Hoy sí he salido a aplaudir y hemos tarareado Resistiré. Luego ha sonado a lo lejos música de Semana Santa y como cangrejos ermitaños nos hemos ido retirando todos los vecinos, poco a poco, hacia el interior de nuestras conchas. Me he sentido como esos conductores que se saltan un semáforo en rojo pero lo hacen muy despacio, pisando apenas el acelerador y no por precaución, sino por la ilusión más o menos pueril —que todos alimentamos— acerca de que el otro es tonto.
Pero es que el otro siempre es más tonto. Lo gracioso es que todos somos siempre el otro de otro —el tonto de otro— y eso no nos impide vivir felices y abrir una lata de mejillones en escabeche detrás de otra hasta confundir el desayuno con el aperitivo.
La ironía y el sarcasmo pueden ser parte de una buena defensa, pero seamos sinceros, caer en la cuenta de que soy el tonto de otro me ha dejado tocado. Así que ahora voy a coger un vaso y voy a echarle un par de hielos y un chorrito de whisky. Mañana os cuento cómo acaba esto. De momento puedo decir que hoy han salido para no volver un par de libros de Cela, una mierda de edición de Ovidio, las Cartas marruecas de Cadalso, un libro de Julio Llamazares y un ejemplar roído de Zweig. Quien se los quede será borgeanamente (borgianamente o —Dios mío— borgesianamente) más tonto que yo y menos tonto que yo, sin superposición y sin transparencia.