujer —gritó a través del tabique. Dio la vuelta y apareció en el corredor—. Entonces no era lo que tú creías.

—Son mentiras de este muchacho —dijo ella sin levan­tar la cabeza—. No sintió nada.

—Fue como a las once —dijo Tobías—, y yo estaba espantando cangrejos.

La mujer terminó de remendar un cuello.

—Mentiras —insistió—. Todo el mundo sabe que eres un embustero. —Cortó el hilo con los dientes y miró a Tobías por encima de los anteojos.

—Lo que no entiendo es que te hayas tomado el trabajo de untarte vaselina en el pelo, y de lustrar los zapatos, nada más que para venir a faltarme al respeto.

Desde entonces empezó Tobías a vigilar el mar. Col­gaba la hamaca en el corredor del patio y se pasaba la noche esperando, asombrado de las cosas que ocurren en el mundo mientras la gente duerme. Durante muchas noches oyó el garrapateo desesperado de los cangrejos tratando de subirse por los horcones, hasta que pasaron tantas noches que se cansaron de insistir. Conoció el modo de dormir de Clotilde. Descubrió cómo sus ronqui­dos de flauta se fueron haciendo más agudos a medida que aumentaba el calor, hasta convertirse en una sola nota lánguida en el sopor de julio.

Al principio Tobías vigiló el mar como lo hacen quie­nes lo conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte. Lo vio cambiar de color. Lo vio apagarse y volverse espumoso y sucio, y lanzar sus eructos cargados de desperdicios cuando las grandes lluvias revolvieron su digestión tormentosa. Poco a poco fue aprendiendo a vigilarlo como lo hacen quienes lo conocen mejor, sin mirarlo siquiera pero sin poder olvidarlo ni siquiera en el sueño.

En agosto murió la esposa del viejo Jacob. Amaneció muerta en la cama y tuvieron que echarla como a todo el mundo en un mar sin flores. Tobías siguió esperando. Había esperado tanto, que aquello se convirtió en su manera de ser. Una noche, mientras dormitaba en la hamaca, se dio cuenta que algo había cambiado en el aire. Fue una ráfaga intermitente, como en los tiempos en que el barco japonés vació a la entrada del puerto un cargamento de cebollas podridas. Luego el olor se conso­lidó y no volvió a moverse hasta el amanecer. Sólo cuan­do tuvo la impresión que podría asirlo con las manos para mostrarlo, Tobías saltó de la hamaca y entró en el cuarto de Clotilde. La sacudió varias veces.

—Ahí está —le dijo.

Clotilde tuvo que apartar el olor con los dedos como una telaraña para poder incorporarse. Luego volvió a derrumbarse en el lienzo templado.

—Maldita sea —dijo.

Tobías dio un salto hasta la puerta, salió a la mitad de la calle y empezó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas, respiró hondo y volvió a gritar, y luego hizo un silencio y respiró más hondo, y todavía el olor estaba en el mar. Pero nadie respondió. Entonces se fue golpeando de casa en casa, inclusive en las casas de nadie, hasta que su alboroto se enredó con el de los perros y despertó a todo el mundo.

Muchos no lo sintieron. Pero otros, y en especial los viejos, bajaron a gozarlo en la playa. Era una fragancia compacta que no dejaba resquicio para ningún olor del pasado. Algunos, agotados de tanto sentir, regresaron a casa. La mayoría se quedó a terminar el sueño en la playa. Al amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.

Tobías durmió casi todo el día. Clotilde lo alcanzó en la siesta y pasaron la tarde retozando en la cama sin cerrar la puerta del patio. Hicieron primero como las lombrices, después como los conejos y por último como las tortugas, hasta que el mundo se puso triste y volvió a oscurecer. Todavía quedaban rastros de rosas en el aire. A veces llegaba hasta el cuarto una onda de música.

—Es donde Catarino —dijo Clotilde—. Debe haber venido alguien.

Habían venido tres hombres y una mujer. Catarino pensó que más tarde podían venir otros y trató de com­poner la ortofónica. Como no pudo, le pidió el favor a Pancho Aparecido, que hacía toda clase de cosas porque nunca tenía nada que hacer y además tenía una caja de herramientas y unas manos inteligentes.

