La siesta de M. Andesmas, Marguerite Duras

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Por Mario Aznar

 

Se acercan el buen tiempo, la luz intensa, los días largos, el sol que no se esconde, la ensoñación, el adormecimiento, la modorra, la siesta, La siesta de M. Andesmas (1960), de Marguerite Duras.

De Duras, que nació en 1914 en Saigón -ciudad de la Indochina francesa, actual Vietnam- y murió en París en 1996, hay en las librerías más de una cincuentena de títulos. De entre ellos, los más conocidos quizá sean Un dique contra el Pacífico, de 1950; Hiroshima mon amour, del año 1960; o El amante, novela publicada en 1984 con la que Duras ganó el Premio Goncourt y alcanzó un éxito mundial considerable.

Sin embargo, aunque L’après-midi de M. Andesmas no cuenta entre sus obras más célebres, hela aquí. Publicado originalmente por Gallimard, se trata de uno de sus libros más tempranos y poéticos. Sólo 113 páginas en la estupenda reedición de 2011 de la que Demipage es responsable: papel de calidad, letra amplia, márgenes generosos; un excelente juego de blancos que nos ayuda a entrar en la narración, a dejarnos absorber por la luz limpia del sol muy alto.

Esto ya lo ha dicho todo el mundo: el nombre del protagonista y, por extensión, el título de la obra, responden a un juego de palabras totalmente insignificante para el disfrute o comprensión del libro. Detrás de un sencillo anagrama se esconde un guiño y un desafío a los tres hombres con los que Duras compartía su vida en los tiempos en que escribía esta novela:  Robert Antelme, Louis-René des Forêts y Dionys Mascolo: An-Des-Mas. Saciada nuestra curiosidad, demos un paso al frente.

Como la mención a Enrique Vila-Matas se ha vuelto casi obligatoria al hablar de este libro, debo decir al menos que a él debo su descubrimiento (Cfr. «Esperando al contratista«). Además de haber hablado de Duras y de esta obra en numerosas ocasiones, V. M., como todo el mundo sabe, se inició como novelista a mediados de los setenta mientras vivía en París en una buhardilla de la calle Saint Benoit alquilada a la mismísima -hagan sus apuestas-  Marguerite Duras.

Por otro lado (el mismo lado, si bien se mira), la lectura de este libro se la debo a un vagabundo filósofo que suele rondar la calle Duque de Rivas de Madrid, y que no hace mucho tiempo tuvo a bien regalarme un ejemplar de esta extraña siesta.

Traducido al español por primera vez con el título Una tarde de M. Andesmas,  la edición de Demipage presenta la nueva traducción (además de un prólogo) de Amelia Gamoneda. En su texto introductorio, Gamoneda explica su decisión de traducir «l’après midi» por «la siesta» apelando a la atmósfera que la narración pretende evocar («la memoria del título ha ido a confundirse con la de la somnolienta cabeza de M. Andesmas») y a una cuestión de tradición: la traducción al castellano, ya clásica, del poema «L’après-midi d’un faune» (1987), de Stephane Mallarmé, ha sido desde siempre aceptada como «La siesta del fauno»

Desde hoy, lector salteado considera que éstas son razones más que suficientes.

 

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Fotograma de «Hiroshima mon amour» (1959), dirigida por Alain Resnais

 

Monsieur Andesmas es un señor muy rico al que sólo le quedan su fortuna y el amor que siente por su hija Valérie, apenas recién salida de la pubertad. Hace sólo un año que ambos se han instalado en un pequeño pueblo a orillas del Mediterráneo, un pueblo que la caprichosa Valérie se ha propuesto adquirir -a costa de su padre- por completo. Empezando por el principio, M. Andesmas le ha comprado a su hija una gran casa en la que pronto construirán una espléndida terraza con vistas al «abismo», al mar y al bosque de pinos.

 

Y M. Andesmas teme por su niña Valérie, cuyo amor reina sin piedad sobre su vida declinante, teme que se aterre con las tormentas que han de venir cuando al despertarse, en esta terraza que asoma al mal, las descubra en todo su esplendor.

 

M. Adesmas tiene una cita con el contratista, Michel Arc, que no llega. La espera se alarga y el anciano espera solo, descansando su pesado cuerpo sobre el sillón que él mismo ha llevado hasta la plaza. Solo la presencia de un perro anarajando lo disturba o lo entretiene, luego  el deambular de una niña olvidadiza, una niña que»no es como las demás», que olvida fragmentos de vida y que abre las manos y deja caer infinitas veces la infinita moneda de cien francos que M. Andesmas le ha regalado: la hija de Michel Arc.

