45. La mariposa, de Medardo Fraile [Paco Paños]

Hasta que el cuento aguante

Unos de los grandes de la generación del 50 y de los mejores cuentistas españoles.

 

Recomendación de Paco Paños, lector infatigable y colaborador habitual de la sección de libros «Leer el presente», de eldiario.es.

 

«La mariposa», de Medardo Fraile

Hacía un momento que habían entrado en el piso. Al llegar encendieron tres o cuatro cuartos y aún estaban con luz. Las ventanas aparecían entreabiertas y las persianas inmóviles. Fuera se veían luces de colores, lejos; llegaba un rumor impreciso de vehículos, de anuncios, de multitud frotándose, que ahondaba el silencio de la casa. Él se sentó. El tiempo, en ese instante, le pareció inmenso. Como si la respiración o los latidos del pecho no contaran. Se sumergió en la luz verde, sedante, de una lamparita y estiró las piernas. Ella estaba fuera del cuarto dejando unos paquetes, refrescándose, recogiéndose el pelo, metiendo unas flores en un jarrón. Notó él un bienestar hondo, suave. El domingo se iba. Había estado tomando el sol, había respirado el aire del campo y ahora dormiría profundamente. En otro tiempo, a esta hora de vuelta, deseaba otras cosas: ir a beber unas copas con matrimonios amigos, oír música fuerte que lo llenara todo, aturdirse charlando, bailando, mirando, riendo, hasta las dos o las tres de la mañana. Ahora la cama le devolvería ese aspecto ajustado, tranquilo, terso, que buscaba ante el espejo por las mañanas para estar a gusto consigo mismo. Ella entró en la habitación y dejó unos frascos vacíos en el armario, diciéndose en voz alta que tenía que hacer alguna cosa esta semana. “Recuérdamelo”. Y salió. Como si abrieran y cerraran una puerta lejos llegó y se fue una música ensoberbecida, estridente. Esta irrupción le removió un poco, le hizo respirar hondo, sentir una insatisfacción repentina y el cuarto en seguida le pareció recargado de cosas, estrecho, falto de aire y la luz verde, que antes le agradaba, le resultó egoísta, mezquina, e hizo de nuevo el propósito de instalar en toda la casa otra luz. Una luz que desnudara todo llamándolo por su nombre. Miró a su alrededor. Los muebles eran oscuros. De alguno de ellos saldría un buen ataúd. Y había retratos, colados subrepticiamente, que se habían aposentado allí con el tiempo, como lo hacen las pavesas o el polvo. Sin derecho de sangre para estar allí, sin saber quiénes eran realmente, de dónde venían, a qué emoción o momento debían el hospedaje. ¿Quiénes eran esos caballeros, seguramente ilustres? Y, sobre todo, a él qué le importaban. En un rinconcito, bajo un espejo, estaba Rodolfo Steiner con ojos de brasa y, poco más allá, Elena Blavatsky y Ana Bessant. La flor y nata de la Teosofía. Esto explicaba un poco todo lo demás. Pero allí nada podía explicarse del todo. Ella, ¿cómo era? Diariamente se lo preguntaba a sí mismo. Muy delgada, pálida, presta a devanarse, a debilitarse casi, en una serie, deshilvanada a veces, de pensamientos. Inquieta, sujeta, en ocasiones, a un terror momentáneo, que la sacudía y cruzaba. Con incuestionable fe en las señales etéreas o astrales, en presagios, corazonadas, “mensajes”. Creía prestar su voz y su lengua muchas veces a inaprehensibles seres del Más allá. Lo “conocía” luego. Pero hoy todo había transcurrido con normalidad. Desde por la mañana ella había sido una bendita persona normal, corriente. Ahora tomarían algo antes de acostarse y luego se echarían, con algún periódico, o hablarían, o estarían tranquilos, callados, esperando el sueño, unidos por una mano más que amorosa predestinada. Volvió a sentirse a gusto. Y deseó verla, que ella estuviera allí, decirle alguna frase de humor afectuosa, ir al lado suyo para moverse en la casa junto a ella, o, en fin, cambiarse la ropa, apagar las luces, andar por las habitaciones, hacer algo. Tenía la impresión, muchas veces, de ir demasiado lejos cuando pensaba en ella. De ser injusto o brutal o las dos cosas. Pero la cabeza siempre iba más lejos que las piernas, las manos o el corazón. En ella reside nuestra libertad. Era imposible evitarlo.

 

Se levantó. Giró para apagar y vio que algo revoloteaba en el aire. Apagó y se dirigió a la puerta. “Una mariposa de luz”, pensó. Se paró. Estuvo quieto, de pie, un instante. Volvióse de nuevo y encendió. ¿A qué venía ahora esa mariposa, de pronto? Vio cómo atravesaba, de un lado a otro, con incertidumbre angustiosa, el silencio confortable del cuarto. Se sentó. Ahora no era el momento de salir. Temía que ella entrara. Podría ver ese animalillo de alpaca que rubricaba sentencias en el aire de su habitación, que llegaba resuelto a trascender sus vidas, tranquilas hoy, normales, milagrosamente. Había llegado allí desde un aire pesado, oscuro, atraída por la luz cálida y suave. ¿Qué traía este animalillo torpe, ciego, que parecía dejarse matar porque lo vieran? ¿Qué alma le enviaba? ¿Y por qué ahora, en esta paz, en este grato silencio, en esta casi felicidad? No era posible que sirviese para otra cosa que no fuera avisar. Pero, ¿el qué? Chocó con la cabecera de la cama, ascendió rozando la pared pesadamente y se quedó revuelta, palpitante, en el techo. Si ahora entraba ella y la veía, los silencios, el tranquilo domingo, las palabras y el cuarto se llenarían de magia. La mariposa no volaría ya: se expresaría volando, posándose. Un ignoto, aromado mundo de fantasmas se manifestaría por sus alas de cirio con vehemencia macabra hasta rompérselas. Y había sido un día de peso, con fuerza de gravedad, con palabras de un solo significado, sencillas, sólidas; con el sol en lo alto, con el aire templado, alegre; con la comida sabrosa, buena. Un día solamente humano, a ras del mundo. Una maravilla. Un milagro. Se levantó. No permitiría hoy el morbo de aquella mariposa. Le iba en ello el recuerdo sano, redondo, de un día, la paz aún de unas horas. Arrojó con fuerza su pañuelo al techo varias veces. La mariposa cayó sobre la cama. La echó al suelo de un manotazo. La pisó. Luego, con el pie, la empujó debajo de la cama, no dejó ni rastro de su polvo dorado. Se sentó. Esperaba algo. No sabía qué. Le parecía haber abierto y leído una carta que no iba dirigida a él, haber aniquilado brutalmente lo que no entendía, haberse puesto en el camino de otro. Le pareció que los retratos de miraban más. ¿Había sólo matado una mariposa o había matado algo de su mujer, lo escatológico, lo ultraterreno, su mitad oscura? Se dirigió resuelto a la ventana. Alzó la persiana con ruido, rápido, hasta arriba; cambió de sitio unas cuantas revistas, encendió un aplique, justo al espejo. Quería cambiar “de postura” a la habitación, echar tierra encima. Entraba un airecillo confiado, cálido. Se quitó la americana y salió del cuarto. Ella ponía la mesa. Ensimismada, tranquila. Se acercó él despacio y le rozó el cuello con un beso por haberle hurtado, matado, la mariposa.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos. Edición ampliada de Ángel Zapata, de Medardo Fraile (Páginas de Espuma, 2017). [Aviso legal]

44. Instrucciones para subir una escalera, de Julio Cortázar [Pilar Eusamio Zambrana]

Hasta que el cuento aguante

Si conseguimos comprender que lo más básico es lo más importantes empezaremos a aprender algo.

 

Recomendación de Pilar Eusamio Zambrana, traductora y librera. Recientemente ha traducido la novela Donde quiera que yo esté, de Romana Petri (La Huerta Grande, 2018).

 

«Instrucciones para subir una escalera», de Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos, de Julio Cortázar (Alfaguara, 2019). [Aviso legal]

43. Es la hora de todos, de Alejandro Gándara [Eva Serrano (Círculo de Tiza)]

Hasta que el cuento aguante

Es el texto que resume Los Argonautas y lo centra en la figura del héroe de los antiguos griegos.

 

Recomendación de Eva Serrano, editora de Círculo de Tiza, donde han visto la luz libros de Ursula K. Leguin, David Gistau, Ramón Lobo, Karina Sainz Borgo o Enrique Vila-Matas.

 

«Es la hora de todos», de Alejandro Gándara

Hay algo que tenemos que hacer y no lo podemos hacer de cualquier manera. Y, para ser sinceros, hay que contar con que tampoco lo puede hacer cualquiera. Solo los héroes. En este estado de alarma decretado en nuestro país, a unos los encontraremos en la vanguardia y a otros en la retaguardia. Unos tendrán que luchar, otros resistir, otros aceptar lo inevitable. Y todos tendrán que vencer su miedo, a todos se les pedirá que sean héroes.

A los profesionales de la sanidad, a los enfermos, a los que corren el mayor riesgo y a los que lo corren en menor grado, a los que ayudan en los hospitales y a los que ayudan en casa o suministrando alimentos o abriendo la farmacia, a los que ayudan por salvar una vida que aman y a los que ayudan porque eligieron esa vocación, arriesgando su propia vida, dándole valor con el valor que habrán de demostrar.

Pero nos hemos olvidado de qué es un héroe. No es un ser extraordinario ni un superdotado. El héroe, para el mundo griego -que es una de nuestras fuentes culturales- es el que desafía la vida. Solo así sabemos que vivir merecía la pena, solo así sabemos lo que valemos. Cuando la propia vida no se arriesga es porque no vale nada. Tener valor es darle valor.

Hay que viajar al Hades, a la muerte y al infierno, para poder estar verdaderamente vivos. Uno tiene que morir muchas veces, penetrar muchas veces en la oscuridad, para poder regresar a la luz y cumplir con el destino (que nunca está escrito, porque es nuestro carácter).

Los héroes no se traicionan a sí mismos. Tienen fe en lo que creen. La tiene Pericles durante la peste de Atenas. La tiene Ulises para creer que regresará a Ítaca. La tiene Jasón para ir en busca del vellocino de oro. A un héroe se le conoce por su fe. Por la fe que a otros les falta. No es un maestro, a menudo es simplemente un guía en la acción. Alguien que coge el timón cuando todos tiemblan. Además, si se traicionaran a sí mismos, ¿cómo podrían no traicionar a los otros? ¿Y cómo entonces podrían hacer lo que solo pueden hacer si están juntos?

Los héroes tienen miedo y lo dicen. Esto es importante, porque lo tendrán. Es importante porque al expresar sus emociones podemos conocerlos de verdad. No nos haremos falsas ideas de lo que es un héroe y gracias a ello quizá nosotros intentaremos serlo cuando tengamos la oportunidad. Y también es importante porque así evitan el error. Alguien que se engaña a sí mismo no está listo para la acción. Se sorprenderá de sí mismo, al no ser ni actuar como esperaba. Pensará más en sí mismo que en lo que tiene que hacer. Estará desorientado y confuso cuando más se le necesita.

El héroe no quiere ganar, no quiere conseguir todo lo que se propone, no compite con la naturaleza, con la vida o con los demás. Solo compite consigo mismo. Quiere ser mejor que ayer. La victoria es superarse. Con frecuencia, el héroe no es el que destaca, el que más sabe, el líder. Pues es más difícil, partiendo de una posición débil, superarse a sí mismo que partiendo de un lugar preeminente. Cuando uno se siente pequeño o inferior, la tentación es abandonar, rechazar el reto, despreciar el esfuerzo. Si se sobrepone, y solo con sobreponerse, ya es grande.

El peligro del héroe es la melancolía. No debe mirar atrás si quiere emprender el viaje, como Jasón y sus argonautas. Tiene que estar listo para la difícil tarea que le espera. Los seres queridos, a quienes ha dejado lamentándose en el puerto, implorando que no se marchara, los amigos, el amor, ya no dominan en su corazón. Ha de actuar, y eso exige concentración en el presente, entrega a la acción. De lo contrario, será devorado por los monstruos y su viaje habrá sido en balde.

No hay conquista, no hay meta. El héroe sabe que la meta es el viaje. Ir y regresar. Poder contarlo. Como sabían los antiguos griegos, la inteligencia puede aplicarse sobre lo que puede ser cambiado, pero también es de hombres y mujeres inteligentes aceptar lo inevitable como inevitable. Y en lo que nos espera, apenas sabemos qué cosas podremos cambiar y qué cosas son inevitables. Hay que estar preparados no para la gloria, sino para la aceptación. Ganemos o perdamos, seremos recordados si hemos aceptado lo que no pudimos cambiar.

Pero sí hay algo que conquistaremos por el camino y que nos traeremos de vuelta. No será el vellocino de oro, será el respeto y tal vez el amor de aquellos que estuvieron con nosotros y que nos vieron luchar por encima de nuestras fuerzas, de aquellos que nos hicieron sentir útiles, y con los que por un instante o tal vez una vida compartiremos la felicidad de haber merecido existir.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


Texto publicado originalmente en uppers. [Aviso legal]

 

 

42. Cefalea, de Julio Cortázar [José Daniel Espejo]

Hasta que el cuento aguante

La exuberancia literaria de la desesperación.