La tienda de Catarino era una apartada casa de ma­dera frente al mar. Tenía un salón grande con asientos y mesitas, y varios cuartos al fondo. Mientras observaban el trabajo de Pancho Aparecido, los tres hombres y la mujer bebían en silencio sentados en el mostrador, y boste­zaban por turnos.

La ortofónica funcionó bien después de muchas pruebas. Al oír la música, remota pero definida, la gente dejó de conversar. Se miraron unos a otros y por un momento no tuvieron nada que decir, porque sólo enton­ces se dieron cuenta de cuánto habían envejecido desde la última vez en que oyeron música.

Tobías encontró a todo el mundo despierto después de las nueve. Estaban sentados a la puerta, escuchando los viejos discos de Catarino, en la misma actitud de fatalismo pueril con que se contempla un eclipse. Cada disco les recordaba a alguien que había muerto, el sabor que tenían los alimentos después de una larga enfermedad, o algo que debían hacer al día siguiente, muchos años antes, y que nunca hicieron por olvido.

La música se acabó hacia las once. Muchos se acos­taron, creyendo que iba a llover, porque había una nube oscura sobre el mar. Pero la nube bajó, estuvo flotando un rato en la superficie, y luego se hundió en el agua. Arriba sólo quedaron las estrellas. Poco después, la brisa del pueblo fue hasta el centro del mar y trajo de regreso una fragancia de rosas.

—Yo se lo dije, Jacob —exclamó don Máximo Gómez—. Aquí lo tenemos otra vez. Estoy seguro que ahora lo sentiremos todas las noches.

—Ni Dios lo quiera —dijo el viejo Jacob—. Este olor es la única cosa en la vida que me ha llegado demasiado tarde.

Habían jugado a las damas en la tienda vacía sin prestar atención a los discos. Sus recuerdos eran tan anti­guos, que no existían discos suficientemente viejos para removerlos.

—Yo, por mi parte, no creo mucho en nada de esto —di­jo don Máximo Gómez—. Después de tantos años comien­do tierra, con tantas mujeres deseando un patiecito donde sembrar sus flores, no es raro que uno termine por sentir estas cosas, y hasta por creer que son ciertas.

—Pero lo estamos sintiendo con nuestras propias na­rices —dijo el viejo Jacob.

—No importa —dijo don Máximo Gómez—. Durante la guerra, cuando ya la revolución estaba perdida, había­mos deseado tanto un general, que vimos aparecer al duque de Marlborough, en carne y hueso. Yo lo vi con mis propios ojos, Jacob.

Eran más de las doce. Cuando quedó solo, el viejo Jacob cerró la tienda y llevó la luz al dormitorio. A tra­vés de la ventana, recortada en la fosforescencia del mar, veía la roca desde donde botaban los muertos.

—Petra —llamó en voz baja.

Ella no pudo oírlo. En aquel momento navegaba casi a flor de agua en un mediodía radiante del Golfo de Ben­gala. Había levantado la cabeza para ver a través del agua, como en una vidriera iluminada, un trasatlántico enorme. Pero no podía ver a su esposo, que en ese instante empe­zaba a oír de nuevo la ortofónica de Catarino, al otro lado del mundo.

—Date cuenta —dijo el viejo Jacob—. Hace apenas seis meses te creyeron loca, y ahora ellos mismos hacen fiesta con el olor que te causó la muerte.

Apagó la luz y se metió en la cama. Lloró despacio, con el llantito sin gracia de los viejos, pero muy pronto se quedó dormido.

—Me largaría de este pueblo si pudiera —sollozó entre sueños—. Me iría al puro carajo si por lo menos tuviera veinte pesos juntos.

Desde aquella noche, y por varias semanas, el olor permaneció en el mar. Impregnó la madera de las casas, los alimentos y el agua de beber, y ya no hubo dónde estar sin sentirlo. Muchos se asustaron de encontrarlo en el vapor de su propia cagada. Los hombres y la mujer que vinieron en la tienda de Catarino se fueron un viernes, pero regresaron el sábado con un tumulto. El domingo vinieron más. Hormiguearon por todas partes, buscando qué comer y dónde dormir, hasta que no se pudo cami­nar por la calle.