Los minutos se suceden y las horas pasan lentas. Los días son largos, demasiado largos, en verano. Ya lo cantó Calentano en el sesenta y ocho: «il pomeriggio è troppo azzurro e lungo per me. Mi accorgo di non avere più risorse senza di te». Qué larga puede ser una tarde sin ti (¿sin Valérie? ¿sin Michel Arc? ¿sin ilusión?).

Después llegará la mujer del contratista, con sus andares somnolientos e infantiles, son su aparente desdén, su sensualidad felina y su rencor hacia una vida que le ha dado cinco hijos aún en plena juventud. Una vida que también le ha quitado mucho (¿Pero qué le ha quitado la vida a la mujer de Michel Arc?).

La tensión sensual y sexual es ambigua y subyace en toda la novela. Michel Arc y Valérie, M. Andesmas y su hija, ésta y la mujer de Michel Arc, la hija de éste y M. Andesmas, el anciano y la mujer de Michel Arc. La luminosidad del mar y la sombra de un haya.

La mujer de Michel Arc, con su pelo negro y sus ojos azules, colabora en la espera recostada a los pies de M. Andesmas o apoyada en la barandilla que se asoma al «abismo», desde donde sube la música que ameniza y eterniza la espera, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y su vestido suelto de verano.

 

Pero sucede algo que le desconcierta y luego le espanta. Una alpargata cae del pie de la mujer, de su pie levantado. Ese pie está desnudo, es pequeño y blanco comparado con la pierna curtida por el sol. Como la mujer sigue estando fuera de la sombra majestuosa del haya, o más bien, como ésta no la ha alcanzado todavía, su pie parece más descubierto de lo que estaría en la sombra. Y más evidente todavía su singular actitud: no se mueve, no nota que su pie pierde la alpargata. El pie se queda desnudo, olvidado.

 

El anciano M. Andesmas va sumiéndose en un sopor progresivo. Marguerite Duras juega con la figura del narrador y nos despista, pero nunca llega a apartarnos del todo del pelo rubio y enmarañado por el viento de la joven y ambiciosa Valérie.

«Valérie quiere todo el pueblo». No lo conseguirá, pero lo quiere, admite su padre, distraído.

El lector de este libro deambula por la sensualidad de la mujer de Michel Arc, por la pared blanca de la casa que ha comprado M. Andesmas, por la espesura del bosque, por la lejanía relativa del pueblo y por la soledad de esa plaza en la que todos -cada uno a su manera- esperan. Sin embargo, en ningún momento olvidamos a Valérie.

 

No sé nada de lo que sabía antes de tener a esta hija. Y, ya ve, desde que la tengo, no tengo opinión sobre nada, ah, no sé nada más que de mi ignorancia.

 

La espera es tema recurrente en la historia de la literatura. Kafka escribió El proceso, publicada tras su muerte en 1925, Beckett escribió Esperando a Godot a finales de los años cuarenta, Di Benedetto respiró Zama en 1956. Los protagonistas de estos ejemplos ansían de alguna manera lo que esperan, a  M. Andesmas, en cambio, parece no importarle nada. «Esperaré mientras haya luz», le dice a la hija del contratista.

El lenguaje con que Duras escribe este relato es aparentemente ingenuo, y una sensación de nostalgia impregna cada frase, cada diálogo. Pero M. Andesmas sabe que la nostalgia no tiene nada que ver con el futuro, con lo que está por venir, con lo que aún puede ser esperado. Al contrario, tiene que ver con ese pasado irrecuperable para el que la espera es insignificante. Por eso el protagonista de esta breve historia espera sin impacientarse, porque lo que de verdad vale la pena es irrecuperable, porque Valérie se ha adentrado ya en el bosque en compañía de Michel Arc, porque no parece que nadie vaya a acudir a la cita.

Puede, y ésta es sólo una hipótesis, que a la hora de la verdad -esa que todos nosotros esperamos, o que a todos nosotros nos espera- no exista nadie capaz de acudir a la cita. De ahí la fuerza del recuerdo, el anclaje irremediable al que de alguna manera estamos todos, como M. Andesmas, condenados.

 

Creo que nunca alcanzaré el momento de mi vida en el que la imaginación de las mañanas de Valérie me abandone. Creo que moriré con el peso, con el inmenso peso del amor de Valérie sobre mi corazón. Creo que así será.

 

El final del libro es hermoso y contradictorio como una larga y densa siesta de verano, como esa siesta de la que te despiertas sin saber bien dónde estás ni quién eres.

Sin saber bien qué has estado esperando todo este tiempo.

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