 

Recomendación de José Daniel Espejo, poeta, activista y librero en Libros Traperos. Es autor de Mal (Balduque, 2014) y Los lagos de Norteamérica (Pre-textos, 2019). Coordina «Leer el presente», la sección de libros de eldiario.es.

 

«Cefalea», de Julio Cortázar

Cuidamos las mancuspias hasta bastante tarde, ahora con el calor del verano se llenan de caprichos y versatilidades, las más atrasadas reclaman alimentación especial y les llevamos avena malteada en grandes fuentes de loza; las mayores están mudando el pelaje del lomo, de manera que es preciso ponerlas aparte, atarles una manta de abrigo y cuidar que no se junten de noche con las mancuspias que duermen en jaulas y reciben alimento cada ocho horas.
No nos sentimos bien. Esto viene desde la mañana, tal vez por el viento caliente que soplaba al amanecer, antes de que naciera este sol alquitranado que dio en la casa todo el día. Nos cuesta atender a los animales enfermos -esto se hace a las once- y revisar las crías después de la siesta. Nos parece cada vez más penoso andar, seguir la rutina; sospechamos que una sola noche de desatención sería funesta para las mancuspias, la ruina irreparable de nuestra vida. Andamos entonces sin reflexionar, cumpliendo uno tras otro los actos que el hábito escalona, deteniéndonos apenas para comer (hay trozos de pan en la mesa y sobre la repisa del living) o mirarnos en el espejo que duplica el dormitorio. De noche caemos repentinamente en la cama, y la tendencia a cepillarnos los dientes antes de dormir cede a la fatiga, alcanza apenas a sustituirse por un gesto hacia la lámpara o los remedios. Afuera se oye andar y andar en círculo a las mancuspias adultas.
No nos sentimos bien. Uno de nosotros es Aconitum es decir que debe medicamentarse con aconitum en diluciones altas si, por ejemplo, el miedo le ocasiona vértigo. Aconitum es una violenta tormenta, que pasa pronto. De qué otro modo describir el contraataque a una ansiedad que nace de cualquier insignificancia, de la nada. Una mujer se enfrenta repentinamente con un perro y comienza a sentirse violentamente mareada. Entonces aconitum, y al poco rato sólo queda un mareo dulce, con tendencia a marchar hacia atrás (esto nos ocurrió, pero era un caso Bryonia lo mismo que sentir que nos hundíamos con, o a través de la cama).
El otro, en cambio, es marcadamente Nux vomica. Después de llevar la avena malteada a las mancuspias, tal vez por agacharse demasiado al llenar la escudilla, siente de golpe como si le girara el cerebro, no que todo gire en torno –el vértigo en sí– sino que la visión es la que gira, dentro de él la conciencia gira como un giróscopo en su aro, y afuera todo está tremendamente inmóvil, sólo que huyendo e inasible. Hemos pensado si no será más bien un cuadro de Phosphorus, porque además lo aterra el perfume de las flores (o el de las mancuspias pequeñas, que huelen débilmente a lila) y coincide físicamente con el cuadro fosfórico: es alto, delgado, anhela bebidas frías, helados y sal.
De noche no es tanto, nos ayudan la fatiga y el silencio –porque el rondar de las mancuspias escande dulcemente este silencio de la pampa– y a veces dormimos hasta el amanecer y nos despierta un esperanzado sentimiento de mejoría. Si uno de nosotros salta de la cama antes que el otro, puede ocurrir con todo que asistamos consternados a la repetición de un fenómeno Camphora monobromata, pues cree que marcha en una dirección cuando en realidad lo está haciendo en la opuesta. Es terrible, vamos con toda seguridad hacia el baño, y de improviso sentimos en la cara la piel desnuda del espejo alto. Casi siempre lo tomamos a broma, porque hay que pensar en el trabajo que espera y de nada serviría desanimarnos tan pronto. Se buscan los glóbulos, se cumplen sin comentarios ni desalientos las instrucciones del doctor Harbín. (Tal vez en secreto seamos un poco Natrum muriaticum. Típicamente, un natrum llora, pero nadie debe observarlo. Es triste, es reservado; le gusta la sal.)
¿Quién puede pensar en tantas vanidades si la tarea espera en los corrales, en el invernadero y en el tambo [vaquería]? Ya andan Leonor y el Chango alborotando fuera, y cuando salimos con los termómetros y las bateas para el baño, los dos se precipitan al trabajo como queriendo cansarse pronto, organizando su haraganeo de la tarde. Lo sabemos muy bien, por eso nos alegra tener salud para cumplir nosotros mismos con cada cosa.
Mientras no pase de esto y no aparezcan las cefaleas, podemos seguir. Ahora es febrero, en mayo estarán vendidas las mancuspias y nosotros a salvo por todo el invierno. Se puede continuar todavía.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos, de Julio Cortázar (Alfaguara, 2019). [Aviso legal]

Desescalada

Nueva reseña

El principio del fin o el fin del principio… En cualquier caso, la cosa se mueve y nosotros con ella. Nuestro pequeño proyecto Hasta que el cuento aguante estaba condicionado desde el inicio por un horizonte en el que las librerías volverían a abrir. Parece que, al menos en España, esto va a ocurrir a partir del próximo lunes 4 de mayo, así que nos vamos despidiendo poco a poco, no con un redoble de tambores, pero sí con una sesión doble de relatos durante estos últimos tres días.

Me alegra mucho saber que aún tenemos recomendaciones en el tintero. Es un signo feliz que no queden días de encierro para compartirlas, al menos no en las mismas condiciones que motivaron también el cierre de bibliotecas y librerías. El compromiso de esta «antología viva» ha sido acompañar a los lectores en una situación especialmente difícil, pero también es nuestro compromiso señalar la dirección de la librería más cercana, ese espacio de verdadera resistencia que nunca quisimos suplantar.

Después de esto volveremos a nuestra normalidad, que siempre ha sido una normalidad anómala, insólita, singular, extraordinaria. Volveremos a proponer nuevas lecturas abriéndonos camino a machetazos por la selva del mundo literario: «Crítica insobornable para lectores inconformistas». Volverán las reseñas, como las oscuras golondrinas, y llegarán también nuevos proyectos para alimentar la hoguera de esta convivencia tan cercana, tan calurosa, que todos vosotros habéis encendido con vuestra lectura y vuestro apoyo durante (así mediremos el tiempo ahora) más de cuarenta relatos.

El anhelo de volver a relacionarme con aquellos a quienes quiero me hace valorar aún más la importancia de los lugares de encuentro. Por eso siento que esta es quizá una buena ocasión para hacer más acogedor este lugar de encuentro que es Lector salteado, agradeciéndote que compartas tu experiencia de lectura con aquellos a quienes más quieres: esa lectora afín, ese lector incipiente, esos lectores inconformistas.

Siendo más, leeremos mejor. Gracias de verdad.

 

Mario Aznar
Editor de Lector salteado

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41. Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger [Javier Moreno]

Hasta que el cuento aguante

Si vuestro refugio de cuarentena es estrecho, no comáis muchos plátanos.

 

Recomendación de Javier Moreno, escritor. Es autor, entre otras, de las novela Click (Candaya, 2008), Alma (Lengua de Trapo, 2011) y Null Island (Candaya, 2019), así como del libro de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2010). También ha sido galardonado con el Premio Nacional Fundación Cultural Miguel Hernández (Cortes publicitarios, Devenir, 2006) y con el Premio Internacional de Poesía Joven La Garúa (Acabado en diamante, La Garúa, 2009).

 

«Un día perfecto perfecto para el pez plátano», de J. D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé… el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para…
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá… ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!
—¿Y…?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno… sí… más o menos…—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for…
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que…
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro…, ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño…
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Nueve cuentos, de J. D. Salinger (Alianza, 2016), en traducción de Carmen Criado. [Aviso legal]

 

40. Hierro, de Primo Levi [Valentina Porta]

Hasta que el cuento aguante

Solo he llorado por tres libros en mi vida. Uno es este.

 

Recomendación de Valentina Porta, directora de la librería Palomar de Bérgamo, en Italia.

 

«Hierro», de Primo Levi

Por fuera de las paredes del Instituto Químico era de noche, la noche de Europa. Chamberlain había vuelto engañado de Múnich, Hitler había entrado en Praga sin disparar un tiro, Franco había tomado Barcelona y se asentaba en Madrid. La Italia fascista, pirata menor, había ocupado Albania, y la premonición de la catástrofe inminente se condensaba como una rociada viscosa en las casas y por la calle, en las conversaciones cautelosas y en las conciencias adormecidas.

Pero dentro de aquellas gruesas paredes la noche no penetraba. La misma censura fascista, obra maestra del régimen, nos mantenía separados del mundo, en un blanco limbo de anestesia. Una treintena de alumnos habíamos superado la dura barrera de los primeros exámenes y habíamos sido admitidos en el laboratorio de Análisis cualitativo de segundo curso. Habíamos entrado en la amplia sala ahumada y oscura como quien, al entrar en la Casa de Dios, va reflexionando sobre cada uno de sus pasos. El laboratorio anterior, el del zinc, nos parecía ahora un ejercicio infantil, como cuando de niño juega uno a las cocinitas; siempre, mal que bien, se sacaba algo en limpio, tal vez de pobre rendimiento, o en estado poco puro, pero había que ser un chapucero o un tío muy negado para no lograr sacar sulfato de magnesio de la magnesita o bromuro de potasio del bromo.

Ahora no, ahora el asunto se ponía serio; la confrontación con la Materia-Madre, con la madre enemiga, era más dura y más cercana. A las dos de la tarde, el profesor D., de aire distraído y ascético, nos entregaba a cada uno un gramo exacto de determinado polvillo; para el día siguiente teníamos que tener completo el análisis cualitativo, es decir hacer un informe de los metales y nometales que contenía. Informar de ello por escrito, en forma de atestado, de sí o no, porque las dudas y las vacilaciones no se admitían. Se trataba en cada caso de una alternativa, de una deliberación; era una empresa madura y responsable para la cual el fascismo no nos había preparado y que exhalaba un buen olor, limpio y seco.

Había elementos fáciles y francos, incapaces de esconderse, como el hierro y el cobre, otros insidiosos y fugitivos como el bismuto y el cadmio. Existía un método, un plan trabajoso y anticuado de investigación sistemática, una especie de peine o de rodillo apisonador al que nadie, en teoría, podía escapar; pero yo prefería inventarme cada vez el camino a seguir, a base de rápidas y extemporáneas incursiones de guerrillero, en vez de la extenuante rutina de una guerra organizada: sublimar el mercurio en gotitas, transformar el sodio en cloruro y reconocerlo en tabletas hojaldradas bajo el microscopio. De una manera o de otra, aquí las relaciones con la Materia cambiaban y se volvían dialécticas; era un combate de esgrima, una partida a jugar entre dos. Dos adversarios desiguales; de una parte, para formular preguntas, el químico desplumado e inerme, con el libro de texto de Autenrieth como único aliado (porque D., cuyo socorro se reclamaba con frecuencia en los casos difíciles, mantenía una escrupulosa neutralidad, o sea que se negaba a pronunciarse; actitud muy sabia, ya que todo aquel que se pronuncia puede equivocarse, y un profesor no debe equivocarse); de otra parte, para responder a base de enigmas, la Materia con su pasividad socarrona, vieja como el Todo y portentosamente rica en trucos, solemne y sutil como la Esfinge.

Estaba empezando yo por entonces a deletrear el alemán, y me encantaba la palabra Urstoff (que significa Elemento: literalmente Sustancia primigenia) y el prefijo Ur que aparecía en ella y que expresa precisamente origen antiguo, lejanía remota en el espacio y en el tiempo.

Tampoco aquí había gastado nadie mucha saliva para enseñarnos a defendernos de los ácidos, de los cáusticos, de los incendios ni de las explosiones; era como si, de acuerdo con la ruda moral del Instituto, se contase con el proceso de la selección natural para elegir entre nosotros los más adecuados a la supervivencia física y profesional. Campanas de humos había pocas, así que cada cual en el curso del análisis sistemático y siguiendo las prescripciones del texto, dejaba evaporar concienzudamente por el aire una buena dosis de ácido clorhídrico y de amoniaco, por cuya razón en el laboratorio se estancaba permanentemente una densa niebla blanquecina de cloruro amónico, que se depositaba sobre los cristales de las ventanas en minúsculos cristalitos brillantes. A la habitación del ácido sulfhídrico, de atmósfera letal, se retiraban las parejas deseosas de intimidad y algún solitario a comerse su merienda.

A través de la neblina y en el atareado silencio, se oyó una voz con acento piamontés que decía: «Nuntio vobis gaudium magnum. Habemus ferrum».

Corría el mes de marzo de 1939, y pocos días antes, con un anuncio de idéntica solemnidad («Habemus Papam») se había disuelto el cónclave que entronizaba en la Sede de San Pedro al cardenal Eugenio Pacelli, en el cual muchos confiaban, porque en algo o en alguien había que confiar, después de todo. Quien había pronunciado la sacrílega frase era Sandro, el taciturno.

En nuestro grupo, Sandro era un solitario. Era un chico de mediana estatura, delgado pero musculoso, que no llevaba nunca abrigo, ni siquiera en los días más fríos. Venía a clase con unos pantalones de pana muy gastados, medias de sport de lana tosca, y a veces una esclavina negra que me recordaba a Renato Fucini. Tenía unas manos grandes y callosas, un perfil huesudo y áspero, la cara curtida por el sol y una frente estrecha bajo la franja del pelo, que llevaba cortado a cepillo; caminaba con el paso largo y lento de los campesinos.