Vinieron más. Las mujeres que se habían ido cuando se murió el pueblo, volvieron a la tienda de Catarino. Estaban más gordas y más pintadas, y trajeron discos de moda que no le recordaban nada a nadie. Vinieron algu­nos de los antiguos habitantes del pueblo. Habían ido a pudrirse de plata en otra parte, y regresaban hablando de su fortuna, pero con la misma ropa que se llevaron pues­ta. Vinieron músicas y tómbolas, mesas de lotería, adi­vinas y pistoleros y hombres con una culebra enrollada en el cuello que vendían el elixir de la vida eterna. Siguie­ron viniendo durante varias semanas, aún después que cayeron las primeras lluvias y el mar se volvió turbio y desapareció el olor.

Entre los últimos llegó un cura. Andaba por todas partes, comiendo pan mojado en un tazón de café con leche, y poco a poco iba prohibiendo todo lo que le había precedido: los juegos de lotería, la música nueva y el modo de bailarla, y hasta la reciente costumbre de dor­mir en la playa. Una tarde, en casa de Melchor, pronun­ció un sermón sobre el olor del mar.

—Den gracias al cielo, hijos míos —dijo—, porque éste es el olor de Dios.

Alguien lo interrumpió.

—Cómo puede saberlo, padre, si todavía no lo ha sen­tido.

—Las Sagradas Escrituras —dijo él— son explícitas respecto a este olor. Estamos en un pueblo elegido.

Tobías andaba como un sonámbulo, de un lado a otro, en medio de la fiesta. Llevó a Clotilde a conocer el dinero. Imaginaron que jugaban sumas enormes en la ru­leta, y luego hicieron las cuentas y se sintieron inmensamente ricos con la plata que hubieran podido ganar. Pero una noche, no sólo ellos, sino la muchedumbre que ocupaba el pueblo, vieron mucho más dinero junto del que hubiera podido caberles en la imaginación.

Esa fue la noche en que vino el señor Herbert. Apa­reció de pronto, puso una mesa en la mitad de la calle, y encima de la mesa dos grandes baúles llenos de billetes hasta los bordes. Había tanto dinero, que al principio nadie lo advirtió, porque no podían creer que fuera cier­to. Pero como el señor Herbert se puso a tocar una cam­panilla, la gente terminó por creerle, y se acercó a es­cuchar.

—Soy el hombre más rico de la Tierra —dijo—. Tengo tanto dinero que ya no encuentro dónde meterlo. Y como además tengo un corazón tan grande que ya no me cabe dentro del pecho, he tomado la determinación de recorrer el mundo resolviendo los problemas del género humano.

Era grande y colorado. Hablaba alto y sin pausas, y movía al mismo tiempo unas manos tibias y lánguidas que siempre parecían acabadas de afeitar. Habló durante un cuarto de hora, y descansó. Luego volvió a sacudir la campanilla y empezó a hablar de nuevo. A mitad del dis­curso, alguien agitó un sombrero entre la muchedumbre y lo interrumpió.

—Bueno, mister, no hable tanto y empiece a repartir la plata.

—Así no —replicó el señor Herbert—. Repartir el dinero, sin son ni ton, además de ser un método injusto, no tendría ningún sentido.

Localizó con la vista al que lo había interrumpido y le indicó que se acercara. La multitud le abrió paso.

—En cambio —prosiguió el señor Herbert—, este impaciente amigo nos va a permitir ahora que expli­quemos el más equitativo sistema de distribución de la riqueza. —Extendió una mano y lo ayudó a subir.

—¿Cómo te llamas?

—Patricio.

—Muy bien Patricio —dijo el señor Herbert—. Como todo el mundo, tú tienes desde hace tiempo un problema que no puedes resolver.

Patricio se quitó el sombrero y confirmó con la cabeza.

—¿Cuál es?

—Pues mi problema es ése —dijo Patricio—: que no tengo plata.

—¿Y cuánto necesitas?

