Solo he llorado por tres libros en mi vida. Uno es este.
Recomendación de Valentina Porta, directora de la librería Palomar de Bérgamo, en Italia.
«Hierro», de Primo Levi
Por fuera de las paredes del Instituto Químico era de noche, la noche de Europa. Chamberlain había vuelto engañado de Múnich, Hitler había entrado en Praga sin disparar un tiro, Franco había tomado Barcelona y se asentaba en Madrid. La Italia fascista, pirata menor, había ocupado Albania, y la premonición de la catástrofe inminente se condensaba como una rociada viscosa en las casas y por la calle, en las conversaciones cautelosas y en las conciencias adormecidas.
Pero dentro de aquellas gruesas paredes la noche no penetraba. La misma censura fascista, obra maestra del régimen, nos mantenía separados del mundo, en un blanco limbo de anestesia. Una treintena de alumnos habíamos superado la dura barrera de los primeros exámenes y habíamos sido admitidos en el laboratorio de Análisis cualitativo de segundo curso. Habíamos entrado en la amplia sala ahumada y oscura como quien, al entrar en la Casa de Dios, va reflexionando sobre cada uno de sus pasos. El laboratorio anterior, el del zinc, nos parecía ahora un ejercicio infantil, como cuando de niño juega uno a las cocinitas; siempre, mal que bien, se sacaba algo en limpio, tal vez de pobre rendimiento, o en estado poco puro, pero había que ser un chapucero o un tío muy negado para no lograr sacar sulfato de magnesio de la magnesita o bromuro de potasio del bromo.
Ahora no, ahora el asunto se ponía serio; la confrontación con la Materia-Madre, con la madre enemiga, era más dura y más cercana. A las dos de la tarde, el profesor D., de aire distraído y ascético, nos entregaba a cada uno un gramo exacto de determinado polvillo; para el día siguiente teníamos que tener completo el análisis cualitativo, es decir hacer un informe de los metales y nometales que contenía. Informar de ello por escrito, en forma de atestado, de sí o no, porque las dudas y las vacilaciones no se admitían. Se trataba en cada caso de una alternativa, de una deliberación; era una empresa madura y responsable para la cual el fascismo no nos había preparado y que exhalaba un buen olor, limpio y seco.
Había elementos fáciles y francos, incapaces de esconderse, como el hierro y el cobre, otros insidiosos y fugitivos como el bismuto y el cadmio. Existía un método, un plan trabajoso y anticuado de investigación sistemática, una especie de peine o de rodillo apisonador al que nadie, en teoría, podía escapar; pero yo prefería inventarme cada vez el camino a seguir, a base de rápidas y extemporáneas incursiones de guerrillero, en vez de la extenuante rutina de una guerra organizada: sublimar el mercurio en gotitas, transformar el sodio en cloruro y reconocerlo en tabletas hojaldradas bajo el microscopio. De una manera o de otra, aquí las relaciones con la Materia cambiaban y se volvían dialécticas; era un combate de esgrima, una partida a jugar entre dos. Dos adversarios desiguales; de una parte, para formular preguntas, el químico desplumado e inerme, con el libro de texto de Autenrieth como único aliado (porque D., cuyo socorro se reclamaba con frecuencia en los casos difíciles, mantenía una escrupulosa neutralidad, o sea que se negaba a pronunciarse; actitud muy sabia, ya que todo aquel que se pronuncia puede equivocarse, y un profesor no debe equivocarse); de otra parte, para responder a base de enigmas, la Materia con su pasividad socarrona, vieja como el Todo y portentosamente rica en trucos, solemne y sutil como la Esfinge.
Estaba empezando yo por entonces a deletrear el alemán, y me encantaba la palabra Urstoff (que significa Elemento: literalmente Sustancia primigenia) y el prefijo Ur que aparecía en ella y que expresa precisamente origen antiguo, lejanía remota en el espacio y en el tiempo.
Tampoco aquí había gastado nadie mucha saliva para enseñarnos a defendernos de los ácidos, de los cáusticos, de los incendios ni de las explosiones; era como si, de acuerdo con la ruda moral del Instituto, se contase con el proceso de la selección natural para elegir entre nosotros los más adecuados a la supervivencia física y profesional. Campanas de humos había pocas, así que cada cual en el curso del análisis sistemático y siguiendo las prescripciones del texto, dejaba evaporar concienzudamente por el aire una buena dosis de ácido clorhídrico y de amoniaco, por cuya razón en el laboratorio se estancaba permanentemente una densa niebla blanquecina de cloruro amónico, que se depositaba sobre los cristales de las ventanas en minúsculos cristalitos brillantes. A la habitación del ácido sulfhídrico, de atmósfera letal, se retiraban las parejas deseosas de intimidad y algún solitario a comerse su merienda.