Hacía pocos meses que se habían proclamado las leyes racistas, y también yo estaba empezando a volverme muy solitario. Los compañeros cristianos eran gente educada, ninguno entre ellos ni entre los profesores me había dirigido una palabra o un gesto hostil, pero los sentía alejarse y, siguiendo un antiguo modelo de comportamiento, yo también me alejaba. Cada mirada cambiada entre ellos y yo iba acompañada de un relámpago, minúsculo pero perceptible, de desconfianza y recelo. ¿Qué piensas de mí? ¿Qué soy para ti yo? ¿El mismo de hace seis meses, un semejante tuyo que no va a misa, o el judío que «no se ha de reír de vosotros entre vosotros»?

Había observado, con estupor y alegría, que entre Sandro y yo estaba naciendo algo. No era en absoluto la amistad entre dos seres afines. Al contrario, la diversidad de nuestros orígenes nos hacía ricos en «mercancía de intercambio», como dos comerciantes que se encuentran, llegando de comarcas remotas y mutuamente desconocidas. No se trataba ni siquiera de la intimidad portentosa y a la vez normal que se da entre gente de veinte años; a ésa con Sandro no llegué nunca. Me di cuenta pronto de que era generoso, sutil, tenaz y valiente, incluso con una punta de insolencia; pero tenía un talante reservado y agreste, por lo cual, a pesar de que estábamos en esa edad en que se siente la necesidad, el instinto y el impudor de soltarse unos a otros todo cuanto hormiguea en la cabeza y en otros sitios (y es una edad que puede durar bastante, pero que termina con el primer compromiso), nada se dejaba traslucir por fuera de su envoltura de comedimiento, nada de su mundo interior, que se adivinaba sin embargo denso y fértil, a no ser alguna rara alusión dramáticamente truncada. Era de la condición de los gatos, con los cuales se puede convivir durante decenios sin que nunca le dejen a uno penetrar dentro de su piel sagrada.

Teníamos muchas cosas que cedernos uno a otro. Le dije que éramos como un catión y un anión, pero Sandro no pareció recibir bien aquella comparación. Había nacido en la Sierra de Ivrea, tierra hermosa y sobria; era hijo de un albañil, y en los veranos andaba de pastor. No pastor de almas, pastor de ovejas.

Y no llevado por una retórica de Arcadia ni por afán de extravagancia, sino a gusto, por amor a la tierra y a la hierba, y por abundancia de corazón. Tenía un especial talento mímico, y cuando hablaba de vacas, de gallinas, de ovejas y de perros, se transfiguraba, se ponía a imitar sus miradas, sus movimientos y sus voces, se volvía alegre y parecía animalizarse, como por brujería. Me aleccionaba sobre plantas y animales, pero de su familia hablaba poco. Su padre había muerto siendo él un niño, eran gente sencilla y pobre, y habían decidido, ya que el chico parecía despierto, ponerlo a estudiar para que trajese algún dinero a casa. Él había aceptado con la seriedad de los piamonteses, pero sin entusiasmo. Había recorrido el largo camino de la enseñanza primaria y el bachillerato sacando el máximo resultado con el mínimo esfuerzo. Catulo y Descartes le traían sin cuidado, lo que le importaba era sacar buenas notas y pasarse el domingo esquiando o trepando a la montaña. Había elegido Química porque le parecía mejor que otros estudios: era un oficio que trataba de cosas que se ven y se tocan, una forma de ganarse la vida menos trabajosa que hacer de carpintero o de campesino.

Empezamos a estudiar Física juntos, y Sandro se quedó estupefacto cuando traté de explicarle alguna de las ideas que confusamente cultivaba yo por aquella época. Que la nobleza del Hombre, adquirida tras cien siglos de tentativas y errores, consistía en hacerse dueño de la materia, y que yo me había matriculado en Química porque me quería mantener fiel a esta nobleza. Que dominar la materia es comprenderla, y comprender la materia es preciso para conocer el Universo y conocernos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, el Sistema Periódico de Mendeleiev, que precisamente por aquellas semanas estábamos aprendiendo a desentrañar, era un poema, más elevado y solemne que todos los poemas que nos hacían tragar en clase; pensándolo bien hasta rima tenía. Que si buscaba el puente, el eslabón que faltaba, entre el mundo de los papeles y el mundo de las cosas, no tenía necesidad de ir muy lejos a buscarlo: estaba allí, en el Autenrieth, en aquellos laboratorios nuestros llenos de humo, y en nuestro futuro oficio.

Y por fin, y sobre todo, él, como un chico honrado y abierto que era, ¿no sentía, apestando el cielo, el hedor de las verdades fascistas, no percibía como una ignominia el hecho de que a un ser pensante le exigieran que creyera sin pensar? ¿No sentía desprecio por todos los dogmas, por todos los asertos no demostrados, por todos los imperativos? Sí, lo sentía. Y entonces ¿cómo podía dejar de sentir en nuestro estudio una dignidad y una majestad nuevas, cómo podía ignorar que la Química y la Física de las que nos nutríamos, además de alimentos vitales por sí mismos, eran el antídoto contra el fascismo que él y yo estábamos buscando, porque eran claras, distintas, verificables a cada paso, en lugar de un amasijo de mentiras y de vanidad, como la radio y los periódicos?

Sandro me escuchaba con una atención irónica, siempre dispuesto a desarmarme con un par de palabras secas y educadas cuando me propasaba en la retórica. Pero algo estaba madurando en él (y el mérito, por supuesto, no era sólo mío; eran eses llenos de acontecimientos fatales), algo que le perturbaba porque era al mismo tiempo nuevo y antiguo. Él, que hasta entonces no había leído más que a Salgari, London y Kipling, se convirtió de repente en un lector furibundo; todo lo digería y lo recordaba, y todo en él se ordenaba espontáneamente como sistema de vida; además, empezó a estudiar, y su nota media subió de aprobado a sobresaliente. Al mismo tiempo, por inconsciente gratitud o tal vez también por deseo de revancha, le dio a su vez por ocuparse de mi educación, y me hizo comprender que tenía muchas lagunas. Podía incluso tener razón yo, podía ser que la Materia fuese nuestra maestra y quién sabe si también, a falta de cosa mejor, nuestra escuela política; pero él tenía otra materia hacia la que conducirme, otra profesora: no los polvitos del laboratorio de Análisis Cualitativo, sino la verdadera, la auténtica e intemporal Urstoff, las rocas y el hielo de las montañas vecinas. Me demostró sin gran dificultad que yo era un indocumentado para ponerme a hablar de la materia.¿Qué comercio, qué intimidad había tenido yo hasta entonces con los cuatro elementos de Empédocles? ¿Sabía encender una estufa? ¿Vadear un torrente? ¿Conocía la tormenta en la cima de una montaña? ¿El germinar de las semillas? No. Por lo tanto también él tenía algo vital que enseñarme.

Nació una asociación, y empezó para mí una temporada frenética.

Sandro parecía hecho de hierro, y estaba vinculado al hierro por un parentesco antiguo. Me contó que los padres de sus padres habían sido caldereros («magnín») y herreros («fré») en los valles canaveses. Fabricaban clavos en la forja de carbón, le ponían cerco a las ruedas de los carros con un aro al rojo vivo, golpeaban la chapa de hierro hasta ensordecer; y a él mismo, cuando descubría en la roca la veta roja del hierro, le parecía reencontrar a un amigo. Cuando el invierno se le echaba encima, atábalos esquís a la bicicleta oxidada, salía muy temprano y pedaleaba hasta llegar a la nieve, sin dinero, con una alcachofa en un bolsillo y el otro lleno de lechuga; volvía de noche o a veces al día siguiente, durmiendo en los pajares, y cuanta más hambre y más tormentas había padecido, más contento estaba y con mejor salud.

En verano, cuando salía solo, muchas veces se llevaba consigo al perro para que le hiciese compañía.

Era un perrucho callejero amarillento y de aire encogido. De hecho, según me contó Sandro, haciendo a su manera la imitación de episodio canino, cuando era cachorro había tenido una aventura desgraciada con una gata. Se había acercado demasiado a la camada de gatitos recién nacidos, la gata se había enfadado, había empezado a resoplar y se había erizado toda; pero el cachorro, que todavía no había aprendido el significado de estos síntomas, se había quedado allí como un tonto. La gata se había echado a él, lo había perseguido, dado alcance y arañado en el hocico. Al perro aquello le había acarreado un trauma permanente. Se sentía deshonrado, así que Sandro le había hecho una pelota de trapo, le había dicho que era un gato, y todas las mañanas se la ponía delante para que se vengase en ella de la afrenta y reivindicase su honra canina. Por los mismos motivos terapéuticos, Sandro se lo llevaba a la montaña para que se desahogase. Lo ataba a un extremo de la cuerda, se ataba él mismo al otro, dejaba al perro bien tumbado en un saliente de la roca y se ponía a escalar.

Cuando la cuerda se acababa, lo subía con cuidadito, y el perro había aprendido aquello, y avanzaba con el hocico para arriba y las cuatro patas contra la pared casi vertical, aullando bajito, como en sueños.

Sandro escalaba la montaña más a base de instinto que de técnica, confiando en la fuerza de sus manos, y saludando burlonamente, en los trozos de roca a que se agarraba, el silicio, el calcio y el magnesio que había aprendido a reconocer en el curso de mineralogía. Le parecía haber perdido el día si no había agotado de alguna manera sus reservas de energía, y entonces hasta su mirada era más viva. Me explicó que, haciendo vida sedentaria, se le forma a uno un depósito de grasa por detrás de los ojos, que no es sano; cansándose, la grasa se disuelve, los ojos retroceden al fondo de las órbitas, y se vuelven más penetrantes.

De sus impresiones hablaba con suma parquedad. No era de la raza de esos que hacen las cosas para poderlas contar (como me pasaba a mí); no le gustaban las grandes palabras, ni siquiera las palabras.

Parecía que tampoco de dialéctica, como de alpinismo, hubiera recibido lecciones de nadie; hablaba de una forma que no es corriente; decía sólo el meollo de las cosas. Se llevaba por si acaso treinta kilos de saco, pero en general iba sin nada; le bastaba con los bolsillos y la verdura que, como he dicho, llevaba en ellos, con un trozo de pan, un cuchillito, a veces la guía alpina, muy manoseada, y siempre una madeja de alambre para reparaciones de emergencia. La guía, por otra parte, no la llevaba porque tuviese fe en ella, todo lo contrario. La rechazaba por considerarla una atadura, es más, como una criatura bastarda, un híbrido detestable de papel, nieve y roca. La llevaba de excursión para vilipendiarla, feliz cuando podía pillarla en un error, ya fuera a sus propias expensas o a las de sus compañeros de ascenso. Podía estar andando dos días sin comer, o meterse en el cuerpo tres comidas juntas y luego salir. Para él todas las estaciones eran buenas. El invierno para esquiar, pero no en las estaciones lujosas y mundanas, de las que huía con lacónico desprecio. Demasiado pobres para poder comprarnos las pieles de foca para la subida, Sandro me había enseñado a coser telas de cáñamo tosco, materiales espartanos que absorben el agua y luego se congelan como merluzas, y en las bajadas hay que atárselos a la cintura. Me arrastraba a caminatas agotadoras sobre la nieve reciente, lejos de cualquier rastro humano, siguiendo itinerarios que parecía intuir como un salvaje. Y en verano, de refugio en refugio, emborrachándonos de sol, de cansancio y de viento, limándonos las yemas de los dedos contra rocas jamás tocadas por la mano del hombre. Pero no por subir a las cimas famosas ni en busca de empresas memorables; a él de todo eso no le importaba nada. Le importaba conocer sus propios límites, tomarse la medida y mejorar. Más oscuramente sentía la necesidad de prepararse (y prepararme a mí) para un porvenir de hierro, que se iba acercando por meses.

Ver a Sandro en la montaña le reconciliaba a uno con el mundo y le hacía olvidar la pesadilla que gravitaba sobre Europa. Era su sitio, aquel para el que estaba hecho, como las marmotas cuya expresión y silbido imitaba. La montaña le hacía feliz, con una felicidad muda y contagiosa, como una luz que se encendiera.

Suscitaba en mí una comunión nueva con el cielo y la tierra, en la cual confluían mi necesidad de libertad, la plenitud de mis fuerzas y el hambre de entender las cosas, todo lo que me había empujado hacia la química. Salíamos con el alba, frotándonos los ojos, por el portillo del campamento Martinotti, y allí alrededor estaban, apenas tocadas aún por el sol, las montañas cándidas y oscuras, nuevas como recién creadas por la noche apenas desvanecida, y al mismo tiempo incalculablemente antiguas. Eran una isla, un más allá.

Por otra parte, no siempre hacía falta subir muy alto ni ir muy lejos.

