Arranqué el motor del coche y empecé a acelerar lentamente. Antes de encender las luces me ajusté el cinturón de seguridad y con la otra mano puse a funcionar la radio desde los mandos del volante. Ya era de noche y las cifras anaranjadas junto al cuentakilómetros señalaban una hora en punto. Eso, según en qué canal de radio, significa noticias, información, novedades. La emisora que sonó primero fue Radio Nacional. A través de las ondas llegó la música magnética de la cabecera de informativos y pronto una voz acelerada disparando titulares a diestro y siniestro. Un niño enterrado en un pozo de veinticinco centímetros de diámetro a más de cien metros de profundidad, un país latinoamericano al borde del conflicto civil y despertando las sombras de la Guerra Fría en busca de su propia dignidad, una anciana aislada junto a su nieta y ocho ovejas muertas a causa de una grave inundación, un proyecto político resquebrajándose en tuits, cartas y ruedas de prensa, las dos grandes capitales del país bloqueadas por una huelga agresiva. Cambié de emisora y volví a escuchar lo mismo. Lo intenté de nuevo, pero nada. Quise cambiar una vez más, pero lo pensé mejor y apagué la radio. Pensé en esas familias que cenan con la televisión encendida y conduje durante un buen rato con el sonido tranquilizador de la combustión del motor de gasolina, perdiendo por el camino las luces de las farolas como si fuesen titulares de un informativo de última hora. A mi alrededor la ciudad parecía seguir un ritmo normal. Gente joven en las calles, trabajadores volviendo a casa, señoras paseando al perro, los comercios cerrando sus persianas. Los semáforos en rojo y el tráfico se detenía, los semáforos en verde y el tráfico continuaba. Todo parecía ir bien, pero las ondas de los medios ya habían hecho su efecto. La información —esa extraña superstición de nuestro tiempo— me había convencido de forma irreversible de que esa calma era solo fachada y de que nadie se acostaría en paz aquella noche. El rugido suave del motor me pareció entonces un consuelo suficiente, incluso necesario, así que seguí acelerando. Sin alternativa posible, afuera todo ocurría desde el fondo de un pozo, en busca de dignidad, aislados entre niños y animales muertos, con las ideas resquebrajadas y el ánimo bloqueado como en una huelga agresiva.
Sociedad
15. Me gusta. Me encanta
Café Con/sueloEn algún momento oigo una voz que me dice: «Las redes sociales favorecen una vida más auténtica». Me paro en seco y dudo, pienso un poco, sigo existiendo. En Instagram ponemos lo mejor de nosotros, en Twitter lo peor. Facebook es un juego de veladuras que cobra mayor interés por lo que no se muestra que por lo que enseñamos, por los silencios que por los gritos, los manifiestos, las consignas. Quienes hemos asumido la presencia de las redes sociales con cierta reticencia –más aún quienes lo han hecho con abierto rechazo– hemos pensado de forma natural que estos nuevos espacios acabarían por destruir la idea de intimidad y ese mundo nuestro basado en el diálogo extraño, artificial, sordomudo, entre lo público y lo privado. Pero, ¿y si ha ocurrido todo lo contrario?
Desde que se empezó a cobrar por las bolsas de plástico, sobre todo en los supermercados, me he acostumbrado a cruzarme por la calle con gente cargada de alimentos y útiles de toda clase y condición. No es raro ver a un chaval que camina agarrando con desesperación un par de aguacates, una barra de pan, un mocho de fregona y varios cartones de leche. Vemos sin problemas que una mujer abraza con gran esfuerzo tres o cuatro naranjas, una caja de compresas, dos latas de cerveza, una bolsa de ensalada y un par de plátanos aún verdes. Nadie se sorprende si en la parada del autobús hay un señor esperando con un paquete de papel higiénico en una mano, y en la otra un sobre de jamón cocido, un tubo de pasta de dientes y unas latas de atún.
