En Crítica y ficción, Ricardo Piglia defiende que Borges construyó todo un canon literario personal desde el que quería ser leído: Kipling, Chesterton, Stevenson, Swift, Conrad… Un canon excéntrico de autores, por aquel entonces, “secundarios”. La justificación de esta interesantísima estratagema, según el autor de La ciudad ausente, sería que las ficciones fantásticas, irónicas y metafísicas del visionario invidente no habrían podido mantener la compostura ante una lectura de «orden mayor», es decir, si hubiesen sido leídas desde la gran novelística representada por Marcel Proust, Thomas Mann, o incluso James Joyce.
Esta interesante toma de posiciones no es, sin embargo, exclusiva del autor porteño, ya que son muchos los autores que a lo largo de la historia han cubierto sus espaldas con el apoyo de aquellos a quienes admiraban, creando así a sus propios precursores.
Célebre es el caso de las genealogías vanguardistas, como aquella que sitúa en las raíces del movimiento surrealista los tempranos desvaríos del Conde de Lautréamont, el malditismo de Baudelaire o las metáforas absolutas de Arthur Rimbaud, bebedor de metal fundido y privilegiado huésped del Infierno.
El mismo Piglia ha entretejido muy bien esa sábana enorme y flexible sobre la que salta toda su obra –cuando no toda la literatura hispanoamericana posterior: Roberto Artl y Jorge Luis Borges.
Igual o más interesante resulta la propuesta de otro escritor actual, Enrique Vila-Matas y el club de shandys irredentos que retrata en Historia abreviada de la literatura portátil, de entre los que podríamos destacar,a vista de pájaro los nombres de Duchamp, Walser, Kafka, Roussel o Borges (siempre Borges).
Menos conocido, sin embargo, es el caso que hoy nos ocupa. Se trata del vate nicaragüense Rubén Darío, padre del modernismo hispánico y autor, entre otros muchos libros de poesía y prosa sin duda más conocidos y celebrados, del libro de semblanzas literarias titulado Los raros.
Publicado originalmente en 1896 (hace ahora ciento veinte años), Los raros reúne a un conjunto de escritores excéntricos que Darío y su gusto exquisito se habían propuesto difundir entre los lectores de la época. Paul Verlaine, Leconte de Lisle, el citado Lautréamont, Max Nordeau, Léon Bloy, Villiers de l’Isle Adam, Rachilde, Jean Moréas, Edgar Allan Poe, Henrik Ibsen, José Martí, Eugenio de Castro, Fra Domenico Cavalca, Eduardo Dubus, George d’Esparbés, Augusto de Armas, Jean Richepin, Laurent Tailhade, Teodoro Hannon… son los diecinueve nombres que componen la primera alineación del libro, aparecido por vez primera en la Tipografía La Vasconia de Buenos Aires. No será hasta 1905, con la segunda edición, impresa ya en Barcelona, cuando entren a formar parte del club otros dos autores: Camille Mauclair y Paul Adam.
Como cualquier idiota puede advertir, el elenco es notablemente afrancesado y de aplastante mayoría simbolista, inclinación por la que en gran medida debemos al gran Darío su profunda renovación de la literatura escrita en español. No es menos importante (quién sabe si más) destacar la presencia de una “rara” como Marguerite Vallette-Eymery, más conocida como Rachilde: novelista, ensayista, “pornógrafa” (Jules Barbey d’Aurevilly) y editora del célebre e influyente Mercure de France.
Estos retratos de autores (en su mayoría contemporáneos de Darío), están escritos con una prosa poética y un lenguaje complejo que oscila entre la crítica literaria y el género de la semblanza, aunque el alto grado de lirismo, pasión y erudición que Darío imprime en ellos los eleva por encima de cualquier documento biográfico o historiográfico al uso.
Cuando en 1893 Darío vuelve de París, se instala en la capital argentina y da inicio a una serie de semblanzas de escritores que vendrán publicadas en el diario La Nación. Es entonces cuando se empieza a gestar el libro que hará de Villiers de l’Isle-Adam un “un excelente mal poeta”, de E. Allan Poe “uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano” y de Leconte de Lisle un “pontífice del Parnaso”.
Con pinceladas románticas, parnasianas, decadentes y simbolistas, Rubén Darío diseña su propio autorretrato proyectándose en la poesía y en la valentía de los otros. Igual que Gombrowicz, muchos años después, condensará su propia reflexión a través del pensamiento de las grandes figuras filosóficas de la modernidad, en Los raros Darío nos lega su propia visión de la literatura (y de la vida) decantándola a través de los cuerpos poéticos y las vivencias arriesgadas de algunos de los más grandes morfinómanos, sadistas, católicos, poetas, cuentistas y malditos que ha dado la historia de la literatura.
La pregunta que al leer esta hermosa colección de prosas nos sobresalta no atañe al rigor o a la legitimad de la selección dariana, sino que apunta, directamente, hacia el centro de nuestra propia diana: ¿qué es lo raro? ¿quiénes son los raros? ¿quiénes son nuestros raros?
***
Hasta donde he podido –y querido– indagar, Los raros circulan, además de entre tabernas, sótanos, fumaderos y demás tugurios, en una edición de 2011 de la editorial Losada y en una recientísima y hermosa edición de Wunderkammer, 2016, que incluye el prólogo de Pere Gimferrer a su obra igualmente titulada Los raros (1985).