Por María Ayete Gil
La editorial Libros del Asteroide ha recuperado este año uno de los más importantes textos de Eduardo Blanco Amor (Orense, 1897 – Vigo, 1979), La catedral y el niño, un Bildungsroman en toda regla considerado por sus editores «seguramente una de las mejores novelas escritas en castellano en todo el siglo XX». Con prólogo del escritor Andrés Trapiello, la reedición de este volumen permite una nueva aproximación a un texto que, aunque escrito en 1948 en la ciudad de Buenos Aires, no vio la luz en nuestro país hasta 1976, tres años antes de la muerte de su autor. Los motivos reales que responden a tal distancia entre escritura y publicación los desconozco, aunque comparto las conjeturas de aquellos para quienes el fuerte anticlericalismo de sus páginas sería la razón fundamental, dadas las circunstancias concretas del período al que me estoy refiriendo.
Antes de nada convendría dar dos pinceladas sobre su vida y su obra, para quienes aún no conozcan a esta figura a pesar de ser, para muchos, una de las más destacadas de la literatura española del XX. La primera pincelada es que fue en Buenos Aires, lugar en el que residió a intervalos y en donde trabajó como director y redactor de varias revistas y diarios, donde se publicaron por primera vez los textos de Blanco Amor, escritos de forma intercalada en gallego y en castellano. La segunda, que el primero de ellos apareció en el año 1927 (Os Nonnatos), al que siguieron muchos otros libros de géneros distintos, que deben sumarse a su fecunda labor periodística, y que fueron dejándose ver en España con la misma discontinuidad con la que pudo accederse a los textos de otros autores de la época en el extranjero.
Dato curioso: fue Blanco Amor quien, en una de sus estancias en Madrid, publicó los Seis poemas galegos de Federico García Lorca, con quien mantuvo una estrecha relación. Para terminar: la importancia que se le ha dado en tierras gallegas a su figura, sobre todo por textos como La parranda, de 1959 (con edición de 2015 en la editorial Galaxia Gutenberg), es sin duda mayor a la atención que, hasta el momento, ha venido recibiendo en el ámbito literario nacional, a pesar de ser finalista del premio Nadal en 1961 por Los miedos (Destino, 1963).
Pero vayamos a la novela. La catedral y el niño es un extenso relato (casi 500 páginas en esta nueva edición) que narra, como buen texto de aprendizaje, la transición de la niñez a la vida adulta de su protagonista, Luis Torralba, «Bichín» para la familia. La narración evoca, por tanto, la infancia y juventud del niño, pero a partir de una mirada retrospectiva, de un punto de vista posterior y maduro que posibilita la valoración de ese pasado; una valoración detenida y crítica no exenta, hay que decirlo, de destellos de aguda ironía capaces de sacar alguna que otra pícara sonrisa. Ambientada casi en su totalidad en Auria, una pequeña ciudad de provincias que es trasunto de la ciudad natal del autor, y durante el primer tercio del siglo pasado, la novela está dividida en tres partes de dimensiones muy desiguales.
La primera de ellas, «La catedral», es con diferencia la más larga de todas, puesto que ocupa la mitad de la novela. En ella atendemos a una fracción de la infancia de Bichín mientras se nos van presentando a los distintos y muy variados personajes que ocupan el texto, así como se asientan aspectos fundamentales para entender la idiosincrasia del personaje principal: la opresión del niño ante la división entre lo materno y lo paterno, la importancia de la religión en el entorno y la tensión generada por las relaciones de poder que recorren de un lado a otro la ciudad. De entre el rico elenco de imágenes que pespuntean este primer capítulo sobresale con diferencia una: la catedral, cuya inmensidad y omnipresencia son símbolo de la dualidad que traspasa la subjetividad del protagonista.
La segunda parte de la novela es la más corta de las tres, a pesar de ser la encargada de narrar un largo espacio de tiempo: los cuatro años que pasa Luis internado en un colegio. A pesar del término que da nombre al capítulo, «Interludio», y de su ya apuntada brevedad, la importancia del tiempo del protagonista en el internado es capital, puesto que funciona como punto de inflexión en la vida del niño, acercándolo a nuevas experiencias que marcarán la forja definitiva de su personalidad. «La muerte, el amor, la vida» es título de un poema de Paul Eluard y encabezamiento de la tercera y última sección de la novela. Un Luis menos niño y más adulto regresa a Auria para tratar de combatir, en la medida de lo posible, un destino determinado de forma hereditaria y hacer frente a un futuro, por lo demás, como el de todos: poblado de muerte, amor y vida.
Podemos decir que, en su conjunto, La catedral y el niño es una novela clásica que constituye un valioso mural de la vida en las primeras décadas del siglo pasado en una localidad provinciana; un vivísimo retrato de sus gentes y de su moral, con sus costumbres y sus tradiciones, sus diferencias de clase y sus respectivas luchas por el poder. Pero es también una mordaz crítica a una sociedad estancada de clases acomodadas más bien inútiles, clérigos retrógrados y pueblo llano con escasos recursos. Un texto que invita a la reflexión sobre un tiempo pasado, no sin flashes extrapolables a asuntos de gran actualidad. Un texto muy representativo de la novela realista peninsular, con fuertes ecos del gran friso ya elaborado por Clarín en La Regenta, más propio del siglo XIX que de mediados del XX, elaborado con un estilo intimista y sereno análogo a la sensibilidad del chico.
Se trata también de un tipo de lectura lenta para cuyo disfrute es necesaria cierta paciencia, por un lado, porque abundan descripciones que, aunque de gran fuerza expresiva, se desarrollan con morosidad y detenimiento; por el otro, porque el barroquismo del autor, sumado a una abundancia léxica subrayada por su gusto hacia los arcaísmos, puede entorpecer o incluso irritar al lector, ya sea por desconocimiento o por falta de costumbre. A los gustosos de este tipo de literatura, La catedral y el niño no solo no defraudará, sino que supondrá un dulce descubrimiento. A los demás, los animo a guardar perezas o prejuicios bajo llave y aproximarse a la creación de un autor del que beber como si de un clásico se tratara, puesto que lo es.