En las estaciones de transición, el reino de Sandro eran los gimnasios de montaña. Hay varios, a dos o tres horas de bicicleta de Turín, y sería interesante saber si siguen siendo frecuentados: los Picos del Pagliaio con el Torreón Wolkmann, los Dientes de Cumiana, Roca Patanüa (que quiere decir Roca Desnuda), el Plô, el Sbarüa, y alguno más, todos de nombre casero y modesto. El último, el Sbarüa, creo que fue descubierto por el propio Sandro o por un mítico hermano suyo, a quien Sandro no me presentó nunca pero que, a juzgar por sus escasas alusiones, debía relacionarse con él como él se relacionaba con el común de los mortales. Sbarüa es un derivado de «sbarüé», que significa «atemorizar». El Sbarüa es un prisma de granito que sobresale como unos cien metros de una modesta colina hirsuta de zarzas y de árboles para leña. Igual que el Viejo de Creta, está de la base a la cumbre rajado por una hendidura que a medida que asciende se va haciendo cada vez más estrecha, hasta obligar al alpinista a salir a la pared de la roca, donde se asusta, claro, y donde existía en esa época un único clavo, dejado allí caritativamente por el hermano de Sandro. Eran aquellos unos lugares curiosos, frecuentados por unas pocas decenas de aficionados de nuestro estilo, y a todos los cuales conocía Sandro de nombre o de vista. Se ascendía, no sin problemas técnicos, en medio de un molesto zumbar de moscardas atraídas por nuestro sudor, encaramándose por muros de piedra firme interrumpidos por rellanos cubiertos de hierba donde crecían helechos, fresas o en otoño moras. No era raro aprovechar como apoyo los troncos de algún arbolillo precario arraigado en las grietas; y se llegaba después de unas horas a la cima, que no era propiamente una cima, sino casi siempre un plácido pastizal donde las vacas nos miraban con ojos indiferentes. Luego se bajaba a prisa y corriendo, en pocos minutos, por senderos plagados de estiércol vacuno y reciente, a recoger nuestras bicicletas.

Otras veces eran empresas más comprometidas; nunca tranquilas evasiones, porque Sandro decía que para mirar el paisaje ya tendríamos tiempo a los cuarenta años. «Dôma, neh?» —me dijo un día de febrero —. En su idioma, quería decir que si hacía bueno, aquella tarde podríamos emprender la ascensión invernal del Diente de M., que teníamos programada desde hacía varias semanas. Dormimos en una posada y salimos al día siguiente, no demasiado temprano, a una hora imprecisa (a Sandro no le gustaban los relojes, sentía su tácita y continua amonestación como una intrusión arbitraria); nos internamos altaneramente en la niebla, y salimos de ella hacia la una, con un sol espléndido, a la enorme cresta de una cima, que resultó no ser la buena.

Entonces yo dije que podíamos volver a bajar unos cien metros, cruzar a mitad de la cuesta y volver a subir por la próxima pendiente; o mejor todavía, ya que estábamos allí, seguir subiendo y contentarnos con la cima equivocada, que después de todo solamente era cuarenta metros más baja que la otra. Pero Sandro, con maravillosa mala fe, dijo en pocas pero densas palabras que no le parecía mal mi última proposición, pero que luego, «por la fácil cresta noroeste» (era ésta una cita sarcástica de la ya citada guía alpina) llegaríamos lo mismo, en media hora, al Diente de M.; y que no valía la pena tener veinte años si no se podía uno permitir el lujo de equivocarse de camino.

La fácil cresta puede que fuera fácil o incluso elemental en verano, pero nosotros la encontramos en malas condiciones. La roca estaba mojada por la vertiente que daba al sol y cubierta por una negra capa de hielo en la vertiente de sombra. Entre un saliente de piedra y otro había montones de nieve sucia en la que se hundía uno hasta la cintura.

Llegamos a lo alto a las cinco, yo tirando del cuerpo que daba pena y Sandro presa de una siniestra hilaridad que a mí me pareció irritante.

— ¿Y para bajar? —Para bajar ya veremos — contestó.

Y añadió misteriosamente:

—Lo peor que nos puede ocurrir es que tengamos que probar la carne de oso. Pues la probamos, sí señor, la carne de oso, a lo largo de aquella noche que se nos hizo interminable.

Bajamos en dos horas, ayudados malamente por la cuerda, que se había helado; se había convertido en un maligno enredijo tieso que se enganchaba en todos los salientes y hacía ruido contra la roca como el cable de un funicular. A las siete estábamos a orillas de un pequeño lago helado, y estaba oscuro.

Comimos lo poco que nos había sobrado, construimos un inconsistente murito contra la parte del viento y nos echamos a dormir en el suelo, apretados el uno contra el otro. Era como si también el tiempo se hubiera congelado. Nos poníamos de pie de cuando en cuando para reactivar la circulación, y seguía siendo la misma hora, y el viento seguía soplando, y seguía viéndose un espectro de luna, siempre en el mismo punto del cielo y, delante de la luna un cortejo fantástico de nubes en jirones, siempre las mismas. Nos habíamos quitado los zapatos, como aconsejan los libros de Lammer, tan queridos por Sandro, y teníamos los pies metidos en sacos. Al primer resplandor fúnebre, que parecía venir de la nieve y no del cielo, nos levantamos con los miembros anquilosados y la mirada desorbitada por la falta de sueño, el hambre y la dureza del lecho; y encontramos los zapatos tan sumamente helados que sonaban como campanas y para ponérnoslos tuvimos que incubarlos igual que hacen las gallinas.

Pero volvimos al valle por nuestros propios medios, y al posadero, que nos preguntaba riendo que cómo lo habíamos pasado mientras miraba de reojo nuestras caras de loco, le contestamos descaradamente que habíamos hecho una excursión preciosa, pagamos la cuenta y nos fuimos con toda dignidad. Aquella era la carne del oso. Y ahora que han pasado tantos años, me arrepiento de haber comido poca, porque entre todo lo que la vida me ha concedido de bueno, nada ha tenido ni de lejos el sabor de aquella carne, que es el sabor de sentirse fuertes y libres, libres incluso de equivocarse, y dueños del propio destino. Por eso le estoy agradecido a Sandro, por haberme metido deliberadamente en apuros, tanto en aquella ocasión como en otras empresas solamente insensatas en apariencia, y sé con toda seguridad que más tarde me han servido de mucho.

En cambio a él no le han servido, o no por mucho tiempo. Sandro era Sandro Delmastro, el primer caído del Comando Militar Piamontés del Partido de Acción. Después de unos pocos meses de extrema tensión, en abril de 1944 fue hecho prisionero por los fascistas, no se rindió e intentó fugarse de la Casa Littoria de Cuneo. Murió de una descarga de metralleta en la nuca, disparada por un monstruoso niño-carnicero, uno de aquellos desgraciados esbirros de quince años que la República de Saló había reclutado en los reformatorios. Su cuerpo permaneció mucho tiempo abandonado en medio del camino, porque los fascistas habían prohibido a la población darle sepultura.

Hoy sé que es una empresa sin esperanza recubrir a un hombre de palabras, hacerlo revivir en una página escrita, y particularmente a un hombre como Sandro. No era de esas personas de las que se pueden contar cosas o a las que se pueden levantar monumentos, con lo que él se reía de los monumentos. Vivía por entero en sus acciones, y una vez terminadas éstas, de él ya no queda nada. Nada más que las palabras, precisamente.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer El sistema periódico, de Primo Levi (Península, 2014), en traducción de Carmen Martín Gaite. [Aviso legal]

39. Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti [Carlos Fonseca]

Hasta que el cuento aguante

Un cuento que me ha acompañado en más de una noche de insomnio. Un cuento que comparte, con los sueños, su frágil perfección.

 

Recomendación de Carlos Fonseca, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cambridge y escritor. Ha colaborado en revistas literarias como Literary HubThe GuardianLetrasLibresBOMB Magazine Otra Parte, entre otras, y ha sido seleccionado por el Hay Festival como parte del grupo Bogotá 39-2017. Es autor de las novelas Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015) y Museo animal (Anagrama, 2017).

 

Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti

La broma la había inventado Blanes —venía a mi despacho— en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet…
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet…
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No  voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. «¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?» Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro…
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima… Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar… No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueñoEl sueño realizadoUn sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme…
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así… ya ve cómo me ha ido. De manera que… Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires… ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de…
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita…
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escarparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un «bock» de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—»con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita»—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que SueñoUn sueño realtzado
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte… Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella  como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer pued tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de
espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich… Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y  que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y  venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por  la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.

 

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos, de Juan Carlos Onetti (Alfaguara, 2009). [Aviso legal]

38. Parece una tontería, de Raymond Carver [Ana S. Pareja]

Hasta que el cuento aguante

Recomendación de Ana S. Pareja, editora y librera. Durante ocho años fue directora de la editorial Alpha Decay, en la que creó las ya míticas colecciones «Héroes Modernos» y «Alpha Mini». Actualmente dirige en Berlín la librería literaria española Bartleby & Co.

 

«Parece una tontería», de Raymond Carver

El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de pasteles pegadas en las páginas de una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras la escuchaba. Seguía con la vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía una gran prisa.
Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el lunes por la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde. El pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo las palabras justas, los datos indispensables. La hizo sentirse incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos vulgares y se preguntó si habría hecho algo en la vida aparte de ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería haber tenido niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas de cumpleaños. Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero la trataba de una manera brusca; no grosera, simplemente brusca. Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería y vio una mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de aluminio amontonados en un extremo; y, junto a la mesa, un recipiente de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio tocaba música country-western.
El pastelero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La miró y dijo: —El lunes por la mañana.
Ella le dio las gracias y se volvió a su casa.

El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó.
El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre —que estaba sentada a su lado en el sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?», y pensando en llamar al médico de todos modos—, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.
Desde luego, la fiesta de cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital, conmocionado. Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un líquido que sería necesario extraerle por la tarde. En aquellos momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma, según recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él no se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía a casa a darse un baño y cambiarse de ropa.
—Volveré dentro de una hora —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—Muy bien —repuso—. Aquí estaré.
Howard la besó en la frente y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama, y miró al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego podría descansar.
Howard volvió a casa. Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y aminoró la velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a su entera satisfacción: universidad, matrimonio, otro año de facultad para lograr una titulación superior en administración de empresas, miembro de una sociedad inversora. Padre. Era feliz y, hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus padres aún vivían, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus amigos de universidad se habían dispersado para ocupar su puesto en la sociedad. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y se dirigió a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El teléfono sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber salido del hospital. No debía haberse marchado.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Descolgó el teléfono.
—¡Acabo de entrar por la puerta!
—Tenemos un pastel que no han recogido —dijo la voz al otro lado de la línea.
—¿Cómo dice? —preguntó Howard.
—Un pastel —repitió la voz—. Un pastel de dieciséis dólares.
Howard apretó el aparato contra la oreja, tratando de entender.
—No sé nada de un pastel —dijo—. ¿De qué me habla, por Dios?
—No me venga con ésas —dijo la voz.
Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía en el mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno. Mientras la bañera se llenaba, Howard se enjabonó la cara y se afeitó. Acababa de meterse en la bañera y de cerrar los ojos cuando volvió a sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y fue corriendo al teléfono diciéndose: «Idiota, idiota», por haberse marchado del hospital.
—¡Diga! —gritó al descolgar.
No se oyó nada al otro extremo de la línea. Entonces colgaron.