A través de la neblina y en el atareado silencio, se oyó una voz con acento piamontés que decía: «Nuntio vobis gaudium magnum. Habemus ferrum».
Corría el mes de marzo de 1939, y pocos días antes, con un anuncio de idéntica solemnidad («Habemus Papam») se había disuelto el cónclave que entronizaba en la Sede de San Pedro al cardenal Eugenio Pacelli, en el cual muchos confiaban, porque en algo o en alguien había que confiar, después de todo. Quien había pronunciado la sacrílega frase era Sandro, el taciturno.
En nuestro grupo, Sandro era un solitario. Era un chico de mediana estatura, delgado pero musculoso, que no llevaba nunca abrigo, ni siquiera en los días más fríos. Venía a clase con unos pantalones de pana muy gastados, medias de sport de lana tosca, y a veces una esclavina negra que me recordaba a Renato Fucini. Tenía unas manos grandes y callosas, un perfil huesudo y áspero, la cara curtida por el sol y una frente estrecha bajo la franja del pelo, que llevaba cortado a cepillo; caminaba con el paso largo y lento de los campesinos.
Hacía pocos meses que se habían proclamado las leyes racistas, y también yo estaba empezando a volverme muy solitario. Los compañeros cristianos eran gente educada, ninguno entre ellos ni entre los profesores me había dirigido una palabra o un gesto hostil, pero los sentía alejarse y, siguiendo un antiguo modelo de comportamiento, yo también me alejaba. Cada mirada cambiada entre ellos y yo iba acompañada de un relámpago, minúsculo pero perceptible, de desconfianza y recelo. ¿Qué piensas de mí? ¿Qué soy para ti yo? ¿El mismo de hace seis meses, un semejante tuyo que no va a misa, o el judío que «no se ha de reír de vosotros entre vosotros»?
Había observado, con estupor y alegría, que entre Sandro y yo estaba naciendo algo. No era en absoluto la amistad entre dos seres afines. Al contrario, la diversidad de nuestros orígenes nos hacía ricos en «mercancía de intercambio», como dos comerciantes que se encuentran, llegando de comarcas remotas y mutuamente desconocidas. No se trataba ni siquiera de la intimidad portentosa y a la vez normal que se da entre gente de veinte años; a ésa con Sandro no llegué nunca. Me di cuenta pronto de que era generoso, sutil, tenaz y valiente, incluso con una punta de insolencia; pero tenía un talante reservado y agreste, por lo cual, a pesar de que estábamos en esa edad en que se siente la necesidad, el instinto y el impudor de soltarse unos a otros todo cuanto hormiguea en la cabeza y en otros sitios (y es una edad que puede durar bastante, pero que termina con el primer compromiso), nada se dejaba traslucir por fuera de su envoltura de comedimiento, nada de su mundo interior, que se adivinaba sin embargo denso y fértil, a no ser alguna rara alusión dramáticamente truncada. Era de la condición de los gatos, con los cuales se puede convivir durante decenios sin que nunca le dejen a uno penetrar dentro de su piel sagrada.
Teníamos muchas cosas que cedernos uno a otro. Le dije que éramos como un catión y un anión, pero Sandro no pareció recibir bien aquella comparación. Había nacido en la Sierra de Ivrea, tierra hermosa y sobria; era hijo de un albañil, y en los veranos andaba de pastor. No pastor de almas, pastor de ovejas.
Y no llevado por una retórica de Arcadia ni por afán de extravagancia, sino a gusto, por amor a la tierra y a la hierba, y por abundancia de corazón. Tenía un especial talento mímico, y cuando hablaba de vacas, de gallinas, de ovejas y de perros, se transfiguraba, se ponía a imitar sus miradas, sus movimientos y sus voces, se volvía alegre y parecía animalizarse, como por brujería. Me aleccionaba sobre plantas y animales, pero de su familia hablaba poco. Su padre había muerto siendo él un niño, eran gente sencilla y pobre, y habían decidido, ya que el chico parecía despierto, ponerlo a estudiar para que trajese algún dinero a casa. Él había aceptado con la seriedad de los piamonteses, pero sin entusiasmo. Había recorrido el largo camino de la enseñanza primaria y el bachillerato sacando el máximo resultado con el mínimo esfuerzo. Catulo y Descartes le traían sin cuidado, lo que le importaba era sacar buenas notas y pasarse el domingo esquiando o trepando a la montaña. Había elegido Química porque le parecía mejor que otros estudios: era un oficio que trataba de cosas que se ven y se tocan, una forma de ganarse la vida menos trabajosa que hacer de carpintero o de campesino.
