Amras, Thomas Bernhard

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Qui parle donc? Se pregunta Maurice Blanchot con una fórmula que reaparecerá como un fantasma (el de la escritura) en diversos pasajes de su obra crítica. ¿Quién habla ahí? ¿De quién es la voz que susurra mientras leemos? La voz del autor, la voz del lector, mi propia voz… Esta sucesión de efímeras respuestas no es suficiente. ¿Acaso tengo una voz propia, única, irrepetible? ¿Sólo tengo una voz? ¿Acaso tenemos voz?

Cuando el torbellino de preguntas sin respuesta se vuelve insoportable y los signos de interrogación se confunden con las paredes de un cuarto de pesadilla, aparece una figura fundamental de la literatura europea contemporánea: Thomas Bernhard.

Bernhard, que muchos conocen, que algunos leen y que a pocos agrada –su lectura no es, no puede ser, agradable– nació en Heerlen, ciudad de los Países Bajos, en 1931. En su obra pueden rastrearse las huellas de una infancia pobre, carente de afecto y de buena salud. Criado en distintas zonas de Austria, Bernhard estudió en el Mozarteum de Salzburgo entre 1955 y 1957, de donde proviene, por influencia del abuelo materno Johannes Freumbichler, su definitiva formación musical y dramática. Poco antes había pasado una temporada de reclusión en el sanatorio Grafenhof por culpa de una enfermedad pulmonar crónica que lo acompañaría hasta su muerte en 1989. Entre otras cosas, a este escritor debemos una muerte callada, un funeral secreto y un legado literario que se encuentra entre los más personales y complejos de nuestra historia reciente. 

Uno no puede entender lo que significa hoy la literatura (ni la vida, para quien guste de tan ingenuas distinciones) sin haberse acercado a los textos de Bernhard. Su literatura es la encarnación de esa brecha por la que desde hace tiempo se desangra el equilibrio racional ilustrado, con sus valores absolutos y su lenguaje iluminador y organizador del mundo.

 

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Thomas Bernhard (Copyright de Michael Horowitz)

 

Bernhard es autor de obras magistrales como la novela Helada, de 1963, donde se narra la convivencia de un estudiante de medicina y un artista enloquecido, aislados los dos en un pueblo austriaco que vive sumido en una helada perpetua, o los textos que componen su «saga autobiográfica»: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño, escritos entre finales de la década de 1960 y principios de los ’80.

Luego está Amras,  una obra maestra que nos regala la perfección de lo informe, de la caótica meticulosidad con que debe estar diseñado el infierno. Aunque fue publicada originalmente en 1964, no será hasta 1987, poco antes de la muerte de Bernhard, cuando la editorial Alianza nos ofrezca la que quizá es la obra más oscura y genial de su autor (traducida magistralmente al español, como toda su obra, por Miguel Sáenz).

Thomas Bernhard es una mente privilegiada que, encarnada en el cuerpo de un hombre herido, ha vivido con especial sensibilidad crítica la barbarie del nazismo, la mediocridad del «mundillo» artístico de ciudades como Viena y Salzburgo, y el sucederse de demasiados proyectos redentores que no llegaron a ninguna parte. La irritación y el dolor visten de gala su escritura, pero casi siempre lo hacen bajo las máscaras del humor negro y la ironía más corrosiva.

Respecto de esto último, Amras representa seguramente la excepción que confirma la regla. Esta novela breve que apenas da tiempo a leer de tan corta, narra la historia de dos hermanos sobrevivientes (por error) de un suicidio colectivo que los padres sí consumarán con éxito. Esto traerá consecuencias en forma de dudas, arrepentimientos, rechazos, rencores, alivios, perdones… No he desvelado nada de la trama y sin embargo el botón del detonador ya ha sido pulsado.

Una vida que no quiere ser vivida, en una sociedad moralista que no comprende, que no quiere comprender. La angustia vital de Bernhard se abre paso a empujones hacia el núcleo de la novela, que la acoge como al más arrepentido de los hijos pródigos. Y el lenguaje -un lenguaje entrecortado, fragmentado, disfuncional, impotente- dibuja la mueca de la demencia, de la locura que es, en este caso, símbolo de una lucidez desorbitada y sublime. Lo que está por encima del lenguaje y de la razón, lo que está debajo de la piel y de la escritura; todo lo que está antes y después de la palabra, es Amras. 

Seguramente, ésta no es esa «novela para regalar» que ya muchos esperan, dadas las fechas que algunos escaparates se apresuran a presentizar. Habrá tiempo para eso. Mientras tanto, vamos a leer Amras, a seguir poniéndonos a prueba y a continuar abriendo los ojos, cada vez más, cada vez mejor, con un estilo que inquieta, una historia que conmueve y unos personajes que son como el Föhn (ese viento cálido del sur que azota la razón y la deforma)…

La grandeza y la miseria de una existencia -dos existencias: la del narrador K. M. y su hermano Walter- cosida a las páginas de una novela corta, con sus narraciones quebradas y esas frases que Walter anota y que tanto duele leer (porque son nuestras; porque nosotros colaboramos, sin saberlo o habiéndolo olvidado ya, en el trazo de tantas y tan pocas palabras).

Como esa frase que dice:

 

Yo soy el límite, continuamente, la muerte.

 

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Francis Bacon, «George Dyer Riding a Bicycle», 1966

 

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