En otros tiempos sin redes sociales esto nos podría parecer impúdico, obsceno, inverosímil. Sin embargo, plataformas como Facebook nos han enseñado a comprender y aceptar las intimidades del otro (sus viajes, sus hijos, sus mascotas, sus logros, algunos de sus fracasos, sus aniversarios conyugales, sus relaciones laborales, sus aficiones y, al fin, sus compras) como si fueran nuestras. Las redes sociales han propiciado una autenticidad nada desdeñable que nos permite ahora mostrar sin tapujos los productos que consumimos. Gracias al exhibicionismo enfermizo de redes como Instagram podemos pasear felices haciendo equilibrio con una piña, una crema de calabaza ecológica, una caja de cereales, un bote de champú y una lata de alcachofas. Por fin podemos ser auténticamente auténticos.
Ahora bien, por naturaleza soy un tipo desconfiado y me surge una duda. Una inquietud, más que una duda: ¿y si la lista de la compra, como un muro de Facebook, es también un juego de veladuras? ¿Y si la gente empieza a poner filtros sobre los productos que consume? ¿Y si empezamos a editar nuestras propias necesidades diarias? No es inimaginable ver a un tipo que nos mira de reojo para saber si hemos notado la talla de los preservativos que acaba de comprar; a una mujer que trata de esconder entre los tomates la crema hidratante de marca blanca y la mantequilla de cacahuete con aceite de palma; o a un señor que, calculando al detalle el orden de los productos que carga entre los brazos, como en una pirámide, ha colocado en la parte más visible una botella de vino gran reserva para compartir con sus amigos el buen criterio de su elección.
Nadie duda de que no son lo mismo las carnes procesadas que el pollo de corral, el bimi o el kale que un vulgar puerro, la cerveza artesanal que la cerveza a secas, la mortadela que el jamón. Mucho se ha hablado de la cantidad de información que nuestra basura puede desvelar, y es cierto que mis residuos son un libro abierto para cualquiera que esté interesado en mis hábitos, gustos, usos y costumbres. La CÍA lo sabe todo de nosotros porque agentes de incógnito rebuscan en las basuras, pero aquello que todavía no es basura ni residuo, aquello que habita el limbo del consumo –porque ya es nuestro pero aún no hemos terminado de procesarlo–, eso es Big Data en bruto, información pura susceptible de ser interpretada, copiada y manipulada.
Además de un hipotético gusto, en los productos biológicos, el tamaño ahorro, la oferta de última hora, el envase de plástico o el jamón de bellota hay mucha política y mucha economía. Pronto habrá agentes de la CÍA apostados en los alrededores del Lidl y del Carrefour para fotografiar con enormes lentes los productos que cargamos con prisa, en ese universo en expansión que separa la bolsa de plástico de esa otra bolsa de papel o de tela. Mientras no haya bolsa, seremos libros abiertos. Si considero la opción de que el uso masivo de las redes sociales nos haya hecho evolucionar hacia una forma de interacción más abierta y directa, entonces mi lista de la compra puede ser un testimonio o un informe pericial: objetiva, fiel, honesta, sincera. En cambio, si pienso que a todos nos influye el juicio del prójimo, entonces quizá me plantee gastar unos euros de más en esas zanahorias de cultivo ecológico, quizá hoy no necesite esas galletas tan infantiles, quizá decida acostumbrarme al pan de espelta, repudie el alcohol, olvide el café torrefacto, me acostumbre a cocinar sin aceite, apueste por el aroma a lavanda y me quite el azúcar.
De nuevo oigo una voz que me dice: «Las redes sociales favorecen una vida más auténtica». Me vuelvo pero no hay nadie. Serán cosas mías. Sigo caminando y me encuentro con varios compradores que acaban de salir de un supermercado que hay al lado de casa. Cargan un buen número de productos y yo me tomo el tiempo y la confianza para observarlos: sal baja en sodio, salchichas cocidas, gel de baño biodegradable, tomates cherry, desodorante sin aluminio, espárragos trigueros, gamba blanca congelada, cacao soluble… Yo sonrío, acabo de salir del supermercado y repaso mentalmente lo que llevo entre las manos. Creo que he hecho una buena compra. Me relajo y sigo observando los productos que cargan algunos transeúntes que acaban de completar su lista de la compra. Hay de todo, la verdad. Algunos me parecen despreciables y otros bien podrían ser mis amigos. Sigo observando. Me gusta. Me encanta.
Imagen: Andy Warhol, Campbell’s Soup Cans, 1962