2. Hotel de lujo con putas y niña

Café Con/suelo

En Mis dos mundos, Sergio Chejfec dedica apenas una o dos líneas a describir su espera apoyado en el mostrador de un hotel: «El mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción», dice Chejfec. Sin conocerlo, intuyo que mi vida y la de este escritor argentino son muy distintas (él vive en Nueva York y yo no sé dónde vivo), pero me baso solo en que no nos conocemos. Sin embargo, hay algo en su escritura que de alguna forma me pertenece, que me hace sentir muy cerca de él y también de mí mismo. Esto no sucede solo con sus palabras sobre la espera en los hoteles. También sentí algo parecido al leer en Teoría del ascensor sobre aquellas indagaciones que Chejfec llevó a cabo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, revisando viejas guías telefónicas en busca de números y direcciones de escritores, quién sabe si tratando de ver más allá, en los volúmenes ruinosos de papel mojado, una constelación misteriosa. Eso me interesa y me interpela. Pero lo del hotel… El mundo «clandestino y deshilvanado» del que habla Chejfec puede describir el ambiente turbio de un motel de carretera, de un hostel cosmopolita y juvenil, de una pensión familiar en una ciudad de provincias,  o de un hotel mediocre de una cadena mediocre situado en una calle mediocre de un barrio mediocre. Pero, ¿y un hotel de lujo?

No hace mucho me sorprendí a mí mismo esperando una noche apoyado en el mostrador de uno de estos hoteles, en Madrid. Podría ser el Ritz o el Palace. Incluso el Wellington. Yo esperaba distraído cuando vi que uno de los botones del hotel, enfundado en su impecable levita granate, comenzó a agitarse y a buscar algo con la mirada a través de los cristales que dan a la calle. Cuando encontró lo que buscaba, el botones se sosegó, caminó hacia la puerta principal y ayudó a dos señoritas a subir los escalones con una silleta infantil. Una de las señoritas parecía muy joven, la otra no tanto. Ambas lucían unas piernas largas, bonitas e imperfectas, salpicadas de viejos tatuajes y hematomas deslucidos. Podrían ser madre, hija y nieta, tal vez. El caso es que aquellas dos señoritas eran putas. Mi tesis, insuficiente como todas: la nocturnidad; los tatuajes añejos; el tinte abrupto (negro-negro la más joven, rubio-rubio la mayor); el paso violento; el maquillaje tosco; los vestidos cortos, elásticos, malos; las uñas largas y brillantes; el recibimiento urgente, el ascensor esperando. ¿Y la niña? La niña dormía bajo una chaqueta oscura que la cubría casi por entero. A su alrededor: la madera noble, los cromados en oro, la alfombra bordada, la enorme lámpara de cristal checo. Entonces recordé las palabras de Chejfec: «el mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción». ¿Qué esperaba yo? ¿Qué esperaba el botones?

Dos prostitutas, quizá emparentadas, subiendo con urgencia a la habitación de un hotel de lujo y empujando, con la ayuda de un botones con levita granate, una silleta infantil con una niña dormida. ¿Qué hacían con la niña? ¿Por qué iba dormida la niña? Quizá yo estaba equivocado y aquel tríptico representaba solo a una familia más hospedada en el hotel. Quién sabe. En cualquier caso, la escena, además de insólita y deshilvanada, era perturbadora. A la niña yo no la vi. Solo un par de zapatillas blancas bajo la chaqueta. A pesar de haber interactuado con rapidez y eficacia –como si no fuera la primera vez–, el botones y la mujer menos joven, quien parecía llevar la batuta, ni se miraron. Eso me perturbó. Ahora lo que me perturba es que podría haber sido un niño, pero yo imaginé una niña.

 

 

Imagen: Château de Gudanes, Ariège, Francia

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