Empezamos a estudiar Física juntos, y Sandro se quedó estupefacto cuando traté de explicarle alguna de las ideas que confusamente cultivaba yo por aquella época. Que la nobleza del Hombre, adquirida tras cien siglos de tentativas y errores, consistía en hacerse dueño de la materia, y que yo me había matriculado en Química porque me quería mantener fiel a esta nobleza. Que dominar la materia es comprenderla, y comprender la materia es preciso para conocer el Universo y conocernos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, el Sistema Periódico de Mendeleiev, que precisamente por aquellas semanas estábamos aprendiendo a desentrañar, era un poema, más elevado y solemne que todos los poemas que nos hacían tragar en clase; pensándolo bien hasta rima tenía. Que si buscaba el puente, el eslabón que faltaba, entre el mundo de los papeles y el mundo de las cosas, no tenía necesidad de ir muy lejos a buscarlo: estaba allí, en el Autenrieth, en aquellos laboratorios nuestros llenos de humo, y en nuestro futuro oficio.
Y por fin, y sobre todo, él, como un chico honrado y abierto que era, ¿no sentía, apestando el cielo, el hedor de las verdades fascistas, no percibía como una ignominia el hecho de que a un ser pensante le exigieran que creyera sin pensar? ¿No sentía desprecio por todos los dogmas, por todos los asertos no demostrados, por todos los imperativos? Sí, lo sentía. Y entonces ¿cómo podía dejar de sentir en nuestro estudio una dignidad y una majestad nuevas, cómo podía ignorar que la Química y la Física de las que nos nutríamos, además de alimentos vitales por sí mismos, eran el antídoto contra el fascismo que él y yo estábamos buscando, porque eran claras, distintas, verificables a cada paso, en lugar de un amasijo de mentiras y de vanidad, como la radio y los periódicos?
Sandro me escuchaba con una atención irónica, siempre dispuesto a desarmarme con un par de palabras secas y educadas cuando me propasaba en la retórica. Pero algo estaba madurando en él (y el mérito, por supuesto, no era sólo mío; eran eses llenos de acontecimientos fatales), algo que le perturbaba porque era al mismo tiempo nuevo y antiguo. Él, que hasta entonces no había leído más que a Salgari, London y Kipling, se convirtió de repente en un lector furibundo; todo lo digería y lo recordaba, y todo en él se ordenaba espontáneamente como sistema de vida; además, empezó a estudiar, y su nota media subió de aprobado a sobresaliente. Al mismo tiempo, por inconsciente gratitud o tal vez también por deseo de revancha, le dio a su vez por ocuparse de mi educación, y me hizo comprender que tenía muchas lagunas. Podía incluso tener razón yo, podía ser que la Materia fuese nuestra maestra y quién sabe si también, a falta de cosa mejor, nuestra escuela política; pero él tenía otra materia hacia la que conducirme, otra profesora: no los polvitos del laboratorio de Análisis Cualitativo, sino la verdadera, la auténtica e intemporal Urstoff, las rocas y el hielo de las montañas vecinas. Me demostró sin gran dificultad que yo era un indocumentado para ponerme a hablar de la materia.¿Qué comercio, qué intimidad había tenido yo hasta entonces con los cuatro elementos de Empédocles? ¿Sabía encender una estufa? ¿Vadear un torrente? ¿Conocía la tormenta en la cima de una montaña? ¿El germinar de las semillas? No. Por lo tanto también él tenía algo vital que enseñarme.
Nació una asociación, y empezó para mí una temporada frenética.
