Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo, Marta Sanz

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Por María Ayete Gil

 

«Estas páginas nacen del desconcierto que provoca la saturación informativa. Estoy expuesta a tantas fuentes que ya no sé casi nada. Estas páginas son el resultado de leer unos pocos periódicos —muy pocos— durante los meses de febrero y marzo de 2018». Con estas explicativas palabras arranca Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo (Anagrama, 2018), el último ensayo publicado por Marta Sanz.

Independientemente del género que aborde, si por algo se caracteriza la escritura de Marta Sanz —y quien haya leído sus obras sabrá de lo que hablo— es por esa desvergonzada capacidad tan suya de ir abriéndose en canal palabra tras palabra. Su estilo (directo, honesto, lúcido) demanda del lector una actitud consciente y activa, atributos necesarios para perforar la literalidad e iniciar el forzoso ejercicio de encarar la realidad desde otro lado.

Tres recientes acontecimientos hacen encender la mecha del discurso de Sanz en un texto cuya base es el pormenorizado examen del concepto de feminismo en la actualidad: la huelga del pasado 8 de marzo, el movimiento #MeToo y la carta de las intelectuales francesas publicada en Le Monde el 17 de enero de 2018. Y tres son las partes en las que se divide su reflexión. En la primera, de menor extensión que las demás, su experiencia en la huelga y posterior manifestación de ese 8 de marzo la conducen a centrar su atención en la realidad. Como ligazón entre sus pensamientos, un alegato: «lo personal es político», porque la clavícula nos duele a todas (¡y a todos!), y de lo que se trata es de ver cómo lo socio-cultural termina tornándosenos patología. El segundo capítulo constituye la pieza central del ensayo, pero no por ser el más largo, que lo es, sino porque en él Sanz inspira, espira, duda, plasmando sin reparos ni vueltas de hoja las incomodidades, pero también los titubeos, que le suscitan ciertas cuestiones relacionadas con el feminismo (el lenguaje, la solidaridad, el marketing, la consideración de víctima, el concepto de poder, lo social, la justicia…). Pero Sanz no se deja cegar por esas inseguridades, vueltas algunas de ellas tal vez contradicciones, sino que, lejos de perder tiempo y páginas intentando resolverlas, insta a aprender a reconocerlas y a cohabitar con ellas; a que su existencia no anule nuestra capacidad de reacción y reivindicación. Quien esté libre de dudas que tire la primera piedra… ¡Sigamos! El libro se cierra, finalmente, con el apartado tercero, en el que la autora hace una suerte de recapitulación de lo anterior para reflexionar sobre cómo se nos dispone a leer de otra manera los productos y las construcciones sociales. Las canciones, las películas, los textos literarios; en definitiva, el arte, que tiene la peculiar capacidad de expresar a través de la metáfora y de mundos de ficción, no puede estar sujeto a una interpretación construida desde la literalidad. Es necesario aprender y, por ello, enseñar (ay, la educación) no solo a crear una conciencia crítica —herramienta indispensable mediante la que ser capaz de ir más allá—, sino también a mantenerla a pesar de los pesares.

Como ya le ocurriera a No tan incendiario (Periférica, 2014), a Monstruas y centauras lo traspasan multitud de lecturas de naturaleza distinta (novelas, poemas, ensayos, películas, artículos periodísticos) que no vienen sino a ensanchar, cuando no a reforzar, tanto los puntos nodales de su discurso como los argumentos esgrimidos por Sanz. Sin intención de restarle importancia a ninguno de los muchos asuntos que en su relación con el feminismo están en el punto de mira de este ensayo, no quisiera terminar el comentario sin hacer referencia a uno de los aspectos de mayor calado: la cuestión del lenguaje. Ni es baladí, en este sentido, el subtítulo del texto, ni lo es la clave para su consecución, que pasa por la resignificación de las palabras, sobre todo de conceptos como poder o democracia. El lenguaje absorbe cual esponja la ideología dominante, pero su permeabilidad puede usarse de manera reversible mediante un juego que lo penetre con otras maneras de entender la realidad. Si tanto revuelo causan portavoza, miembra y adefesia no es por la patada al diccionario que suponen (golpes más fuertes, recurrentes y dolorosos se han visto y menos aspavientos han provocado), sino por hacer peligrar una posición. Mejor que nadie lo apunta Sanz:

 

Sería metafóricamente reprobable patear el lenguaje —nuestro patrimonio— si el pateo fuese fruto de la falta de atención o el desinterés. Pero cuando el lenguaje se vulnera aposta, buscando sus puntos neurálgicos más expresivos, los que denotan un estado de la cuestión larvado en la desigualdad, entonces el gesto tiene valor. Trascendencia. Pica.

 

Soy consciente de todo lo que me dejo en el tintero, cuyo descubrimiento cedo a quien tenga la curiosidad y el placer de acercarse al volumen. Termino, eso sí, con un atrevimiento. Y es que el lector es libre de discrepar —o de no hacerlo— con la visión de Sanz, cuya postura, por otro lado, es clara: feminismo progresista y de izquierdas, vinculado a otras desigualdades no menos urgentes. Pero, en cualquier caso, me cuesta concebir una lectura de Monstruas y centauras que deje indiferente. Que sea para bien o para mal es otra cuestión. Asumamos, al menos, que las cosas no tienen por qué ser admitidas con absoluta naturalidad. Seamos, en suma, monstruas y centauras.

 

Fotografía de la autora: Editorial Anagrama

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