Llegó al hospital poco después de media noche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la cama. Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama pendía una botella de glucosa con un tubo que iba de la botella al brazo del niño.
—¿Qué tal está? ¿Qué es todo eso? —preguntó Howard, señalando la glucosa y el tubo.
—Prescripción del doctor Francis —contestó ella—. Necesita alimento. Tiene que conservar las fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué.
Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.
—Se pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace.
Al cabo del rato, añadió:
—Quizá deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero no hagas caso del chalado ese que no deja de llamar. Cuelga inmediatamente.
—¿Quién llama?
—No lo sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Vete ahora.
Ella meneó la cabeza.
—No —dijo—, estoy bien.
—Sí, pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo irá bien. ¿Qué ha dicho el doctor Francis? Que Scotty se pondrá bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso es todo.
Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la muñeca, le encontró el pulso y consultó el reloj. Al cabo de un momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los pies de la cama donde anotó algo en una tablilla.
—¿Qué tal está? —preguntó Ann.
La mano de Howard le pesaba en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.
—Estado estacionario —dijo la enfermera—. El doctor volverá a pasar pronto. Acaba de llegar. Ahora está haciendo la ronda.
—Estaba diciéndole a mi mujer que podría ir a casa a descansar un poco —dijo Howard—. Después de que venga el doctor.
—Claro que sí —repuso la enfermera—. Creo que los dos podrían hacerlo perfectamente, si lo desean.
La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.
—Ya veremos lo que dice el doctor —dijo Ann—. Quiero hablar con él. No creo que deba seguir durmiendo así. Me parece que no es buena señal.
Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro, luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos tensos.
—El doctor Francis vendrá dentro de unos minutos —dijo la enfermera, saliendo de la habitación.
Howard miró a su hijo durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los terribles momentos que sucedieron a la llamada de Ann a su oficina, sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a menear la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento.
Entró el doctor Francis y le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas antes. Ann se levantó de la silla.
—¿Doctor? —dijo.
—Ann —contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza—. Veamos primero cómo va.
Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard y Ann, al lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo en la tablilla y luego miró a Ann y a Howard.
—¿Qué tal está, doctor? —preguntó Howard—. ¿Qué tiene exactamente?
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann.
El médico era un hombre guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los cabellos grises bien peinados por las sienes, parecía recién llegado de un concierto.
—Está bien —afirmó el médico—. No es para echar las campanas al vuelo, podría ir mejor, según creo. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy pronto.
El médico miró al niño una vez más.
—Sabremos algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados de otros cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una leve fractura de cráneo. Eso sí.
—¡Oh, no! —exclamó Ann.
—Y un ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que está conmocionado. Con la conmoción, a veces ocurre esto. Este sueño profundo.
—Pero, ¿está fuera de peligro? —preguntó Howard—. Antes dijo usted que no estaba en coma. Así que a esto no lo llama usted estar en coma, ¿verdad, doctor?
Howard esperó. Miró al médico.
—No, yo no diría que esté en coma —dijo el médico, mirando de nuevo al niño—. Está sumido en un sueño profundo, nada más. Es una reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se despierte y conozcamos el resultado de los demás análisis.
—Está en coma —afirmó Ann—. Bueno, en una especie de coma.
—No es coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía no, en todo caso. Ha sufrido una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta el momento. Estoy convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo creo. Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho. Claro que ustedes pueden hacer lo que quieran, quedarse aquí o irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del hospital con toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil.
El doctor miró de nuevo al niño, le observó, se volvió a Ann y dijo: —Trate de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible. Ya sólo es cuestión de un poco más de tiempo.
La saludó con la cabeza, estrechó la mano de Howard y salió de la habitación.
Ann puso la mano sobre la frente del niño.
—Al menos no tiene fiebre —dijo—. Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Crees que esa temperatura es normal? Tócale la cabeza.
Howard tocó las sienes del niño. Contuvo el aliento.
—Creo que es normal que se encuentre así en estas circunstancias —dijo—. Está conmocionado, ¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico. El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no estuviese bien, habría dicho algo.
Ann permaneció en pie un momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se sentó.
Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. El quería decir algo más para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo sentirse mejor. Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron durante un rato, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.
—He rezado —dijo.
El asintió.
—Creía que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo único que he tenido que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha sido fácil. Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras…
—Ya lo he hecho —repuso él—. He rezado esta tarde; ayer por la tarde, quiero decir, después de que llamaras, mientras iba al hospital. He rezado.
—Eso está bien.
Por primera vez sintió Ann que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que, hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a Scotty. Había dejado a Howard al margen, aunque estuviera en ello desde el principio. Se alegraba de ser su mujer.
Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la botella que colgaba encima de la cama.
Al cabo de una hora entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un tupido bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.
—Vamos a bajarle para hacerle otras radiografías —les dijo—. Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración.
—¿Qué es eso? —preguntó Ann—. ¿Una exploración?
Estaba de pie, entre el médico nuevo y la cama.
—Creí que ya le habían hecho todas las radiografías.
—Me temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos simplemente otras radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó Ann.
—Es un procedimiento enteramente normal en estos casos —dijo el médico nuevo—. Necesitamos saber exactamente por qué no se ha despertado todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay que inquietarse por eso. Lo bajaremos dentro de un momento.
Al cabo de un rato, dos celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran de tez y cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron unas palabras en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron de la habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cerró los ojos cuando el ascensor empezó a bajar. Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada, aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde, cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y de nuevo ocuparon su sitio junto a la cama.

Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de la habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego, como si recordaran de repente y se sintieran culpables, se levantaban de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó después de comunicarles que estaba volviendo en sí y se despertaría en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche, entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó y entró. Vestía pantalones y blusa blanca, y llevaba una bandejita con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja.
—No lo entiendo —le dijo Ann.
—Instrucciones del doctor —dijo la joven—. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que haga una toma y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa? Es encantador.
—Le ha atropellado un coche —contestó Howard—. El conductor se dio a la fuga.
La joven meneó la cabeza y volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la habitación.
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann—. ¿Howard? Quiero que esta gente me responda.
Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara. Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y miró al aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los faros encendidos. De pie frente a la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo pasaba, algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se detenía frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo largo, se metió en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le rodeara con sus brazos.
Poco después se despertó Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió a la ventana, a su lado. Los dos miraron al aparcamiento. No dijeron nada. Pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del mundo.
Se abrió la puerta y entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía los cabellos grises bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al niño.
—Tendría que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así —dijo—. Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que no vuelva en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca espantosa, desde luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible.
—Entonces, ¿está en coma? —preguntó Ann.
El médico se frotó la lisa mejilla.
—Llamémoslo así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un bocado. Les vendrá bien. Dejaré una enfermera aquí con él mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más tranquilos. Vamos, vayan a comer algo.
—Yo no podría tomar nada —dijo Ann.
—Hagan lo que quieran, claro —dijo el médico—. De todos modos quiero decirles que las constantes son buenas, que los análisis son negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando despierte, saldrá del paso.
—Gracias, doctor —dijo Howard.
Volvieron a darse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.
—Creo que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo —dijo Howard—. Hay que dar de comer a Slug, en primer lugar.
—Llama a un vecino —sugirió Ann—. A los Morgan. Cualquiera dará de comer al perro, si se le pide.
—Muy bien —dijo Howard.
Al cabo de un momento, añadió:
—¿Por qué no lo haces , cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego? Te vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio. Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos que quedarnos aquí un tiempo incluso después de que despierte.
—¿Por qué no vas ? —dijo ella—. Da de comer a Slug. Come tú.
—Yo ya he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete a casa una hora y refréscate. Y luego vuelves.
Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de nuevo. Al cabo de un momento dijo: —Quizá vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí sentada mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes? Tal vez se despierte si no estoy aquí. Iré a casa, tomaré un baño y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré.
—Yo me quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por aquí.
Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo durante mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano en seguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él la ayudó a ponerse el abrigo.
—No tardaré mucho —dijo.
—Siéntate y descansa un poco cuando llegues a casa —dijo él—. Come algo. Date un baño. Y después, siéntate y descansa. Te sentará muy bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no preocuparnos. Ya has oído lo que ha dicho el doctor Francis.
Permaneció de pie con el abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había dicho. Intentó recordar si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Recordó cómo había dormido, la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y escuchaba su respiración.
Fue hasta la puerta y se volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la cabeza. Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.
Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera donde vio a una familia negra sentada en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca. Una adolescente en vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico.
—Franklin —dijo la mujer gorda, incorporándose—. ¿Se trata de Franklin?
Tenía los ojos dilatados.
—Dígame, señora —insistió—. ¿Se trata de Franklin?
Intentaba levantarse de la butaca, pero el hombre la sujetó del brazo.
—Vamos, vamos —dijo—, Evelyn.
—Lo siento —dijo Ann—. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor.
—El ascensor está por ahí, a la izquierda —dijo el hombre, señalando con el dedo.
La muchacha dio una calada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya no le interesaba.
—A mi hijo lo ha atropellado un coche —le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara explicarse—. Tiene un traumatismo y una ligera fractura de cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy fuera.
—Es una lástima —contestó el hombre, removiéndose en el sillón.
Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie.
—Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo. Han intentado matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin meterse con nadie. Pero eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es todo lo que se puede hacer.
No dejaba de mirarla.
Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar más con aquellas personas que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía miedo, y aquella gente también. Tenían eso en común. Le hubiera gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarles más cosas de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más.
Fue por el pasillo que le había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba haciendo lo más conveniente. Luego extendió la mano y pulsó el botón.

Se metió en el camino de entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Luego salió del coche. Oyó ladrar al perro dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave. Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.
—¡Sí! —dijo al descolgar—. ¿Dígame?
—Señora Weiss —dijo una voz de hombre.
Eran las cinco de la mañana, y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo.
—¡Sí, sí! ¿Qué pasa? —dijo—. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué ocurre, por favor?
Escuchó los ruidos de fondo.
—¿Se trata de Scotty? ¡Por amor de Dios!
—Scotty —dijo la voz de hombre—. Se trata de Scotty, sí. Este problema tiene que ver con Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty?
Colgó.
Ann marcó el número del hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió noticias de su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego dijo que quería hablar con su marido. Se trataba, según explicó, de algo urgente.
Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la oreja mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard.
—Acaba de llamar alguien —dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono—. Dijo que era acerca de Scotty.
—Scotty va bien —le aseguró Howard—. Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ha venido dos veces desde que te marchaste. Una enfermera o una doctora. Está bien.
—Ha llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty —insistió.
—Descansa un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No hagas caso. Vuelve después de que hayas descansado. Después desayunaremos o algo así.
—¿Desayunar? —dijo Ann—. No me apetece.
—Ya sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que decirnos, algo más concreto. Eso es lo que ha dicho una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez sepamos algo más para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho. Entretanto, yo estoy aquí con Scotty, que está bien. Sigue igual.
—Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que era acerca de Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste tú, Howard?
—No me acuerdo —contestó él—. Quizá fuese el conductor del coche, que a lo mejor es un psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a Scotty. Pero yo me quedo aquí con él. Descansa un poco, como pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando venga el médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien, cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que su estado es estacionario.
—Tengo un susto de muerte —dijo Ann.
Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche.
Entró en el aparcamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba el cigarrillo.
—No tengas hijos —le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital—. Por amor de Dios, no los tengas.

Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio. Era miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes parecían haberse levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los mismos vasos y papeles, y el cenicero lleno de colillas.
Se detuvo ante el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y bostezando.
—Anoche había un muchacho negro en el quirófano —dijo Ann—. Se llamaba Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está.
Otra enfermera, sentada a un escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que tenía delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando a Ann.
—Ha muerto —dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann—. ¿Es usted amiga de la familia, o qué?
—Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo.
Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un pesado carrito. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una tablilla. Luego se inclinó y sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió la puerta de la habitación del niño.
Howard estaba de pie junto a la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella.
—¿Cómo está? —preguntó Ann.
Se acercó a la cama. Dejó caer el bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía haber estado mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño.
—¿Howard?
—El doctor Francis ha venido hace poco —dijo Howard.
Ann le observó con atención y pensó que tenía los hombros abatidos.
—Creía que no iba a venir hasta las ocho —se apresuró a decir.
—Vino otro médico con él. Un neurólogo.
—Un neurólogo —repitió ella.
Howard asintió con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos.
—¿Qué han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué ocurre?
—Han dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que tendrán que operarle, cariño. Van a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, creen que tiene algo…, algo que ver con eso. Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber salido.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! —exclamó, agarrándole de los brazos.
—¡Mira! —dijo Howard—. ¡Scotty! ¡Mira, Ann!
La volvió hacia la cama.
El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez.
—Scotty —dijo su madre, acercándose a la cama.
—Hola, Scott —dijo su padre—. Hola, hijo.
Se inclinaron sobre la cama. Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las manos en las mejillas.
—Scotty, cariño, somos mamá y papá —dijo ella—. ¿Scotty?
El niño los miró, pero sin dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente entre los dientes apretados.

Los médicos lo denominaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberle salvado. Pero lo más probable era que no. Al fin y al cabo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los análisis ni en las radiografías.
El doctor Francis estaba abatido.
—No puedo expresarles cómo me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras —les dijo mientras les conducía a la sala de médicos.
Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la habitación. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Miró al teléfono como si pensara en qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo del rato, el doctor Francis utilizó el teléfono.
—¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? —les preguntó.
Howard meneó la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de comprender sus palabras.
El médico los acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le parecía que el doctor Francis les obligaba a marcharse cuando ella tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era lo más adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la entrada del hospital. Meneó la cabeza.
—No, no —dijo—. No puedo dejarle aquí.
Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión, cuando la gente se siente agobiada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras originales.
—No —repitió.
Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.
—No.
—Más tarde hablaré con usted —dijo el doctor Francis a Howard—. Aún tenemos tarea por delante, aspectos que debemos aclarar a nuestra entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación.
—La autopsia —dijo Howard.
El doctor Francis asintió con la cabeza.
—Entiendo —dijo Howard, que añadió—: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo.
El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo.
—Lo siento. Bien sabe Dios que lo siento.
Le quitó el brazo de los hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza.

En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó junto a ella en el sofá, dejó la caja a un lado y se inclinó hacia adelante, con los brazos entre las rodillas. Se echó a llorar. Ella le puso la cabeza sobre sus rodillas y le dio palmaditas en la espalda.
—Se ha muerto —dijo.
Por encima de los sollozos de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina.
—Vamos, vamos —dijo tiernamente—. Se ha muerto, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos.
Al cabo de un rato, Howard se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en la mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía unas palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba tranquilamente, con voz reposada, lo que había ocurrido y les informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde vio la bicicleta de Scotty. Soltó la caja y se sentó en el suelo, junto a la bicicleta. Luego cogió la bicicleta y la abrazó torpemente. La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo girar una rueda.
Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó. Lo cogió a la primera llamada.
—¿Diga?
Oyó un ruido de fondo, como un zumbido.
—¿Diga? —repitió—. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
—Su Scotty, lo tengo listo para usted —dijo la voz de hombre—. ¿Lo había olvidado?
—¡Será hijoputa! —gritó por el teléfono—. ¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo cabrón!
—Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? —dijo el hombre, y colgó.
Howard oyó los gritos, acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa, entre los brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar.