Sandro parecía hecho de hierro, y estaba vinculado al hierro por un parentesco antiguo. Me contó que los padres de sus padres habían sido caldereros («magnín») y herreros («fré») en los valles canaveses. Fabricaban clavos en la forja de carbón, le ponían cerco a las ruedas de los carros con un aro al rojo vivo, golpeaban la chapa de hierro hasta ensordecer; y a él mismo, cuando descubría en la roca la veta roja del hierro, le parecía reencontrar a un amigo. Cuando el invierno se le echaba encima, atábalos esquís a la bicicleta oxidada, salía muy temprano y pedaleaba hasta llegar a la nieve, sin dinero, con una alcachofa en un bolsillo y el otro lleno de lechuga; volvía de noche o a veces al día siguiente, durmiendo en los pajares, y cuanta más hambre y más tormentas había padecido, más contento estaba y con mejor salud.
En verano, cuando salía solo, muchas veces se llevaba consigo al perro para que le hiciese compañía.
Era un perrucho callejero amarillento y de aire encogido. De hecho, según me contó Sandro, haciendo a su manera la imitación de episodio canino, cuando era cachorro había tenido una aventura desgraciada con una gata. Se había acercado demasiado a la camada de gatitos recién nacidos, la gata se había enfadado, había empezado a resoplar y se había erizado toda; pero el cachorro, que todavía no había aprendido el significado de estos síntomas, se había quedado allí como un tonto. La gata se había echado a él, lo había perseguido, dado alcance y arañado en el hocico. Al perro aquello le había acarreado un trauma permanente. Se sentía deshonrado, así que Sandro le había hecho una pelota de trapo, le había dicho que era un gato, y todas las mañanas se la ponía delante para que se vengase en ella de la afrenta y reivindicase su honra canina. Por los mismos motivos terapéuticos, Sandro se lo llevaba a la montaña para que se desahogase. Lo ataba a un extremo de la cuerda, se ataba él mismo al otro, dejaba al perro bien tumbado en un saliente de la roca y se ponía a escalar.
Cuando la cuerda se acababa, lo subía con cuidadito, y el perro había aprendido aquello, y avanzaba con el hocico para arriba y las cuatro patas contra la pared casi vertical, aullando bajito, como en sueños.
Sandro escalaba la montaña más a base de instinto que de técnica, confiando en la fuerza de sus manos, y saludando burlonamente, en los trozos de roca a que se agarraba, el silicio, el calcio y el magnesio que había aprendido a reconocer en el curso de mineralogía. Le parecía haber perdido el día si no había agotado de alguna manera sus reservas de energía, y entonces hasta su mirada era más viva. Me explicó que, haciendo vida sedentaria, se le forma a uno un depósito de grasa por detrás de los ojos, que no es sano; cansándose, la grasa se disuelve, los ojos retroceden al fondo de las órbitas, y se vuelven más penetrantes.
De sus impresiones hablaba con suma parquedad. No era de la raza de esos que hacen las cosas para poderlas contar (como me pasaba a mí); no le gustaban las grandes palabras, ni siquiera las palabras.
Parecía que tampoco de dialéctica, como de alpinismo, hubiera recibido lecciones de nadie; hablaba de una forma que no es corriente; decía sólo el meollo de las cosas. Se llevaba por si acaso treinta kilos de saco, pero en general iba sin nada; le bastaba con los bolsillos y la verdura que, como he dicho, llevaba en ellos, con un trozo de pan, un cuchillito, a veces la guía alpina, muy manoseada, y siempre una madeja de alambre para reparaciones de emergencia. La guía, por otra parte, no la llevaba porque tuviese fe en ella, todo lo contrario. La rechazaba por considerarla una atadura, es más, como una criatura bastarda, un híbrido detestable de papel, nieve y roca. La llevaba de excursión para vilipendiarla, feliz cuando podía pillarla en un error, ya fuera a sus propias expensas o a las de sus compañeros de ascenso. Podía estar andando dos días sin comer, o meterse en el cuerpo tres comidas juntas y luego salir. Para él todas las estaciones eran buenas. El invierno para esquiar, pero no en las estaciones lujosas y mundanas, de las que huía con lacónico desprecio. Demasiado pobres para poder comprarnos las pieles de foca para la subida, Sandro me había enseñado a coser telas de cáñamo tosco, materiales espartanos que absorben el agua y luego se congelan como merluzas, y en las bajadas hay que atárselos a la cintura. Me arrastraba a caminatas agotadoras sobre la nieve reciente, lejos de cualquier rastro humano, siguiendo itinerarios que parecía intuir como un salvaje. Y en verano, de refugio en refugio, emborrachándonos de sol, de cansancio y de viento, limándonos las yemas de los dedos contra rocas jamás tocadas por la mano del hombre. Pero no por subir a las cimas famosas ni en busca de empresas memorables; a él de todo eso no le importaba nada. Le importaba conocer sus propios límites, tomarse la medida y mejorar. Más oscuramente sentía la necesidad de prepararse (y prepararme a mí) para un porvenir de hierro, que se iba acercando por meses.
