Anotación recuperada de un cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta:
Estoy en el aire, a pocas horas de aterrizar en La Habana. Llevamos muchas horas de vuelo y no se ha hecho de noche. Parece que nunca vaya a hacerse de noche. Son aproximadamente las 22:00 –hora española– y a través de la ventanilla brilla un sol blanco.
Tenía previsto escribir muchas cosas durante el vuelo. Un artículo sobre la crítica literaria de Alfonso Reyes, una reseña de la novela de Carlos Fonseca, otra de Punto de fuga, de David Markson. Por ahora no he escrito mucho y he dormido aún menos. Iba a escribir que hasta el momento no hemos sufrido turbulencias y que el avión vuela suave, pero justo acaban de llegar: pequeñas sacudidas que solo complican mi ya difícil incursión aérea en la escritura.
Una vez en tierra recupero el sueño que le debía al vuelo. Al día siguiente, en una calle cualquiera y ruinosa de La Habana Vieja, dos niños de seis o siete años me llaman con saludos desde la ventana de su escuela. Con europeo reparo, al principio dudo si acercarme, pero me acerco. Les devuelvo el saludo y pregunto qué hacen. Son una niña y un niño, ambos mulatos y vestidos con el pulcro uniforme granate y blanco de la escuela primaria. «Jugamos a pelota», me dicen. Con europeo reparo, yo pregunto quién de los dos es el mejor jugando al béisbol, y casi al unísono, reduciéndome al más profundo ridículo, los dos responden que son igual de buenos. Por un momento pienso que es una respuesta aprendida de memoria, copiada mil veces, cantada como un himno, pero la expresión serena de sus caras parece verdadera. No concibo un mundo en el que esa respuesta –inexistente en otras latitudes– no me sorprenda.
Amelia, que viaja conmigo, habla con otra niña asomada a la ventana contigua, al pie de la calle, y la niña le pregunta de dónde venimos. «Somos españoles, venimos de España», le contesta Amelia con un cariño infinito, y la niña de su ventana se junta por unos segundos con las de la mía para murmurar: «qué bien se le entiende». Escucho esa frase y el océano Atlántico se abre y se expande hasta límites insospechados. Entonces nos piden un chavito o un candy, (pronunciado kendi, como un auténtico muchacho del Bronx). Les digo que no tengo y claramente no me creen. Es verdad que no tengo caramelos. Dinero sí llevo, pero algo que debe parecerse mucho a mi reparo europeo me impide darle una sucia moneda a unos niños tan oscuros y luminosos, a través de la ventana de su escuela.
Al rato me siento a tomar un café y quiero escribir sobre esas niñas. Sobre sus uniformes, sobre sus peinados perfectos, sobre los grandes ventanales de la escuela que dan a una calle de tierra, sobre las decisiones que tomamos, sobre la moneda y el caramelo, sobre su sorpresa al (creer) entender nuestro lenguaje. Saco un cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta, y noto de pronto unas pequeñas sacudidas que crecen de forma gradual. Por un momento pienso en un temblor de tierra, pero enseguida me relajo. Sin duda, son turbulencias. Dejo el bolígrafo a un lado. Aunque el café no se mueve, Amelia parece sentirlas también: las turbulencias, el miedo, la tristeza, el egoísmo.
Mi incursión en la escritura de nuevo se complica. El sol es el mismo de ayer por la noche.
Imagen: Cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta.