El dolor de los demás, Miguel Ángel Hernández

El dolor de los demás

 

Por Mario Aznar

 

ADVERTENCIA: El dolor de los demás no va sobre un chaval que asesina a su hermana y luego se suicida saltando por un barranco en los alrededores de la huerta murciana: hay libros que merecen ser leídos desde lo que no son.

Dicho esto, están los tuits, las etiquetas de champú y las fichas de FilmAffinity; luego ya, si queda algún tonto en la sala, las lecturas sosegadas y atentas del libro. Esto, pero con menos soberbia, es lo que busca ser mi reseña de El dolor de los demás, la última novela de Miguel Ángel Hernández. Cuando escribo estas palabras todos los medios de comunicación del país ya se han hecho eco de la publicación de la novela, que va por su tercera reimpresión en menos de seis meses. Salvo buenas, bastantes y muy merecidas excepciones, esta novela ha generado mucho de eso: eco. Pero como escribió Borges en el prólogo a su Poesía completa: «esto acaso no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad».

Todo el mundo sabe ya cuál es la premisa de esta novela, entre otras cosas porque se cuenta en el extenso texto de contraportada al que nos tiene acostumbrados Anagrama:

 

En la Nochebuena de 1995, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco. Ocurrió en un pequeño caserío de la huerta de Murcia. […] Veinte años después, cuando las heridas parecen haber dejado de sangrar y el duelo se ha consumado, el escritor decide regresar a la huerta y, metiéndose en la piel de un detective, intenta reconstruir aquella noche trágica que marcó el fin de su adolescencia.

 

Como si fuera un mantra, sabemos de memoria y repetimos que la novela está inspirada en unos hechos reales con fecha, lugar y nombres propios. Unos hechos más o menos insólitos que despiertan la curiosidad y el morbo de cualquiera, pero que, dicho sea de paso, ocurren a todas horas en cualquier esquina del globo; en rascacielos, patatales, colinas, avenidas y plantaciones de arroz. De hecho, los telediarios nos surten con demasiada frecuencia de casos como el del Nicolás y la Rosi (el pueblo de Santomera guarda un condescendiente silencio al respecto).

No sé si hay un mérito personal —debate en el que no entraré— en el hecho de enfrentar de forma explícita un suceso traumático a sabiendas de que puedes incluso herirte a ti mismo. Si ese mérito personal existe —no lo descarto—, en ningún caso puede ser la vara que utilicemos para medir una obra literaria. Que Knausgård ridiculice a su vecino puede hacer que lo veamos como a una persona valiente o sin escrúpulos, pero nunca como a un escritor pésimo o extraordinario. El tiempo hará que olvidemos al vecino y quién sabe si también a Knausgård. En este caso, el mérito de Miguel Ángel Hernández reside en haber escrito una gran novela a partir de un suceso banal: no hay un monstruo ni una gran mente criminal detrás de esta historia, sino un joven normal, un vecino, un compañero de juegos, un amigo.

Tenemos un crimen del que lo sabemos todo menos el porqué, tenemos la relación personal del autor con los protagonistas del suceso, tenemos un escenario peculiar o al menos infrecuente en la literatura actual, y tenemos, además, algún que otro daño colateral. Sin embargo, persiste la sensación de que la novela queda todavía al otro lado. Se dice que hay más de cien arañas por metro cuadrado. Aunque no voy a jugármela con estadísticas criminales, exagerando un poco es fácil pensar que cualquiera ha compartido ascensor con un asesino. Entonces, si nada de esto es tan original, ¿qué pasa con El dolor de los demás? ¿Por qué es una de las mejores novelas del año?

Primero hay que separar el marketing de la literatura. Las etiquetas sirven para vender libros, ir a festivales, redactar fajas y dar conferencias, pero no para comprenderlos ni para establecer una relación profunda con el texto. Quien se acerque a El dolor de los demás queriendo indagar en la vida del escritor, conocer los detalles del crimen de Los Ramos o sumergirse en una vertiginosa investigación detectivesca estará solo a las puertas de lo que la novela ofrece. Miguel Ángel Hernández sacrifica las intrigas y el estilismo de su prosa en favor de una estructura compleja y perfecta, haciendo que su novela comparta con el género ensayístico la forma de proceder, no de forma lineal y progresiva, sino por acumulación en torno a una idea central: la experimentación —que solo puede ser presente— de un pasado doloroso.

En el libro se intercalan, por un lado, la narración en primera persona del proceso de proyección, investigación y elaboración de una novela sobre un crimen sucedido hace años, y, por otro, breves narraciones en segunda persona que registran fragmentos de lo ocurrido en 1995. El gran acierto de la segunda persona, tan inusual, es que su forma directa de interpelar al lector lo convierte en protagonista. Este mecanismo de inmersión es el responsable del suspense que la novela genera, pues como lectores sentimos y descubrimos lo mismo y al mismo tiempo que el joven «amigo íntimo del homicida», desde cuya mirada nos acercamos a los hechos. El resto tiene menos que ver con un caso de asesinato que con la representación literaria de una elevada conciencia del dolor y de la pérdida, no tanto de una figura física como de un espacio, un tiempo y una identidad. El narrador emprende una recuperación del pasado que lo disuelve definitivamente; trae ese pasado al presente y por eso mismo lo hace desaparecer como pasado. En su lugar queda un vacío, un hueco, que es de algún modo la novela.

En la fotografía de la portada hay una silueta de color amarillo, una elipsis visual, que cobra protagonismo en la cubierta precisamente por estar desaparecida, por representar una ausencia. Más allá de las referencias históricas del documento, esa silueta es metafóricamente la novela, el narrador y Nicolás. Toda la trama está tejida a partir de y en torno a la decisión más o menos voluntaria de olvidar, de omitir, de dejar pasar, que el personaje del narrador toma en su juventud respecto del crimen de su amigo Nicolás. Pero ¿es el chico tímido y sobrecogido que entrevistan en RTVE la misma persona que veinte años después analiza y piensa aquellas imágenes de archivo?  Al mismo tiempo, el propio Nicolás —motor de la historia— no es en ningún momento una verdadera presencia. Está ahí, se le nombra y se le describe como a una silueta amarilla que fuera protagonista por no ser, o mejor dicho, por no ser el mismo y, a pesar de todo, seguir siéndolo.

«Porque él nunca ha sido una voz. Nunca nada que saliese al exterior. Solo un cuerpo escurridizo. Un cuerpo que corre y jamás logras atrapar». Es interesante esa imagen del cuerpo voluble. El cuerpo, que a priori es la representación principal de la presencia, en la novela simboliza todo lo contrario, pues en su autonomía no logra echar raíces ni conectar con lo que está fuera de él. De ese modo la figura de Nicolás se desplaza constantemente entre las facetas del amigo y del asesino, del hijo y del vecino, del primo y del violador, del hermano y del monstruo, sin detenerse en ninguna de ellas y sin permitir —lo que es más complejo y meritorio— que el lector haga lo propio decidiéndose al final por una imagen nítida, bien enfocada, determinante, de Nicolás.

Que el autor haya dejado a un lado las referencias recurrentes y explícitas a filósofos, teóricos y escritores contemporáneos no significa que no exista en esta novela un potente sustrato intelectual (ahí están los ojos sebaldianos de Alfredo Jaar), que sin duda le aportan solidez y le ayudan a interpretar una vivencia casi como una instalación artística. Pero que haya voluntad de interpretar, ¿significa que hay un sentido? «La respuesta es la desgracia de la pregunta», que escribió Blanchot. Sin duda el autor de El dolor de los demás hace honor a estas palabras en la ejecución extraordinaria de un final difícil como el de todas las historias sin final. Es un desenlace que tiene a Beckett como héroe moral y al naufragio como símbolo de la épica del fracaso, dejando apenas esbozada la línea del horizonte de una brillante reflexión sobre las posibilidades de la escritura para cerrar o para abrir heridas. La novela se desarrolla en armonía con la idea de que la respuesta y la resolución son algo que solo puede darse en diferido, y quizá esté bien que así sea por el solo hecho de que hay respuestas que nunca seremos capaces de aceptar.

Este libro, tal y como lo plantea el propio narrador, responde a la voluntad de no apartar la mirada frente a aquello que nos perturba. Pero decidir mirar al sol no significa ver el sol, sino solamente —y no es poco— decidir mirarlo. Con esta metáfora un poco torpe me gustaría resumir el verdadero hallazgo que hay detrás de la novela, y que —pienso ahora— quizá sea la causa de que haya llegado a tantos lectores. La novela no se agota en su final ni tampoco en la historia de un tipo que mata a su hermana y se quita la vida. Si este libro sigue interesando dentro de muchos años no será por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta; por la sensibilidad de su mirada y por la destreza en el manejo de un recurso limitado, como es el lenguaje, para abordar algo tan vasto y abismal como son nuestras emociones y la forma que tenemos de relacionarnos con ellas.

Como en sus dos novelas anteriores —muy diferentes en casi todo lo demás—, Miguel Ángel Hernández conquista al lector con un lenguaje próximo y un tono confesional que nos hacen bajar la guardia y sentirlo muy cerca, pero cuando pensamos que el narrador es alguien como nosotros, casi un amigo que va a contárnoslo todo, se levanta y reclama su derecho de rebelión (recuerdo esa imagen potentísima de la subversión y la irreverencia que es comerse el arroz con cuchara). Es entonces cuando la imagen se nubla, cobra una textura arenosa como la de una película de vídeo de mala calidad, las figuras se difuminan, lo que leemos nos conmueve porque nos tocan más los efectos corrosivos del tiempo y la ternura del tratamiento que la experiencia verdadera de un crimen violento, nuestro juicio tiembla tanto que no se deja atrapar por la lente —amigo, hijo, primo, vecino, hermano, asesino— y lo que vemos en un segundo plano, pero con un protagonismo aplastante, es una silueta amarilla: el hueco que deja, una vez leída, esta gran novela.

 

 

PS: Autoficción (vaya, no he podido resistirme).

 

Fotografía del autor: Martínez Bueso

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