Ver a Sandro en la montaña le reconciliaba a uno con el mundo y le hacía olvidar la pesadilla que gravitaba sobre Europa. Era su sitio, aquel para el que estaba hecho, como las marmotas cuya expresión y silbido imitaba. La montaña le hacía feliz, con una felicidad muda y contagiosa, como una luz que se encendiera.
Suscitaba en mí una comunión nueva con el cielo y la tierra, en la cual confluían mi necesidad de libertad, la plenitud de mis fuerzas y el hambre de entender las cosas, todo lo que me había empujado hacia la química. Salíamos con el alba, frotándonos los ojos, por el portillo del campamento Martinotti, y allí alrededor estaban, apenas tocadas aún por el sol, las montañas cándidas y oscuras, nuevas como recién creadas por la noche apenas desvanecida, y al mismo tiempo incalculablemente antiguas. Eran una isla, un más allá.
Por otra parte, no siempre hacía falta subir muy alto ni ir muy lejos.
En las estaciones de transición, el reino de Sandro eran los gimnasios de montaña. Hay varios, a dos o tres horas de bicicleta de Turín, y sería interesante saber si siguen siendo frecuentados: los Picos del Pagliaio con el Torreón Wolkmann, los Dientes de Cumiana, Roca Patanüa (que quiere decir Roca Desnuda), el Plô, el Sbarüa, y alguno más, todos de nombre casero y modesto. El último, el Sbarüa, creo que fue descubierto por el propio Sandro o por un mítico hermano suyo, a quien Sandro no me presentó nunca pero que, a juzgar por sus escasas alusiones, debía relacionarse con él como él se relacionaba con el común de los mortales. Sbarüa es un derivado de «sbarüé», que significa «atemorizar». El Sbarüa es un prisma de granito que sobresale como unos cien metros de una modesta colina hirsuta de zarzas y de árboles para leña. Igual que el Viejo de Creta, está de la base a la cumbre rajado por una hendidura que a medida que asciende se va haciendo cada vez más estrecha, hasta obligar al alpinista a salir a la pared de la roca, donde se asusta, claro, y donde existía en esa época un único clavo, dejado allí caritativamente por el hermano de Sandro. Eran aquellos unos lugares curiosos, frecuentados por unas pocas decenas de aficionados de nuestro estilo, y a todos los cuales conocía Sandro de nombre o de vista. Se ascendía, no sin problemas técnicos, en medio de un molesto zumbar de moscardas atraídas por nuestro sudor, encaramándose por muros de piedra firme interrumpidos por rellanos cubiertos de hierba donde crecían helechos, fresas o en otoño moras. No era raro aprovechar como apoyo los troncos de algún arbolillo precario arraigado en las grietas; y se llegaba después de unas horas a la cima, que no era propiamente una cima, sino casi siempre un plácido pastizal donde las vacas nos miraban con ojos indiferentes. Luego se bajaba a prisa y corriendo, en pocos minutos, por senderos plagados de estiércol vacuno y reciente, a recoger nuestras bicicletas.
Otras veces eran empresas más comprometidas; nunca tranquilas evasiones, porque Sandro decía que para mirar el paisaje ya tendríamos tiempo a los cuarenta años. «Dôma, neh?» —me dijo un día de febrero —. En su idioma, quería decir que si hacía bueno, aquella tarde podríamos emprender la ascensión invernal del Diente de M., que teníamos programada desde hacía varias semanas. Dormimos en una posada y salimos al día siguiente, no demasiado temprano, a una hora imprecisa (a Sandro no le gustaban los relojes, sentía su tácita y continua amonestación como una intrusión arbitraria); nos internamos altaneramente en la niebla, y salimos de ella hacia la una, con un sol espléndido, a la enorme cresta de una cima, que resultó no ser la buena.
Entonces yo dije que podíamos volver a bajar unos cien metros, cruzar a mitad de la cuesta y volver a subir por la próxima pendiente; o mejor todavía, ya que estábamos allí, seguir subiendo y contentarnos con la cima equivocada, que después de todo solamente era cuarenta metros más baja que la otra. Pero Sandro, con maravillosa mala fe, dijo en pocas pero densas palabras que no le parecía mal mi última proposición, pero que luego, «por la fácil cresta noroeste» (era ésta una cita sarcástica de la ya citada guía alpina) llegaríamos lo mismo, en media hora, al Diente de M.; y que no valía la pena tener veinte años si no se podía uno permitir el lujo de equivocarse de camino.