—Cuarenta y ocho pesos.

El señor Herbert lanzó una exclamación de triunfo. «Cuarenta y ocho pesos», repitió. La multitud lo acom­pañó en un aplauso.

—Muy bien Patricio —prosiguió el señor Herbert—. Ahora dinos una cosa: ¿qué sabes hacer?

—Muchas cosas.

—Decídete por una —dijo el señor Herbert—. La que hagas mejor.

—Bueno —dijo Patricio—. Sé hacer como los pájaros.

Otra vez aplaudiendo, el señor Herbert se dirigió a la multitud.

—Entonces, señoras y señores, nuestro amigo Patri­cio, que imita extraordinariamente bien a los pájaros, va a imitar a cuarenta y ocho pájaros diferentes, y a resolver en esa forma el gran problema de su vida.

En medio del silencio asombrado de la multitud, Pa­tricio hizo entonces como los pájaros. A veces silbando, a veces con la garganta, hizo como todos los pájaros cono­cidos, y completó la cifra con otros que nadie logró iden­tificar. Al final, el señor Herbert pidió un aplauso y le entregó cuarenta y ocho pesos.

—Y ahora —dijo— vayan pasando uno por uno. Hasta mañana a esta misma hora estoy aquí para resolver pro­blemas.

El viejo Jacob estuvo enterado del revuelo por los comentarios de la gente que pasaba frente su casa. A cada nueva noticia el corazón se le iba poniendo gran­de, cada vez más grande, hasta que lo sintió reventar.

—¿Qué opina usted de este gringo? —preguntó.

Don Máximo Gómez se encogió de hombros.

—Debe ser un filántropo.

—Si yo supiera hacer algo —dijo el viejo Jacob— ahora podría resolver mi problemita. Es cosa de poca monta: veinte pesos.

—Usted juega muy bien a las damas —dijo don Má­ximo Gómez.

El viejo Jacob no pareció prestarle atención. Pero cuando quedó solo, envolvió el tablero y la caja de fichas en un periódico, y se fue a desafiar al señor Herbert. Esperó su turno hasta la media noche. Por último, el señor Herbert hizo cargar los baúles, y se despidió hasta la mañana siguiente.

No fue a acostarse. Apareció en la tienda de Catarino, con los hombres que llevaban los baúles, y hasta allá lo persiguió la multitud con sus problemas. Poco a poco los fue resolviendo, y resolvió tantos que por fin sólo quedaron en la tienda las mujeres y algunos hombres con sus problemas resueltos. Y al fondo del salón, una mujer solitaria que se abanicaba muy despacio con un cartón de propaganda.

—Y tú —le gritó el señor Herbert—, ¿cuál es tu pro­blema?

La mujer dejó de abanicarse.

—A mí no me meta en su fiesta, mister —gritó a tra­vés del salón–Yo no tengo problemas de ninguna clase, y soy puta porque me sale de los cojones.

El señor Herbert se encogió de hombros. Siguió be­biendo cerveza helada, junto a los baúles abiertos, en espe­ra de otros problemas. Sudaba. Poco después, una mujer se separó del grupo que la acompañaba en la mesa, y le habló en voz muy baja. Tenía un problema de quinientos pesos.

—¿A cómo estás? —le preguntó el señor Herbert.

—A cinco.

—Imagínate —dijo el señor Herbert—. Son cien hombres.

—No importa —dijo ella—. Si consigo toda esa plata junta, éstos serán los últimos cien hombres de mi vida.

La examinó. Era muy joven, de huesos frágiles, pero sus ojos expresaban una decisión simple.

—Está bien —dijo el señor Herbert—. Vete para el cuarto, que allá te los voy mandando, cada uno con sus cinco pesos.

Salió a la puerta de la calle y agitó la campanilla. A las siete de la mañana, Tobías encontró abierta la tienda de Catarino. Todo estaba apagado. Medio dormi­do, e hinchado de cerveza, el señor Herbert controlaba el ingreso de hombres al cuarto de la muchacha.

Tobías también entró. La muchacha lo conocía y se sorprendió de verlo en su cuarto.

—¿Tú también?