Mucho más tarde, justo antes de media noche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el teléfono volvió a sonar.
—Contesta tú —dijo ella—. Es él, Howard, lo sé.
Estaban sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky junto a la taza. Contestó a la tercera llamada.
—¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga! ¡Diga!
Colgaron.
—Ha colgado —dijo Howard—. Quienquiera que fuese.
—Era él —afirmó Ann—. El hijoputa ése. Me gustaría matarle. Me gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce.
—¡Por Dios, Ann!
—¿Has oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido?
—Nada, de veras. Nada parecido —contestó Howard—. No ha habido bastante tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.
Ella meneó la cabeza.
—¡Si pudiera ponerle la mano encima! —dijo.
Entonces cayó en la cuenta. Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró la silla de la mesa y se levantó.
—Llévame a la galería comercial, Howard.
—Pero, ¿qué dices?
—La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El pastelero, el hijo de puta del pastelero, Howard. Le encargué una tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él. Es él, que tiene el número y no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero, ese cabrón.

Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la calefacción del coche. Aparcaron delante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la habitación del fondo y, de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, uniforme y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio señales de ello. No miró en su dirección.
Dieron la vuelta a la pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía: REPOSTERIA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se cerrara.
Quitaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos.
—Está cerrado —dijo—. ¿Qué quieren a estas horas? Es media noche. ¿Están borrachos o algo por el estilo?
Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del pastelero se abrieron y cerraron.
—Es usted —dijo.
—Soy yo. La madre de Scotty. Este es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar.
—Ahora estoy ocupado —dijo el pastelero—. Tengo trabajo que hacer.
Ella había entrado de todos modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó.
—Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el pastelero—. A lo mejor quieren su tarta. Eso es, han decidido venir por ella. Usted encargó un pastel, ¿verdad?
—Es usted muy listo para ser pastelero —repuso ella—. Howard, éste es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono.
Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía que algo le consumía las entrañas, una cólera que le daba la impresión de ser más de lo que era, más que cualquiera de los dos hombres.
—Oiga, un momento —dijo el pastelero—. ¿Quiere recoger su pastel de tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio convenido. No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a nadie. Ese pastel me ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy bien; si no lo quiere, pues bien también. Tengo que volver al trabajo.
Les miró y se pasó la lengua por los dientes.
—Más pasteles —dijo Ann.
Sabía que era dueña de sí, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.
—Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida —dijo el pastelero, limpiándose las manos en el delantal—. Trabajo aquí día y noche para ir tirando.
Al rostro de Ann afloró una expresión que hizo retroceder al pastelero.
—Vamos, nada de líos —sugirió.
Alargó la mano derecha hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra la palma de la mano izquierda.
—¿Quiere el pastel, o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan de noche.
Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de barba. Su cuello era voluminoso y grasiento.
—Ya sé que los pasteleros trabajan de noche —dijo Ann—. Y también llaman por teléfono de noche. ¡Hijoputa!
El pastelero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a Howard.
—Tranquilo, tranquilo —le dijo.
—Mi hijo ha muerto —dijo Ann con un tono frío y cortante—. El lunes por la mañana lo atropello un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijoputa!
De la misma manera súbita en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.
—No es justo —dijo—. No es justo, no lo es.
Howard la abrazó por la cintura y miró al pastelero.
—Debería darle vergüenza —dijo al pastelero—. ¡Qué vergüenza!
El pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó al mismo sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica.
—Siéntense, por favor —dijo a Howard—. Permítanme que les ofrezca una silla. Tomen asiento, por favor.
Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.
—Siéntense ustedes, por favor.
Ann se secó las lágrimas y miró al pastelero.
—Quisiera matarle —dijo—. Verle muerto.
El pastelero hizo sitio en la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de papeles y recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.
—Permítanme decirles cuánto lo siento —dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa—. Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años, fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero si alguna vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero. Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero lo siento mucho. Lo siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado.
Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.
—Yo no tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo único que puedo decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de corazón.
Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a quitarse el suyo. El pastelero les miró un momento, asintió con la cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche y un tazón de azúcar.
—Quizá necesiten comer algo —dijo el pastelero—. Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen que comer para conservar las fuerzas. En momentos como éste, comer parece una tontería, pero sienta bien.
Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer. Sobre la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se sentó con ellos a la mesa. Esperó. Aguardó hasta que cogieron un bollo y empezaron a comer.

—Sienta bien comer algo —dijo, mirándolos—. Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay bollos para dar y tomar.
Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero. Luego él empezó a hablar. Le escucharon con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero tenía que decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había sobrevenido en sus años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos aquellos años. Un día tras otro, con los hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las tartas de boda. Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su trabajo era indispensable. El era pastelero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho mejor que el de las flores.
—Huelan esto —dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro—. Es un pan pesado, pero sabroso.
Lo olieron y luego él se lo dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon. Comieron lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de día a la luz de los tubos fluorescentes. Hablaron hasta que el amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría marcharse.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Catedral, de Raymond Carver (Anagrama, 2014), en traducción de Benito Gómez Ibáñez. [Aviso legal]

37. El mar del tiempo perdido, de Gabriel García Márquez [Luis Sánchez Martín (Boria)]

Hasta que el cuento aguante

Lo único que recuerdo del día que murió Gabriel García Márquez es que busqué el cuento en Internet y compartí el enlace en Facebook (mi única Red social entonces) diciendo: «aquí os dejo el mejor relato que jamás se ha escrito».

 

Recomendación de Luis Sánchez Martín, escritor y editor de Boria Ediciones, donde han visto la luz libros de Lujo Berner, Basilio Pujante o María Marín. Es autor de Bebop café (2016).

 

«El mar del tiempo perdido», de Gabriel García Márquez

Hacia el final de enero el mar se iba volviendo áspero, empezaba a vaciar sobre el pueblo una basura espesa, y pocas semanas después todo estaba contaminado de su humor insoportable. Desde entonces el mundo no valía la pena, al menos hasta el otro diciembre, y nadie se quedaba despierto después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el mar no se alteró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez más liso y fosforescente, y en las primeras noches de marzo exhaló una fragancia de rosas.

Tobías la sintió. Tenía la sangre dulce para los can­grejos y se pasaba la mayor parte de la noche espantán­dolos de la cama, hasta que volteaba la brisa y conseguía dormir. En sus largos insomnios había aprendido a distin­guir todo cambio del aire. De modo que cuando sintió un olor de rosas no tuvo que abrir la puerta para saber que era un olor del mar.

Se levantó tarde. Clotilde estaba prendiendo fuego en el patio. La brisa era fresca y todas las estrellas estaban en su puesto, pero costaba trabajo contarlas hasta el hori­zonte a causa de las luces del mar. Después de tomar café, Tobías sintió un rastro de la noche en el paladar.

—Anoche —recordó— sucedió algo muy raro.

Clotilde, por supuesto, no lo había sentido. Dormía de un modo tan pesado que ni siquiera recordaba los sueños.

—Era un olor de rosas —dijo Tobías—, y estoy seguro que venía del mar.

—No sé a qué huelen las rosas —dijo Clotilde.

Tal vez fuera cierto. El pueblo era árido, con un suelo duro, cuarteado por el salitre, y sólo de vez en cuando alguien traía de otra parte un ramo de flores para arrojarlo al mar en el sitio donde se echaban los muertos.

—Es el mismo olor que tenía el ahogado de Guacamayal —dijo Tobías.

—Bueno —sonrió Clotilde—, pues si era un buen olor, puedes estar seguro que no venía de este mar.

Era, en efecto, un mar cruel. En ciertas épocas, mien­tras las redes no arrastraban sino basura en suspensión, las calles del pueblo quedaban llenas de pescados muer­tos cuando se retiraba la marea. La dinamita sólo sacaba a flote los restos de antiguos naufragios.

Las escasas mujeres que quedaban en el pueblo, como Clotilde, se cocinaban en el rencor. Y como ella, la esposa del viejo Jacob, que aquella mañana se levantó más temprano que de costumbre, puso la casa en orden, y llegó al desayuno con una expresión de adversidad.

—Mi última voluntad —dijo a su esposo— es que me entierren viva.

Lo dijo como si estuviera en su lecho de agonizante, pero estaba sentada al extremo de la mesa, en un come­dor con grandes ventanas por donde entraba a chorros y se metía por toda la casa la claridad de marzo. Frente a ella, apacentando su hambre reposada, estaba el viejo Jacob, un hombre que la quería tanto y desde hacía tanto tiempo, que ya no podía concebir ningún sufri­miento que no tuviera origen en su mujer.

—Quiero morirme con la seguridad que me pon­drán bajo tierra, como a la gente decente —prosiguió ella—. Y la única manera de saberlo es yéndome a otra parte a rogar la caridad para que me entierren viva.

—No tienes que rogárselo a nadie —dijo con mucha calma el viejo Jacob—. Te llevaré yo mismo.

—Entonces nos vamos —dijo ella—, porque voy a morirme muy pronto.

El viejo Jacob la examinó a fondo. Sólo sus ojos permanecían jóvenes. Los huesos se le habían hecho nudos en las articulaciones y tenía el mismo aspecto de tierra arrasada que al fin y al cabo había tenido siempre.

—Estás mejor que nunca —le dijo.

—Anoche —suspiró ella— sentí un olor de rosas.

—No te preocupes —la tranquilizó el viejo Jacob—. Esas son cosas que nos suceden a los pobres.

—Nada de eso —dijo ella—. Siempre he rogado que se me anuncie la muerte con la debida anticipación, para morirme lejos de este mar. Un olor de rosas, en este pueblo, no puede ser sino un aviso de Dios.

Al viejo Jacob no se le ocurrió nada más que pedirle un poco de tiempo para arreglar las cosas. Había oído decir que la gente no se muere cuando debe, sino cuando quiere, y estaba seriamente preocupado por la premoni­ción de su mujer. Hasta se preguntó si llegado el momen­to tendría valor para enterrarla viva.

A las nueve abrió el local donde hubo antes una tienda. Puso en la puerta dos sillas y una mesita con el tablero de damas, y estuvo toda la mañana jugando con adversarios ocasionales. Desde su puesto veía el pueblo en ruinas, las casas desportilladas con rastros de antiguos colores carcomidos por el sol, y un pedazo de mar al final de la calle.

Antes del almuerzo, como siempre, jugó con don Máximo Gómez. El viejo Jacob no podía imaginar un adversario más humano que un hombre que había sobre­vivido intacto a dos guerras civiles y sólo había dejado un ojo en la tercera. Después de perder adrede una partida, lo retuvo para otra.

—Dígame una cosa, don Máximo —le preguntó enton­ces—: ¿Usted sería capaz de enterrar viva a su esposa?

—Seguro —dijo don Máximo Gómez—. Créame usted que no me temblaría la mano.

El viejo Jacob hizo un silencio asombrado. Luego, habiéndose dejado despojar de sus mejores fichas, sus­piró:

—Es que, según parece, Petra se va a morir.

Don Máximo Gómez no se inmutó. «En ese caso —dijo— no tiene necesidad de enterrarla viva». Comió dos fichas y coronó una dama. Después fijó en su adver­sario un ojo humedecido por un agua triste.

—¿Qué le pasa?

—Anoche —explicó el viejo Jacob— sintió un olor de rosas.

—Entonces se va a morir medio pueblo —dijo don Máximo Gómez—. Esta mañana no se oyó hablar de otra cosa.

El viejo Jacob tuvo que hacer un grande esfuerzo para perder de nuevo sin ofenderlo. Guardó la mesa y las sillas, cerró la tienda, y anduvo por todas partes en busca de alguien que hubiera sentido el olor. Al final, sólo Tobías estaba seguro. De modo que le pidió el favor de pasar por su casa, como haciéndose el encontradizo, y de contarle todo a su mujer.

Tobías cumplió. A las cuatro, arreglado como para hacer una visita, apareció en el corredor donde la esposa había pasado la tarde componiéndole al viejo Jacob su ropa de viudo.

Hizo una entrada tan sigilosa que la mujer se sobre­saltó.

—Dios Santo —exclamó—, creí que era el arcángel Gabriel.

—Pues fíjese que no —dijo Tobías—. Soy yo, y vengo a contarle una cosa.

Ella se acomodó los lentes y volvió al trabajo.

—Ya sé que es —dijo.

—A que no —dijo Tobías.

—Que anoche sentiste un olor de rosas.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Tobías, desolado.

—A mi edad —dijo la mujer— se tiene tanto tiempo para pensar, que uno termina por volverse adivino.

El viejo Jacob, que tenía la oreja puesta contra el tabique de la trastienda, se enderezó avergonzado.

—Cómo te parece, mujer —gritó a través del tabique. Dio la vuelta y apareció en el corredor—. Entonces no era lo que tú creías.

—Son mentiras de este muchacho —dijo ella sin levan­tar la cabeza—. No sintió nada.

—Fue como a las once —dijo Tobías—, y yo estaba espantando cangrejos.

La mujer terminó de remendar un cuello.

—Mentiras —insistió—. Todo el mundo sabe que eres un embustero. —Cortó el hilo con los dientes y miró a Tobías por encima de los anteojos.

—Lo que no entiendo es que te hayas tomado el trabajo de untarte vaselina en el pelo, y de lustrar los zapatos, nada más que para venir a faltarme al respeto.

Desde entonces empezó Tobías a vigilar el mar. Col­gaba la hamaca en el corredor del patio y se pasaba la noche esperando, asombrado de las cosas que ocurren en el mundo mientras la gente duerme. Durante muchas noches oyó el garrapateo desesperado de los cangrejos tratando de subirse por los horcones, hasta que pasaron tantas noches que se cansaron de insistir. Conoció el modo de dormir de Clotilde. Descubrió cómo sus ronqui­dos de flauta se fueron haciendo más agudos a medida que aumentaba el calor, hasta convertirse en una sola nota lánguida en el sopor de julio.

