En la Autobiografía de Alice B. Toklas que Gertrude Stein publicara en 1933, leemos: «Un día Picasso vino a vernos en compañía de un joven delgado y elegante que se apoyaba en su hombro. Picasso dijo: ‘Es Jean. Sí, Jean Cocteau y yo nos vamos a Italia'».
Escrita en nombre de Alice B. Toklas –secretaria, confidente y amiga íntima de Gertrude Stein-, estas memorias narran la historia de aquellos happy twenties en que artistas y escritores de toda índole y nacionalidad frecuentaban el estudio parisino que Stein tenía en el número 27 de la rue de Fleurus: Apollinaire, Juan Gris, Matisse, Hemingway, Fitzgerald, Pound, Braque, Max Jacob y la lista continúa.
Aunque los nombres son muchos y muy célebres, aquí me interesa destacar el del «joven delgado y elegante» Jean Cocteau (1889-1963), y su libro Opio. Diario de una desintoxicación (1930).
Cocteau inauguró su carrera literaria en la primera década del siglo XX, mientras alternaba la literatura con su vocación musical colaborando con artistas de la talla de Erik Satie, Ígor Stravisnky o Darius Milhaud. Frecuentó, como cuenta Stein, la compañía de Picasso; también la del pintor Modigliani y la de la cantante Édith Piaf.

«Ritratto di Jean Cocteau» (1916), Amedeo Modigliani
Escribió de todo (es muy conocida su novela Los niños terribles, de 1929). Además, pintó y dirigió películas (la primera, de 1930, se titula La sangre de un poeta).
De entre sus muchos libros de poesía y de teatro, sus novelas, sus ensayos y sus diarios, merece la pena llamar la atención sobre Opio, el diario que Cocteau escribió en apenas unos días, entre 1928 y 1929, como resultado de las turbulentas experiencias que vivió en una clínica de desintoxicación de Saint-Claud.
He querido tomar notas a medida que transcurría mi permanencia en la clínica, y sobre todo contradecirme, con el fin de seguir las etapas del tratamiento. Era conveniente hablar del opio sin trabas, sin literatura y sin ningún conocimiento médico.
Puede tratarse de un descenso órfico, como bien señala Mauricio Wacquez en su edición de 1981 para Bruguera (191 páginas). Sin embargo, yo pienso más en una radiografía del dolor y de la enfermedad. Un poco como las tomografías que detectan tumores. Un poco como esa placa de rayos X que vuelve tan vulnerable la imagen de Clavdia Chauchat en la novela de Thomas Mann.
Jean Cocteau se desnuda y se radiografía para entenderse. No hay un juicio moral para las drogas, sólo una exploración limpia para conocer qué hay en la oscuridad, para intentar verse desde fuera cuando desde dentro no se ve absolutamente nada.
No intento defender la droga; trato de ver claro en lo oscuro, poner los pies en la tierra, abordar de frente los problemas que siempre se abordan de perfil.
Cocteau acompaña su escritura diarística con la inclusión de dibujos realizados con trazo delgado y retorcido. Son dibujos torturados, equivalentes para su autor al trazo laberíntico de la caligrafía: dibujar es escribir. Y escribir, al parecer, es aquí un abrirse paso en las profundidades y las contradicciones de los efectos extraordinarios y crueles del opio. La realidad se ilumina, surgen «el optimismo de la salud» y el contacto con los maravilloso, el espíritu se expande… y el proceso de la desintoxicación se vuelve una lucha poderosa entre los males y los atractivos del tóxico.
Después de haber fumado, el cuerpo piensa. No se trata del pensamiento confuso de Descartes.
El cuerpo piensa, el cuerpo sueña, el cuerpo se algodona, el cuerpo vuela. El fumador embalsamado vivo.
El fumador se observa a vuelo de pájaro.
Cocteau nunca vio la salvación en su provisorio alejamiento del opio («Quien ha fumado fumará. El opio sabe esperar»). Al contrario, gran parte del dolor de este diario reside en la contradicción de una despedida indeseada. También incomprendida:
Es penoso sentirse reformado por el opio tras varios fracasos; es penoso saber que esa alfombra voladora existe y que ya no se volará en ella; era grato comprarlo, como en la Bagdad del Califa, en casa de los chinos de una sórdida calle, empavesada de ropa blanca; grato regresar de prisa al hotel a probarla, en la habitación entre columnas donde vivieron Sand y Chopin, desenrollarla, tenderse encima, abrir la ventana que da al puerto, partir. Sin duda, demasiado grato.
En este libro caben el lirismo y la prosa más árida, la mención de amistades intelectuales y la lectura personal de algunas obras importantes como Locus Solus, de Raymond Roussel*. El lector se encontrará con una obra maestra de la autocrítica, de la interpretación de uno mismo con sus miedos, sus deseos y sus miserias. No es fácil enfrentarse en soledad con la propia debilidad, con la dependencia, aún con la muerte. No es fácil ser sujeto y objeto del interrogatorio más crudo.
Asimismo, el lector se encontrará con un manifiesto sui generis del surrealismo más radical y auténtico. El lector se encontrará, siempre, con una metáfora.

Ejemplar de «Opio» perteneciente a Julio Cortázar
Después de cinco pipas una idea se deformaba, se desenvolvía lentamente en el agua del cuerpo con los nobles caprichos de la tinta china, con los escorzos de un nadador negro.
Opio no es un ensayo sobre drogas, tampoco es un diario al uso, no me gusto diciendo que es la narración de una experiencia mística, no es de ningún modo una poética. Es como imagino que debe ser el opio: una suerte de herida informe. Así es Opio. Y su lectura, el resultado de su lectura, es el resultado de besar una herida.
En nuestros labios queda una mancha, una huella irreconocible, que no olvidamos.
***
*Cocteau, en su diario, admite deber la lectura de Locus Solus a André Gide. Por su parte, Julio Cortázar declaró en varias ocasiones deber su descubrimiento del «mundo moderno» (léase «las vanguardias») a su encuentro fortuito con la edición española de 1931 de Opio, con prólogo de Ramón Gómez de la Serna. Yo, que humildemente me incluyo en la serie, leí Opio tras conocer las declaraciones de Cortázar. De modo que si Rayuela (1963), de Cortázar, sirvió para introducir en el ámbito hispánico una escritura y una atmósfera de vanguardia, ¿no deberemos nuestro descubrimiento del «mundo moderno» a Cocteau? ¿o a Gide? ¿o incluso a Roussel?