—Me dijeron que entrara —dijo Tobías—. Me dieron cinco pesos y me dijeron: no te demores.

Ella quitó de la cama la sábana empapada y le pidió a Tobías que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon el colchón, y el sudor salía del otro lado. Tobías hizo las cosas de cualquier modo. Antes de salir puso los cinco pesos en el montón de billetes que iba creciendo junto a la cama.

—Manda toda la gente que puedas —le recomendó el señor Herbert—, a ver si salimos de esto antes del me­diodía.

La muchacha entreabrió la puerta y pidió una cer­veza helada. Había varios hombres esperando.

—¿Cuántos faltan? —preguntó.

—Sesenta y tres —contestó el señor Herbert.

El viejo Jacob pasó todo el día persiguiéndolo con el tablero. Al anochecer alcanzó su turno, planteó su pro­blema, y el señor Herbert aceptó. Pusieron dos sillas y la mesita sobre la mesa grande, en plena calle, y el viejo Jacob abrió la partida. Fue la última jugada que logró premeditar. Perdió.

—Cuarenta pesos —dijo el señor Herbert—, y le doy dos fichas de ventaja.

Volvió a ganar. Sus manos apenas tocaban las fichas. Jugó vendado, adivinando la posición del adversario, y siempre ganó. La multitud se cansó de verlos. Cuando el viejo Jacob decidió rendirse, estaba debiendo cinco mil setecientos cuarenta y dos pesos con veintitrés cen­tavos.

No se alteró. Apuntó la cifra en un papel que se guardó en el bolsillo. Luego dobló el tablero, metió las fichas en la caja, y envolvió todo en el periódico.

—Haga de mí lo que quiera —dijo—, pero déjeme estas cosas. Le prometo que pasaré jugando el resto de mi vida hasta reunirle esta plata.

El señor Herbert miró el reloj.

—Lo siento en el alma —dijo—. El plazo vence dentro de veinte minutos. —Esperó hasta convencerse del hecho que el adversario no encontraría la solución—. ¿No tiene nada más?

—El honor.

—Quiero decir —explicó el señor Herbert— algo que cambie de color cuando se le pase por encima una brocha sucia de pintura.

—La casa —dijo el viejo Jacob como si descifrara una adivinanza—. No vale nada, pero es una casa.

Fue así como el señor Herbert se quedó con la casa del viejo Jacob. Se quedó, además, con las casas y propie­dades de otros que tampoco pudieron cumplir, pero ordenó una semana de músicas, cohetes y maromeros y él mismo dirigió la fiesta.

Fue una semana memorable. El señor Herbert habló del maravilloso destino del pueblo, y hasta dibujó la ciudad del futuro, con inmensos edificios de vidrio y pistas de baile en las azoteas. La mostró a la multitud. Miraron asombrados, tratando de encontrarse en los tran­seúntes de colores pintados por el señor Herbert, pero estaban tan bien vestidos que no lograron reconocerse. Les dolió el corazón de tanto usarlo. Se rieron de las ganas de llorar que sentían en octubre, y vivieron en las nebulosas de la esperanza, hasta que el señor Herbert sacudió la campanilla y proclamó el término de la fiesta. Sólo entonces descansó.

—Se va a morir con esa vida que lleva —dijo el viejo Jacob.

—Tengo tanto dinero —dijo el señor Herbert— que no hay ninguna razón para que me muera.

Se derrumbó en la cama. Durmió días y días, roncan­do como un león, y pasaron tantos días que la gente se cansó de esperarlo. Tuvieron que desenterrar cangrejos para comer. Los nuevos discos de Catarino se volvieron tan viejos, que ya nadie pudo escucharlos sin lágrimas, y hubo que cerrar la tienda.

Mucho tiempo después que el señor Herbert empe­zó a dormir, el padre llamó a la puerta del viejo Jacob. La casa estaba cerrada por dentro. A medida que la respira­ción del dormido había ido gastando el aire, las cosas ha­bían ido perdiendo su peso, y algunas empezaban a flotar.

—Quiero hablar con él —dijo el padre.

—Hay que esperar —dijo el viejo Jacob.

—No dispongo de mucho tiempo.

—Siéntese, padre, y espere —insistió el viejo Jacob—. Y mientras tanto, hágame el favor de hablar conmigo. Hace mucho que no sé nada del mundo.

—La gente está en desbandada —dijo el padre—. Den­tro de poco, el pueblo será el mismo de antes. Eso es lo único nuevo.

—Volverán —dijo el viejo Jacob— cuando el mar vuel­va a oler a rosas.

—Pero mientras tanto, hay que sostener con algo la ilusión de los que se quedan —dijo el padre—. Es urgente empezar la construcción del templo.

—Por eso ha venido a buscar a Mr. Herbert —dijo el viejo Jacob.

—Eso es —dijo el padre—. Los gringos son muy cari­tativos.

—Entonces, espere, padre —dijo el viejo Jacob—. Pue­de que despierte.

Jugaron a las damas. Fue una partida larga y difícil, de muchos días, pero el señor Herbert no despertó.

El padre se dejó confundir por la desesperación. An­duvo por todas partes, con un platillo de cobre, pidiendo limosnas para construir el templo, pero fue muy poco lo que consiguió. De tanto suplicar se fue haciendo cada vez más diáfano, sus huesos empezaron a llenarse de ruidos, y un domingo se elevó a dos cuartas sobre el nivel del suelo, pero nadie lo supo. Entonces puso la ropa en una maleta, y en otra el dinero recogido y se despidió para siempre.

—No volverá el olor —dijo a quienes trataron de di­suadirlo—. Hay que afrontar la evidencia del hecho que el pue­blo ha caído en pecado mortal.

Cuando el señor Herbert despertó, el pueblo era el mismo de antes. La lluvia había fermentado la basura que dejó la muchedumbre en las calles, y el suelo era otra vez árido y duro como un ladrillo.

—He dormido mucho —bostezó el señor Herbert.

—Siglos —dijo el viejo Jacob.

—Estoy muerto de hambre.

—Todo el mundo está así —dijo el viejo Jacob—. No tiene otro remedio que ir a la playa a desenterrar can­grejos.

Tobías lo encontró escarbando en la arena, con la boca llena de espuma, y se asombró porque los ricos con hambre se parecieran tanto a los pobres. El señor Herbert no encontró suficientes cangrejos. Al atardecer, invitó a Tobías a buscar algo que comer en el fondo del mar.

—Oiga —lo previno Tobías—. Sólo los muertos saben lo que hay allá adentro.

—También lo saben los científicos —dijo el señor Herbert—. Más abajo del mar de los naufragios hay tor­tugas de carne exquisita. Desvístase y vámonos.

Fueron. Nadaron primero en línea recta, y luego hacia abajo, muy hondo, hasta donde se acabó la luz del sol, y luego la del mar, y las cosas eran sólo visibles por su propia luz. Pasaron frente a un pueblo sumergido, con hombres y mujeres de a caballo, que giraban en torno al quiosco de la música. Era un día espléndido y había flores de colores vivos en las terrazas.

—Se hundió un domingo, como a las once de la ma­ñana —dijo el señor Herbert—. Debió ser un cataclismo.

Tobías se desvió hacia el pueblo, pero el señor Her­bert le hizo señas de seguirlo hasta el fondo.

—Allí hay rosas —dijo Tobías—. Quiero que Clotilde las conozca.

—Otro día vuelves con calma —dijo el señor Her­bert—. Ahora estoy muerto de hambre.

Descendía como un pulpo, con brazadas largas y sigilosas. Tobías, que hacía esfuerzos por no perderlo de vista, pensó que aquel debía ser el modo de nadar de los ricos. Poco a poco fueron dejando el mar de las catástrofes comunes, y entraron en el mar de los muertos.

Había tantos, que Tobías no creyó haber visto nunca tanta gente en el mundo. Flotaban inmóviles, bocarriba, a diferentes niveles, y todos tenían la expresión de los seres olvidados.

—Son muertos muy antiguos —dijo el señor Her­bert—. Han necesitado siglos para alcanzar este estado de reposo.