Al principio Tobías vigiló el mar como lo hacen quie­nes lo conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte. Lo vio cambiar de color. Lo vio apagarse y volverse espumoso y sucio, y lanzar sus eructos cargados de desperdicios cuando las grandes lluvias revolvieron su digestión tormentosa. Poco a poco fue aprendiendo a vigilarlo como lo hacen quienes lo conocen mejor, sin mirarlo siquiera pero sin poder olvidarlo ni siquiera en el sueño.

En agosto murió la esposa del viejo Jacob. Amaneció muerta en la cama y tuvieron que echarla como a todo el mundo en un mar sin flores. Tobías siguió esperando. Había esperado tanto, que aquello se convirtió en su manera de ser. Una noche, mientras dormitaba en la hamaca, se dio cuenta que algo había cambiado en el aire. Fue una ráfaga intermitente, como en los tiempos en que el barco japonés vació a la entrada del puerto un cargamento de cebollas podridas. Luego el olor se conso­lidó y no volvió a moverse hasta el amanecer. Sólo cuan­do tuvo la impresión que podría asirlo con las manos para mostrarlo, Tobías saltó de la hamaca y entró en el cuarto de Clotilde. La sacudió varias veces.

—Ahí está —le dijo.

Clotilde tuvo que apartar el olor con los dedos como una telaraña para poder incorporarse. Luego volvió a derrumbarse en el lienzo templado.

—Maldita sea —dijo.

Tobías dio un salto hasta la puerta, salió a la mitad de la calle y empezó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas, respiró hondo y volvió a gritar, y luego hizo un silencio y respiró más hondo, y todavía el olor estaba en el mar. Pero nadie respondió. Entonces se fue golpeando de casa en casa, inclusive en las casas de nadie, hasta que su alboroto se enredó con el de los perros y despertó a todo el mundo.

Muchos no lo sintieron. Pero otros, y en especial los viejos, bajaron a gozarlo en la playa. Era una fragancia compacta que no dejaba resquicio para ningún olor del pasado. Algunos, agotados de tanto sentir, regresaron a casa. La mayoría se quedó a terminar el sueño en la playa. Al amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.

Tobías durmió casi todo el día. Clotilde lo alcanzó en la siesta y pasaron la tarde retozando en la cama sin cerrar la puerta del patio. Hicieron primero como las lombrices, después como los conejos y por último como las tortugas, hasta que el mundo se puso triste y volvió a oscurecer. Todavía quedaban rastros de rosas en el aire. A veces llegaba hasta el cuarto una onda de música.

—Es donde Catarino —dijo Clotilde—. Debe haber venido alguien.

Habían venido tres hombres y una mujer. Catarino pensó que más tarde podían venir otros y trató de com­poner la ortofónica. Como no pudo, le pidió el favor a Pancho Aparecido, que hacía toda clase de cosas porque nunca tenía nada que hacer y además tenía una caja de herramientas y unas manos inteligentes.

La tienda de Catarino era una apartada casa de ma­dera frente al mar. Tenía un salón grande con asientos y mesitas, y varios cuartos al fondo. Mientras observaban el trabajo de Pancho Aparecido, los tres hombres y la mujer bebían en silencio sentados en el mostrador, y boste­zaban por turnos.

La ortofónica funcionó bien después de muchas pruebas. Al oír la música, remota pero definida, la gente dejó de conversar. Se miraron unos a otros y por un momento no tuvieron nada que decir, porque sólo enton­ces se dieron cuenta de cuánto habían envejecido desde la última vez en que oyeron música.

Tobías encontró a todo el mundo despierto después de las nueve. Estaban sentados a la puerta, escuchando los viejos discos de Catarino, en la misma actitud de fatalismo pueril con que se contempla un eclipse. Cada disco les recordaba a alguien que había muerto, el sabor que tenían los alimentos después de una larga enfermedad, o algo que debían hacer al día siguiente, muchos años antes, y que nunca hicieron por olvido.

La música se acabó hacia las once. Muchos se acos­taron, creyendo que iba a llover, porque había una nube oscura sobre el mar. Pero la nube bajó, estuvo flotando un rato en la superficie, y luego se hundió en el agua. Arriba sólo quedaron las estrellas. Poco después, la brisa del pueblo fue hasta el centro del mar y trajo de regreso una fragancia de rosas.

—Yo se lo dije, Jacob —exclamó don Máximo Gómez—. Aquí lo tenemos otra vez. Estoy seguro que ahora lo sentiremos todas las noches.

—Ni Dios lo quiera —dijo el viejo Jacob—. Este olor es la única cosa en la vida que me ha llegado demasiado tarde.

Habían jugado a las damas en la tienda vacía sin prestar atención a los discos. Sus recuerdos eran tan anti­guos, que no existían discos suficientemente viejos para removerlos.

—Yo, por mi parte, no creo mucho en nada de esto —di­jo don Máximo Gómez—. Después de tantos años comien­do tierra, con tantas mujeres deseando un patiecito donde sembrar sus flores, no es raro que uno termine por sentir estas cosas, y hasta por creer que son ciertas.

—Pero lo estamos sintiendo con nuestras propias na­rices —dijo el viejo Jacob.

—No importa —dijo don Máximo Gómez—. Durante la guerra, cuando ya la revolución estaba perdida, había­mos deseado tanto un general, que vimos aparecer al duque de Marlborough, en carne y hueso. Yo lo vi con mis propios ojos, Jacob.

Eran más de las doce. Cuando quedó solo, el viejo Jacob cerró la tienda y llevó la luz al dormitorio. A tra­vés de la ventana, recortada en la fosforescencia del mar, veía la roca desde donde botaban los muertos.

—Petra —llamó en voz baja.

Ella no pudo oírlo. En aquel momento navegaba casi a flor de agua en un mediodía radiante del Golfo de Ben­gala. Había levantado la cabeza para ver a través del agua, como en una vidriera iluminada, un trasatlántico enorme. Pero no podía ver a su esposo, que en ese instante empe­zaba a oír de nuevo la ortofónica de Catarino, al otro lado del mundo.

—Date cuenta —dijo el viejo Jacob—. Hace apenas seis meses te creyeron loca, y ahora ellos mismos hacen fiesta con el olor que te causó la muerte.

Apagó la luz y se metió en la cama. Lloró despacio, con el llantito sin gracia de los viejos, pero muy pronto se quedó dormido.

—Me largaría de este pueblo si pudiera —sollozó entre sueños—. Me iría al puro carajo si por lo menos tuviera veinte pesos juntos.

Desde aquella noche, y por varias semanas, el olor permaneció en el mar. Impregnó la madera de las casas, los alimentos y el agua de beber, y ya no hubo dónde estar sin sentirlo. Muchos se asustaron de encontrarlo en el vapor de su propia cagada. Los hombres y la mujer que vinieron en la tienda de Catarino se fueron un viernes, pero regresaron el sábado con un tumulto. El domingo vinieron más. Hormiguearon por todas partes, buscando qué comer y dónde dormir, hasta que no se pudo cami­nar por la calle.

Vinieron más. Las mujeres que se habían ido cuando se murió el pueblo, volvieron a la tienda de Catarino. Estaban más gordas y más pintadas, y trajeron discos de moda que no le recordaban nada a nadie. Vinieron algu­nos de los antiguos habitantes del pueblo. Habían ido a pudrirse de plata en otra parte, y regresaban hablando de su fortuna, pero con la misma ropa que se llevaron pues­ta. Vinieron músicas y tómbolas, mesas de lotería, adi­vinas y pistoleros y hombres con una culebra enrollada en el cuello que vendían el elixir de la vida eterna. Siguie­ron viniendo durante varias semanas, aún después que cayeron las primeras lluvias y el mar se volvió turbio y desapareció el olor.

Entre los últimos llegó un cura. Andaba por todas partes, comiendo pan mojado en un tazón de café con leche, y poco a poco iba prohibiendo todo lo que le había precedido: los juegos de lotería, la música nueva y el modo de bailarla, y hasta la reciente costumbre de dor­mir en la playa. Una tarde, en casa de Melchor, pronun­ció un sermón sobre el olor del mar.

—Den gracias al cielo, hijos míos —dijo—, porque éste es el olor de Dios.

Alguien lo interrumpió.

—Cómo puede saberlo, padre, si todavía no lo ha sen­tido.

—Las Sagradas Escrituras —dijo él— son explícitas respecto a este olor. Estamos en un pueblo elegido.

Tobías andaba como un sonámbulo, de un lado a otro, en medio de la fiesta. Llevó a Clotilde a conocer el dinero. Imaginaron que jugaban sumas enormes en la ru­leta, y luego hicieron las cuentas y se sintieron inmensamente ricos con la plata que hubieran podido ganar. Pero una noche, no sólo ellos, sino la muchedumbre que ocupaba el pueblo, vieron mucho más dinero junto del que hubiera podido caberles en la imaginación.

Esa fue la noche en que vino el señor Herbert. Apa­reció de pronto, puso una mesa en la mitad de la calle, y encima de la mesa dos grandes baúles llenos de billetes hasta los bordes. Había tanto dinero, que al principio nadie lo advirtió, porque no podían creer que fuera cier­to. Pero como el señor Herbert se puso a tocar una cam­panilla, la gente terminó por creerle, y se acercó a es­cuchar.

—Soy el hombre más rico de la Tierra —dijo—. Tengo tanto dinero que ya no encuentro dónde meterlo. Y como además tengo un corazón tan grande que ya no me cabe dentro del pecho, he tomado la determinación de recorrer el mundo resolviendo los problemas del género humano.

Era grande y colorado. Hablaba alto y sin pausas, y movía al mismo tiempo unas manos tibias y lánguidas que siempre parecían acabadas de afeitar. Habló durante un cuarto de hora, y descansó. Luego volvió a sacudir la campanilla y empezó a hablar de nuevo. A mitad del dis­curso, alguien agitó un sombrero entre la muchedumbre y lo interrumpió.

—Bueno, mister, no hable tanto y empiece a repartir la plata.

—Así no —replicó el señor Herbert—. Repartir el dinero, sin son ni ton, además de ser un método injusto, no tendría ningún sentido.

Localizó con la vista al que lo había interrumpido y le indicó que se acercara. La multitud le abrió paso.

—En cambio —prosiguió el señor Herbert—, este impaciente amigo nos va a permitir ahora que expli­quemos el más equitativo sistema de distribución de la riqueza. —Extendió una mano y lo ayudó a subir.

—¿Cómo te llamas?

—Patricio.

—Muy bien Patricio —dijo el señor Herbert—. Como todo el mundo, tú tienes desde hace tiempo un problema que no puedes resolver.

Patricio se quitó el sombrero y confirmó con la cabeza.

—¿Cuál es?

—Pues mi problema es ése —dijo Patricio—: que no tengo plata.

—¿Y cuánto necesitas?

—Cuarenta y ocho pesos.

El señor Herbert lanzó una exclamación de triunfo. «Cuarenta y ocho pesos», repitió. La multitud lo acom­pañó en un aplauso.

—Muy bien Patricio —prosiguió el señor Herbert—. Ahora dinos una cosa: ¿qué sabes hacer?

—Muchas cosas.

—Decídete por una —dijo el señor Herbert—. La que hagas mejor.

—Bueno —dijo Patricio—. Sé hacer como los pájaros.

Otra vez aplaudiendo, el señor Herbert se dirigió a la multitud.

—Entonces, señoras y señores, nuestro amigo Patri­cio, que imita extraordinariamente bien a los pájaros, va a imitar a cuarenta y ocho pájaros diferentes, y a resolver en esa forma el gran problema de su vida.

En medio del silencio asombrado de la multitud, Pa­tricio hizo entonces como los pájaros. A veces silbando, a veces con la garganta, hizo como todos los pájaros cono­cidos, y completó la cifra con otros que nadie logró iden­tificar. Al final, el señor Herbert pidió un aplauso y le entregó cuarenta y ocho pesos.

—Y ahora —dijo— vayan pasando uno por uno. Hasta mañana a esta misma hora estoy aquí para resolver pro­blemas.

El viejo Jacob estuvo enterado del revuelo por los comentarios de la gente que pasaba frente su casa. A cada nueva noticia el corazón se le iba poniendo gran­de, cada vez más grande, hasta que lo sintió reventar.

—¿Qué opina usted de este gringo? —preguntó.

Don Máximo Gómez se encogió de hombros.

—Debe ser un filántropo.

—Si yo supiera hacer algo —dijo el viejo Jacob— ahora podría resolver mi problemita. Es cosa de poca monta: veinte pesos.

—Usted juega muy bien a las damas —dijo don Má­ximo Gómez.

El viejo Jacob no pareció prestarle atención. Pero cuando quedó solo, envolvió el tablero y la caja de fichas en un periódico, y se fue a desafiar al señor Herbert. Esperó su turno hasta la media noche. Por último, el señor Herbert hizo cargar los baúles, y se despidió hasta la mañana siguiente.

No fue a acostarse. Apareció en la tienda de Catarino, con los hombres que llevaban los baúles, y hasta allá lo persiguió la multitud con sus problemas. Poco a poco los fue resolviendo, y resolvió tantos que por fin sólo quedaron en la tienda las mujeres y algunos hombres con sus problemas resueltos. Y al fondo del salón, una mujer solitaria que se abanicaba muy despacio con un cartón de propaganda.