La fácil cresta puede que fuera fácil o incluso elemental en verano, pero nosotros la encontramos en malas condiciones. La roca estaba mojada por la vertiente que daba al sol y cubierta por una negra capa de hielo en la vertiente de sombra. Entre un saliente de piedra y otro había montones de nieve sucia en la que se hundía uno hasta la cintura.
Llegamos a lo alto a las cinco, yo tirando del cuerpo que daba pena y Sandro presa de una siniestra hilaridad que a mí me pareció irritante.
— ¿Y para bajar? —Para bajar ya veremos — contestó.
Y añadió misteriosamente:
—Lo peor que nos puede ocurrir es que tengamos que probar la carne de oso. Pues la probamos, sí señor, la carne de oso, a lo largo de aquella noche que se nos hizo interminable.
Bajamos en dos horas, ayudados malamente por la cuerda, que se había helado; se había convertido en un maligno enredijo tieso que se enganchaba en todos los salientes y hacía ruido contra la roca como el cable de un funicular. A las siete estábamos a orillas de un pequeño lago helado, y estaba oscuro.
Comimos lo poco que nos había sobrado, construimos un inconsistente murito contra la parte del viento y nos echamos a dormir en el suelo, apretados el uno contra el otro. Era como si también el tiempo se hubiera congelado. Nos poníamos de pie de cuando en cuando para reactivar la circulación, y seguía siendo la misma hora, y el viento seguía soplando, y seguía viéndose un espectro de luna, siempre en el mismo punto del cielo y, delante de la luna un cortejo fantástico de nubes en jirones, siempre las mismas. Nos habíamos quitado los zapatos, como aconsejan los libros de Lammer, tan queridos por Sandro, y teníamos los pies metidos en sacos. Al primer resplandor fúnebre, que parecía venir de la nieve y no del cielo, nos levantamos con los miembros anquilosados y la mirada desorbitada por la falta de sueño, el hambre y la dureza del lecho; y encontramos los zapatos tan sumamente helados que sonaban como campanas y para ponérnoslos tuvimos que incubarlos igual que hacen las gallinas.
Pero volvimos al valle por nuestros propios medios, y al posadero, que nos preguntaba riendo que cómo lo habíamos pasado mientras miraba de reojo nuestras caras de loco, le contestamos descaradamente que habíamos hecho una excursión preciosa, pagamos la cuenta y nos fuimos con toda dignidad. Aquella era la carne del oso. Y ahora que han pasado tantos años, me arrepiento de haber comido poca, porque entre todo lo que la vida me ha concedido de bueno, nada ha tenido ni de lejos el sabor de aquella carne, que es el sabor de sentirse fuertes y libres, libres incluso de equivocarse, y dueños del propio destino. Por eso le estoy agradecido a Sandro, por haberme metido deliberadamente en apuros, tanto en aquella ocasión como en otras empresas solamente insensatas en apariencia, y sé con toda seguridad que más tarde me han servido de mucho.
En cambio a él no le han servido, o no por mucho tiempo. Sandro era Sandro Delmastro, el primer caído del Comando Militar Piamontés del Partido de Acción. Después de unos pocos meses de extrema tensión, en abril de 1944 fue hecho prisionero por los fascistas, no se rindió e intentó fugarse de la Casa Littoria de Cuneo. Murió de una descarga de metralleta en la nuca, disparada por un monstruoso niño-carnicero, uno de aquellos desgraciados esbirros de quince años que la República de Saló había reclutado en los reformatorios. Su cuerpo permaneció mucho tiempo abandonado en medio del camino, porque los fascistas habían prohibido a la población darle sepultura.
Hoy sé que es una empresa sin esperanza recubrir a un hombre de palabras, hacerlo revivir en una página escrita, y particularmente a un hombre como Sandro. No era de esas personas de las que se pueden contar cosas o a las que se pueden levantar monumentos, con lo que él se reía de los monumentos. Vivía por entero en sus acciones, y una vez terminadas éstas, de él ya no queda nada. Nada más que las palabras, precisamente.
“Cuando todo esto pase” podréis leer El sistema periódico, de Primo Levi (Península, 2014), en traducción de Carmen Martín Gaite. [Aviso legal]