Más abajo, en aguas de muertos recientes, el señor Herbert se detuvo. Tobías lo alcanzó en el instante en que pasaba frente a ellos una mujer muy joven. Flotaba de costado, con los ojos abiertos, perseguida por una corriente de flores.

El señor Herbert se puso el índice en la boca y per­maneció así hasta que pasaron las últimas flores.

—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida —dijo.

—Es la esposa del viejo Jacob —dijo Tobías—. Está como cincuenta años más joven, pero es ella. Seguro.

—Ha viajado mucho —dijo el señor Herbert—. Lleva detrás la flora de todos los mares del mundo.

Llegaron al fondo. El señor Herbert dio varias vueltas sobre un suelo que parecía de pizarra labrada. Tobías lo siguió. Sólo cuando se acostumbró a la penumbra de la profundidad, descubrió que allí estaban las tortugas. Había millares, aplanadas en el fondo, y tan inmóviles que parecían petrificadas.

—Están vivas —dijo el señor Herbert—, pero duermen desde hace millones de años.

Volteó una. Con un impulso suave la empujó hacia arriba, y el animal dormido se le escapó de las manos y siguió subiendo a la deriva. Tobías la dejó pasar. Enton­ces miró hacia la superficie y vio todo el mar al revés.

—Parece un sueño —dijo.

—Por tu propio bien —le dijo el señor Herbert— no se lo cuentes a nadie. Imagínate el desorden que habría en el mundo si la gente se enterara de estas cosas.

Era casi media noche cuando volvieron al pueblo. Despertaron a Clotilde para que calentara el agua. El señor Herbert degolló la tortuga, pero entre los tres tu­vieron que perseguir y matar otra vez el corazón, que salió dando saltos por el patio cuando la descuartizaron. Comieron hasta no poder respirar.

—Bueno, Tobías —dijo entonces el señor Herbert—, hay que afrontar la realidad.

—Por supuesto.

—Y la realidad —prosiguió el señor Herbert— es que ese olor no volverá nunca.

—Volverá.

—No volverá —intervino Clotilde—, entre otras cosas porque no ha venido nunca. Fuiste tú el que embulló a todo el mundo.

—Tú misma lo sentiste —dijo Tobías.

—Aquella noche estaba medio atarantada —dijo Clo­tilde—. Pero ahora no estoy segura de nada que tenga que ver con este mar.

—De modo que me voy —dijo el señor Herbert. Y agregó, dirigiéndose a ambos—: También ustedes de­berían irse. Hay muchas cosas que hacer en el mundo para que se queden pasando hambre en este pueblo.

Se fue. Tobías permaneció en el patio, contando las estrellas hasta el horizonte, y descubrió que había tres más desde el diciembre anterior. Clotilde lo llamó al cuarto, pero él no le puso atención.

—Ven para acá, bruto —insistió Clotilde—. Hace siglos que no hacemos como los conejitos.

Tobías esperó un largo rato. Cuando por fin entró, ella había vuelto a dormirse. La despertó a medias, pero estaba tan cansado, que ambos confundieron las cosas y en últimas sólo pudieron hacer como las lombrices.

—Estás embobado —dijo Clotilde de mal humor—. Trata de pensar en otra cosa.

—Estoy pensando en otra cosa.

Ella quiso saber qué era, y él decidió contarle a con­dición que no lo repitiera. Clotilde lo prometió.

—En el fondo del mar —dijo Tobías— hay un pueblo de casitas blancas con millones de flores en las terrazas.

Clotilde se llevó las manos a la cabeza.

—Ay, Tobías —exclamó—. Ay Tobías, por el amor de Dios, no vayas a empezar ahora otra vez con estas cosas.

Tobías no volvió a hablar. Se rodó hasta la orilla de la cama y trató de dormir. No pudo hacerlo hasta el amanecer, cuando cambió la brisa y lo dejaron tranquilo los cangrejos.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2014). [Aviso legal]

 

 

32. Ojos de perro azul, de Gabriel García Márquez [Vicente Cervera Salinas]

Hasta que el cuento aguante

La contraseña en el sueño.

