20. La tumba de Eduardo Lago

Café Con/suelo
 El hombre es un animal noble, espléndido en las cenizas y pomposo en la tumba.
Thomas Browne

 

El otro día, Enrique Vila-Matas me envió una foto que acababa de enviarle Eduardo Lago, quien, por cierto, acaba de publicar el libro sobre literatura norteamericana Walt Whitman ya no vive aquí (Sexto Piso). La foto está tomada desde un tren en marcha y en ella se ve un muro de piedra con altos árboles a un lado y al otro. El muro luce viejas pintadas de color plata, y a lo lejos asoma una cruz celta iluminada por el sol: la tumba de Melville, me dijo Vila-Matas. Enterrado junto a su mujer Elizabeth, el escritor Herman Melville reposa en el cementerio de Woodlawn, uno de los lugares menos conocidos de Nueva York, cerca de los restos de Miles Davis o Celia Cruz, y donde se dio sepultura de forma simbólica a los desaparecidos en el naufragio del Titanic.

Vila-Matas me dijo esto el día en que yo acababa de leer su artículo sobre la tumba de W. G. Sebald en el graveyard de St. Andrew —en Framingham Earl, un pequeño pueblo al sur de Norwich, Inglaterra—, de la que precisamente habla Teju Cole en su último libro de ensayos: Cosas conocidas y extrañas (Acantilado). En cuestión de horas me vi rodeado de tumbas, sin saber que pronto sería el Día de Todos los Santos y después el Día de Muertos, que dicen nuestros hermanos de México. Para no desaprovechar la ocasión, me puse a ojear unas cuantas fotografías que tomé hace algún tiempo de las tumbas de Oscar Wilde, Julio Cortázar, Tristan Tzara, César Vallejo, Guillaume Apollinaire, Jim Morrison, Jean-Paul Sartre o Edith Piaf. Todos ellas en París. Cuántas tumbas, pensé, cuántos muertos. O cuántos nombres. Y recordé la tumba de Carlo Collodi, el autor de Pinocho, que está enterrado en el cementerio de Florencia, a vista de pájaro sobre el río Arno y sobre los muros ocres de una de las ciudades más hermosas del mundo.

La tumba de Collodi la visité varias veces el año que viví en Florencia. Al lado de las tumbas de Vallejo o de Susan Sontag, qué poco trágica me parecía ahora la sepultura de un escritor como Collodi, con ese apellido tan musical y esos personajes tan entrañables. En 1977 Giorgio Manganelli escribió Pinocchio, un libro parallelo y se murió trece años más tarde. Está enterrado en el cementerio de Prima Porta —que no la última— a las afueras de Roma. Es curioso tratar de visitar su tumba porque en el registro no figura su nombre. La tumba de Manganelli es inexistente, como corresponde. Al parecer, su mujer compró la tumba a título propio cuando el escritor murió, eliminando del mundo de los vivos y de los muertos un apellido tan musical y juguetón —al menos— como el de Collodi. La tumba está a nombre de Ebe Flamini y por su culpa en este texto hay un nombre más.

Al caer en la cuenta de lo difícil que puede resultarle a alguien visitar la tumba de Manganelli en ese recóndito cementerio romano, volví a pensar que nunca he visitado la tumba de Borges en Ginebra. He recorrido buena parte de Suiza sin entrar nunca en Ginebra, como si de forma inconsciente hubiera querido guardarle al poeta la distancia y el respeto que pidió a la prensa y a sus lectores en su última carta, enviada a Le Monde desde su lecho de muerte. Pensé en la tumba de Borges y luego busqué en internet la de Maurice Blanchot, que seguramente no tuvo necesidad de pedir esa discreción a ningún periódico sensacionalista y que yace, casi tan discretamente olvidado como Manganelli, en el cementerio de Mesnil-Saint-Denis, en el departamento francés de Yvelines. Encontré muy poco sobre la sepultura de Blanchot, más allá de una lápida de mármol demasiado normal y demasiado pulido, y una inscripción dorada con su nombre y el de su esposa Anne. Es igual de sobria pero menos triste (un parterre floreado y una sencilla lápida curva) la tumba de Joseph Brodsky en el cementerio veneciano de San Michele, donde imagino que a Valeria Luiselli (Papeles falsos) no le habrá costado tanto trabajo encontrarla como si hubiese sido la de Manganelli.

Cuántos nombres y cuánta indiferencia, a veces, al pronunciarlos. Contra esa indiferencia escribí en el buscador de Google: ‘Tumba de Herman Melville’. Enseguida aparecieron varias imágenes de la tumba del autor de Moby Dick. En ninguna de ellas se veía una cruz celta como la de la foto de Eduardo Lago. Luego supe que Vila-Matas también cayó en la cuenta de este equívoco después de enviarme la foto, pero que no le pareció importante corregir el enredo (a mí tampoco). Si me pongo esotérico pienso que nos dimos cuenta al mismo tiempo, él en su casa y yo en la mía. Si yo no hubiera creído que en aquella imagen movida se veía la tumba de Melville, una sepultura tan profundamente literaria, congelada en el tiempo y en el espacio desde la fugacidad de un tren, a manos —encima— de un escritor como Lago, ¿habría yo emprendido este periplo de tumbas y muertos? Demasiadas tumbas, demasiados muertos. Sobre todo: demasiados nombres. Pero ¿acaso son otra cosa que nombres, los muertos? Esa pregunta pienso dejarla sin responder. Sin embargo, hay otra pregunta que me inquieta aún más. Si en la tumba de Herman Melville no había ninguna cruz celta, como sí la había en la foto que me había enviado Enrique Vila-Matas, ¿quién está enterrado en la tumba de Eduardo Lago?

 

 

Imagen: tumba de Elizabeth Saw Melville y Herman Melville, Woodlawn, Nueva York