—Y tú —le gritó el señor Herbert—, ¿cuál es tu pro­blema?

La mujer dejó de abanicarse.

—A mí no me meta en su fiesta, mister —gritó a tra­vés del salón–Yo no tengo problemas de ninguna clase, y soy puta porque me sale de los cojones.

El señor Herbert se encogió de hombros. Siguió be­biendo cerveza helada, junto a los baúles abiertos, en espe­ra de otros problemas. Sudaba. Poco después, una mujer se separó del grupo que la acompañaba en la mesa, y le habló en voz muy baja. Tenía un problema de quinientos pesos.

—¿A cómo estás? —le preguntó el señor Herbert.

—A cinco.

—Imagínate —dijo el señor Herbert—. Son cien hombres.

—No importa —dijo ella—. Si consigo toda esa plata junta, éstos serán los últimos cien hombres de mi vida.

La examinó. Era muy joven, de huesos frágiles, pero sus ojos expresaban una decisión simple.

—Está bien —dijo el señor Herbert—. Vete para el cuarto, que allá te los voy mandando, cada uno con sus cinco pesos.

Salió a la puerta de la calle y agitó la campanilla. A las siete de la mañana, Tobías encontró abierta la tienda de Catarino. Todo estaba apagado. Medio dormi­do, e hinchado de cerveza, el señor Herbert controlaba el ingreso de hombres al cuarto de la muchacha.

Tobías también entró. La muchacha lo conocía y se sorprendió de verlo en su cuarto.

—¿Tú también?

—Me dijeron que entrara —dijo Tobías—. Me dieron cinco pesos y me dijeron: no te demores.

Ella quitó de la cama la sábana empapada y le pidió a Tobías que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon el colchón, y el sudor salía del otro lado. Tobías hizo las cosas de cualquier modo. Antes de salir puso los cinco pesos en el montón de billetes que iba creciendo junto a la cama.

—Manda toda la gente que puedas —le recomendó el señor Herbert—, a ver si salimos de esto antes del me­diodía.

La muchacha entreabrió la puerta y pidió una cer­veza helada. Había varios hombres esperando.

—¿Cuántos faltan? —preguntó.

—Sesenta y tres —contestó el señor Herbert.

El viejo Jacob pasó todo el día persiguiéndolo con el tablero. Al anochecer alcanzó su turno, planteó su pro­blema, y el señor Herbert aceptó. Pusieron dos sillas y la mesita sobre la mesa grande, en plena calle, y el viejo Jacob abrió la partida. Fue la última jugada que logró premeditar. Perdió.

—Cuarenta pesos —dijo el señor Herbert—, y le doy dos fichas de ventaja.

Volvió a ganar. Sus manos apenas tocaban las fichas. Jugó vendado, adivinando la posición del adversario, y siempre ganó. La multitud se cansó de verlos. Cuando el viejo Jacob decidió rendirse, estaba debiendo cinco mil setecientos cuarenta y dos pesos con veintitrés cen­tavos.

No se alteró. Apuntó la cifra en un papel que se guardó en el bolsillo. Luego dobló el tablero, metió las fichas en la caja, y envolvió todo en el periódico.

—Haga de mí lo que quiera —dijo—, pero déjeme estas cosas. Le prometo que pasaré jugando el resto de mi vida hasta reunirle esta plata.

El señor Herbert miró el reloj.

—Lo siento en el alma —dijo—. El plazo vence dentro de veinte minutos. —Esperó hasta convencerse del hecho que el adversario no encontraría la solución—. ¿No tiene nada más?

—El honor.

—Quiero decir —explicó el señor Herbert— algo que cambie de color cuando se le pase por encima una brocha sucia de pintura.

—La casa —dijo el viejo Jacob como si descifrara una adivinanza—. No vale nada, pero es una casa.

Fue así como el señor Herbert se quedó con la casa del viejo Jacob. Se quedó, además, con las casas y propie­dades de otros que tampoco pudieron cumplir, pero ordenó una semana de músicas, cohetes y maromeros y él mismo dirigió la fiesta.

Fue una semana memorable. El señor Herbert habló del maravilloso destino del pueblo, y hasta dibujó la ciudad del futuro, con inmensos edificios de vidrio y pistas de baile en las azoteas. La mostró a la multitud. Miraron asombrados, tratando de encontrarse en los tran­seúntes de colores pintados por el señor Herbert, pero estaban tan bien vestidos que no lograron reconocerse. Les dolió el corazón de tanto usarlo. Se rieron de las ganas de llorar que sentían en octubre, y vivieron en las nebulosas de la esperanza, hasta que el señor Herbert sacudió la campanilla y proclamó el término de la fiesta. Sólo entonces descansó.

—Se va a morir con esa vida que lleva —dijo el viejo Jacob.

—Tengo tanto dinero —dijo el señor Herbert— que no hay ninguna razón para que me muera.

Se derrumbó en la cama. Durmió días y días, roncan­do como un león, y pasaron tantos días que la gente se cansó de esperarlo. Tuvieron que desenterrar cangrejos para comer. Los nuevos discos de Catarino se volvieron tan viejos, que ya nadie pudo escucharlos sin lágrimas, y hubo que cerrar la tienda.

Mucho tiempo después que el señor Herbert empe­zó a dormir, el padre llamó a la puerta del viejo Jacob. La casa estaba cerrada por dentro. A medida que la respira­ción del dormido había ido gastando el aire, las cosas ha­bían ido perdiendo su peso, y algunas empezaban a flotar.

—Quiero hablar con él —dijo el padre.

—Hay que esperar —dijo el viejo Jacob.

—No dispongo de mucho tiempo.

—Siéntese, padre, y espere —insistió el viejo Jacob—. Y mientras tanto, hágame el favor de hablar conmigo. Hace mucho que no sé nada del mundo.

—La gente está en desbandada —dijo el padre—. Den­tro de poco, el pueblo será el mismo de antes. Eso es lo único nuevo.

—Volverán —dijo el viejo Jacob— cuando el mar vuel­va a oler a rosas.

—Pero mientras tanto, hay que sostener con algo la ilusión de los que se quedan —dijo el padre—. Es urgente empezar la construcción del templo.

—Por eso ha venido a buscar a Mr. Herbert —dijo el viejo Jacob.

—Eso es —dijo el padre—. Los gringos son muy cari­tativos.

—Entonces, espere, padre —dijo el viejo Jacob—. Pue­de que despierte.

Jugaron a las damas. Fue una partida larga y difícil, de muchos días, pero el señor Herbert no despertó.

El padre se dejó confundir por la desesperación. An­duvo por todas partes, con un platillo de cobre, pidiendo limosnas para construir el templo, pero fue muy poco lo que consiguió. De tanto suplicar se fue haciendo cada vez más diáfano, sus huesos empezaron a llenarse de ruidos, y un domingo se elevó a dos cuartas sobre el nivel del suelo, pero nadie lo supo. Entonces puso la ropa en una maleta, y en otra el dinero recogido y se despidió para siempre.

—No volverá el olor —dijo a quienes trataron de di­suadirlo—. Hay que afrontar la evidencia del hecho que el pue­blo ha caído en pecado mortal.

Cuando el señor Herbert despertó, el pueblo era el mismo de antes. La lluvia había fermentado la basura que dejó la muchedumbre en las calles, y el suelo era otra vez árido y duro como un ladrillo.

—He dormido mucho —bostezó el señor Herbert.

—Siglos —dijo el viejo Jacob.

—Estoy muerto de hambre.

—Todo el mundo está así —dijo el viejo Jacob—. No tiene otro remedio que ir a la playa a desenterrar can­grejos.

Tobías lo encontró escarbando en la arena, con la boca llena de espuma, y se asombró porque los ricos con hambre se parecieran tanto a los pobres. El señor Herbert no encontró suficientes cangrejos. Al atardecer, invitó a Tobías a buscar algo que comer en el fondo del mar.

—Oiga —lo previno Tobías—. Sólo los muertos saben lo que hay allá adentro.

—También lo saben los científicos —dijo el señor Herbert—. Más abajo del mar de los naufragios hay tor­tugas de carne exquisita. Desvístase y vámonos.

Fueron. Nadaron primero en línea recta, y luego hacia abajo, muy hondo, hasta donde se acabó la luz del sol, y luego la del mar, y las cosas eran sólo visibles por su propia luz. Pasaron frente a un pueblo sumergido, con hombres y mujeres de a caballo, que giraban en torno al quiosco de la música. Era un día espléndido y había flores de colores vivos en las terrazas.

—Se hundió un domingo, como a las once de la ma­ñana —dijo el señor Herbert—. Debió ser un cataclismo.

Tobías se desvió hacia el pueblo, pero el señor Her­bert le hizo señas de seguirlo hasta el fondo.

—Allí hay rosas —dijo Tobías—. Quiero que Clotilde las conozca.

—Otro día vuelves con calma —dijo el señor Her­bert—. Ahora estoy muerto de hambre.

Descendía como un pulpo, con brazadas largas y sigilosas. Tobías, que hacía esfuerzos por no perderlo de vista, pensó que aquel debía ser el modo de nadar de los ricos. Poco a poco fueron dejando el mar de las catástrofes comunes, y entraron en el mar de los muertos.

Había tantos, que Tobías no creyó haber visto nunca tanta gente en el mundo. Flotaban inmóviles, bocarriba, a diferentes niveles, y todos tenían la expresión de los seres olvidados.

—Son muertos muy antiguos —dijo el señor Her­bert—. Han necesitado siglos para alcanzar este estado de reposo.

Más abajo, en aguas de muertos recientes, el señor Herbert se detuvo. Tobías lo alcanzó en el instante en que pasaba frente a ellos una mujer muy joven. Flotaba de costado, con los ojos abiertos, perseguida por una corriente de flores.

El señor Herbert se puso el índice en la boca y per­maneció así hasta que pasaron las últimas flores.

—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida —dijo.

—Es la esposa del viejo Jacob —dijo Tobías—. Está como cincuenta años más joven, pero es ella. Seguro.

—Ha viajado mucho —dijo el señor Herbert—. Lleva detrás la flora de todos los mares del mundo.

Llegaron al fondo. El señor Herbert dio varias vueltas sobre un suelo que parecía de pizarra labrada. Tobías lo siguió. Sólo cuando se acostumbró a la penumbra de la profundidad, descubrió que allí estaban las tortugas. Había millares, aplanadas en el fondo, y tan inmóviles que parecían petrificadas.

—Están vivas —dijo el señor Herbert—, pero duermen desde hace millones de años.

Volteó una. Con un impulso suave la empujó hacia arriba, y el animal dormido se le escapó de las manos y siguió subiendo a la deriva. Tobías la dejó pasar. Enton­ces miró hacia la superficie y vio todo el mar al revés.

—Parece un sueño —dijo.

—Por tu propio bien —le dijo el señor Herbert— no se lo cuentes a nadie. Imagínate el desorden que habría en el mundo si la gente se enterara de estas cosas.

Era casi media noche cuando volvieron al pueblo. Despertaron a Clotilde para que calentara el agua. El señor Herbert degolló la tortuga, pero entre los tres tu­vieron que perseguir y matar otra vez el corazón, que salió dando saltos por el patio cuando la descuartizaron. Comieron hasta no poder respirar.

—Bueno, Tobías —dijo entonces el señor Herbert—, hay que afrontar la realidad.

—Por supuesto.

—Y la realidad —prosiguió el señor Herbert— es que ese olor no volverá nunca.

—Volverá.

—No volverá —intervino Clotilde—, entre otras cosas porque no ha venido nunca. Fuiste tú el que embulló a todo el mundo.

—Tú misma lo sentiste —dijo Tobías.

—Aquella noche estaba medio atarantada —dijo Clo­tilde—. Pero ahora no estoy segura de nada que tenga que ver con este mar.

—De modo que me voy —dijo el señor Herbert. Y agregó, dirigiéndose a ambos—: También ustedes de­berían irse. Hay muchas cosas que hacer en el mundo para que se queden pasando hambre en este pueblo.

Se fue. Tobías permaneció en el patio, contando las estrellas hasta el horizonte, y descubrió que había tres más desde el diciembre anterior. Clotilde lo llamó al cuarto, pero él no le puso atención.

—Ven para acá, bruto —insistió Clotilde—. Hace siglos que no hacemos como los conejitos.

Tobías esperó un largo rato. Cuando por fin entró, ella había vuelto a dormirse. La despertó a medias, pero estaba tan cansado, que ambos confundieron las cosas y en últimas sólo pudieron hacer como las lombrices.

—Estás embobado —dijo Clotilde de mal humor—. Trata de pensar en otra cosa.

—Estoy pensando en otra cosa.

Ella quiso saber qué era, y él decidió contarle a con­dición que no lo repitiera. Clotilde lo prometió.

—En el fondo del mar —dijo Tobías— hay un pueblo de casitas blancas con millones de flores en las terrazas.

Clotilde se llevó las manos a la cabeza.

—Ay, Tobías —exclamó—. Ay Tobías, por el amor de Dios, no vayas a empezar ahora otra vez con estas cosas.

Tobías no volvió a hablar. Se rodó hasta la orilla de la cama y trató de dormir. No pudo hacerlo hasta el amanecer, cuando cambió la brisa y lo dejaron tranquilo los cangrejos.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2014). [Aviso legal]