 

Recomendación de Vicente Cervera Salinas, Catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia, ensayista y poeta. Es autor, entre otros, del ensayo Borges en la Ciudad de los Inmortales (Renacimiento, 2015) y de los poemarios El alma oblicua (Verbum, 2003) o De aurigas inmortales (1993; Verbum, 2018).

 

«Ojos de perro azul», de Gabriel García Márquez

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentado antes de sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me dijo: «Debes sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana». Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a girar sobre el asiento para quedar de espaldas a ella. Sin verla sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella, que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar ―antes que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta― hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa, que era como otro espejo ciego, donde yo no la veía a ella ―sentada a mis espaldas―, pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a decirle: «Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible», dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la cara vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose, y con el rostro sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad helada». Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy a voltearme contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás, como me viste cuando estabas de espaldas». Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. «Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo: «A veces creo que soy metálica». Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve huevo y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado». Se acercó más al velador. «Me habría gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez». La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la realidad, al través de esa frase identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderla:

«Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro azul». Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro azul». Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: «Ojos de perro azul». Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. «Debe estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo «Siempre sueño con un hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo que el vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En realidad, señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo, diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo: «Ojos de perro azul», hasta cuando la gentes se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. «Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte ―dije―. Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo, siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo».

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora», dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos: y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo. «Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado». Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes que yo tuviera tiempo de encender el fósforo. «En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: “Ojos de perro azul” dije―. Si mañana las recordara iría a buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. «Ojos de perro azul», suspiró, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer ― …en calor», antes que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza. «Así es mejor ―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador».

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo, indiferente: «Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella dijo: «Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros sueños».

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. «Me gustaría tocarte», volvía a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo a perder ―volvió a decir, antes que yo pudiera tocarla―. Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo». Pero yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada, volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado». Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: «Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: “Ojos de perro azul”».

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije sin mirarla―. Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo». Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar».

Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana te reconoceré por eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”». Y ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo no recordarás nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Ojos de perro azul, de Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2014). [Aviso legal]

22. El ahogado más hermoso del mundo, de Gabriel García Márquez [Pablo Gutiérrez]

Hasta que el cuento aguante

Este cuento es tan emocionante como las mejores páginas de sus Cien años de soledad, y al mismo tiempo es una píldora que contiene en miniatura toda una teoría literaria.

 

Recomendación de Pablo Gutiérrez, escritor. Es autor, entre otros, de las novelas Democracia (Seix Barral, 2012), Los libros repentinos (Seix Barral, 2015) y Cabezas cortadas (Seix Barral, 2018).

 

«El ahogado más hermoso del mundo», de Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2014). [Aviso legal]

 

7. Algo muy grave va a suceder en este pueblo, de Gabriel García Márquez [Paco Inclán]

Hasta que el cuento aguante

Un cuento que con toque irónico nos advierte que la psicosis social puede causar estragos más allá del estado de emergencia en el que nos encontramos. Son tiempos que ponen a prueba nuestra responsabilidad individual para el beneficio colectivo. Y también de intentar mantener la calma para evitar males mayores. Rehuyamos de los que alimentan el morbo y el ruido informativo.

 

Recomendación de Paco Inclán, escritor y profesor. Autor de los libros La vida póstuma (Fides, 2008), Tantas mentiras (Jekyll & Jill, 2015), Incertidumbre (Jekyll & Jill, 2016) y Dadas las circunstancias (Jekyll & Jill, 2020). Editor de la revista de arte y pensamiento Bostezo (2008-2018) y de la Guía gastronómica de la València migrante (Cocinas Migrantes, 2019). Ha realizado proyectos de cooperación cultural en la isla de Bioko, el archipiélago de Chiloé y la frontera colombo-ecuatoriana.

 

«Algo muy grave va a suceder en este pueblo», de Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

—No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

—Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

—Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

—Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

—¿Y por qué es un tonto?

—Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

—Véndame una libra de carne —y en el momento que se la están cortando, agrega—: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

—Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

—Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

—¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

—¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

—Sin embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

—Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

—Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

—Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

—Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

—Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

—Yo sí soy muy macho —grita uno—. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

—Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

—Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa —y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

—Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2014). [Aviso legal]