27. El ascenso (una biografía capitalista)

Café Con/suelo

He recibido dinero por nada.

He recibido dinero por sacar al perro.

He recibido dinero por limpiar un coche.

He recibido dinero por cantar villancicos.

He recibido dinero por pedir para el Domund.

He recibido dinero por vender papeletas para el sorteo de un reproductor DVD.

He recibido dinero por vender pan y dulces en un puesto del mercado.

He recibido dinero por vender un reproductor Mp3.

He recibido dinero por repartir publicidad en los buzones.

He recibido dinero por un pellizco de hachís.

He recibido dinero por descargar camiones.

He recibido dinero por habérmelo encontrado.

He recibido dinero por repartir publicidad en la calle.

He recibido dinero por contar la recaudación de máquinas expendedoras.

He recibido dinero por escribir un relato.

He recibido dinero por enseñar español.

He recibido dinero por corregir y revisar un libro.

He recibido dinero por vender libros.

He recibido dinero por traducir un texto.

He recibido dinero por escribir sobre un libro.

He recibido dinero por hablar de literatura.

He recibido dinero por […].

 

 

Imagen: Un dólar ($) estadounidense.

 

 

26. El agonías

Café Con/suelo

En los más reputados círculos científicos se sabe que, más allá de la forma plural del «estado que precede a la muerte», utilizamos el término agonías para referirnos a una persona que actúa de determinada forma bajo ciertas circunstancias. Se sabe, también, que hay muchos tipos de agonías. Sin embargo, es difícil definir a qué nos referimos cuando clasificamos a alguien con esta palabra: agonías. Mi yo más positivista no renuncia a la posibilidad de descubrir y demostrar el significado verdadero del término. Varios aspectos confluyen en la manifestación fenoménica derivada del comportamiento de aquellos individuos diagnosticados como agonías: algunos de ellos son la redundancia, la inutilidad y la vanidad. No obstante, ante la imposibilidad de su definición, quizá resulte útil exponer apenas tres casos a modo de exempla:

1. Quien camina un día lluvioso con el paraguas abierto y pegado a la pared, buscando además la protección de las repisas, y obligando a que los paseantes sin paraguas se desplacen sin remedio hacia el espacio más desprotegido de la acera: agonías.

2. Quien espera a que empiece una mesa redonda sobre un escritor (Bolaño, por ejemplo) leyendo el libro más representativo del escritor en cuestión (Los detectives salvajes, por ejemplo) para luego hacerse pasar en el turno de preguntas por un especialista en el escritor y en el libro en cuestión: agonías.

3. Quien participa en una mesa redonda en homenaje a un escritor fallecido (Bolaño, por ejemplo) en calidad extraliteraria (amigo, por ejemplo) para acabar concluyendo con algo que podría haber dicho cualquiera (era buena persona, por ejemplo): agonías.

Advertencia: la vida es una agonía, que podría haber dicho Quevedo. Esto quiere decir que nadie está libre de encontrarse, aun sin proponérselo, en el punto en que confluyen la redundancia, la inutilidad y la vanidad. Si fuésemos inmortales, que diría Borges, lo imposible sería no encontrarse alguna vez en ese punto. Todos somos un poco agonías. Lo importante, lo que hay que evitar, es ser El agonías.

 

 

Imagen: M. C. Escher, Drawing Hands, 1948

24. Dejando morir el mundo

Café Con/suelo

Voy caminando por la calle Fuencarral y hay una muchedumbre que me increpa como en un círculo del Infierno. Las voces dicen: Mira qué chico más guapo, buenos días. ¿Alguna vez has pensado cuántos perros sin dueño hay en el mundo? ¿Qué tal? Buscamos gente a la que le quedan bien las gafas de solHola, ¿has oído hablar de los niños robados? Dile adiós al plástico y firma aquí. Buenos días, ¿te preocupa quién te cuidará cuando seas mayor? El tabaco es la principal causa de muerte evitable en el mundo. ¿Con quién estás: la banca o el ciudadano? Las camareras de hotel tienen las articulaciones destrozadas. Hola, ¿conoces los peligros de tirar aceite por el desagüe? Cada día mueren en promedio al menos 12 latinoamericanas y caribeñas por el solo hecho de ser mujer. ¿Te importan los niños, el hambre, la sequía? Perdona, ahí detrás se te ha caído… la sonrisa. Yo admito que hacen bien su trabajo tratando de salvar el mundo. Acelero ligeramente el paso y digo: Ya colaboro, gracias. Ya colaboro.

 

 

Imagen: El fin del mundo (no firmé)

17. Algarrobo

Café Con/suelo

Hoy ha muerto el actor Álvaro de Luna, conocido por su papel de Algarrobo en la serie Curro Jiménez. En los periódicos dicen que ha fallecido a los 83 años por «complicaciones en un cáncer de hígado». Yo apenas he visto alguna vez Curro Jiménez, como de pasada, haciendo zapping en días de verano bochornosos de reposiciones televisivas y siestas interminables. Todo el mundo está conmovido por la muerte del inolvidable Álvaro de Luna y yo no sé muy bien quién es Algarrobo, pero hoy también lo admiro. Todos adoraban al actor Álvaro de Luna y yo ni conocía su nombre. Todo el mundo habla del inolvidable Algarrobo y yo debo recordarlo aquí para que pase a ser también, para mí, inolvidable. Álvaro de Luna ha muerto hoy, en mi ignorancia, por «complicaciones en un cáncer de hígado». Y yo pensando que el cáncer de hígado era ya de por sí una complicación.

 

 

Imagen: Álvaro de Luna en Curro Jiménez.

 

 

10. Sol blanco

Café Con/suelo

Anotación recuperada de un cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta:

 

Estoy en el aire, a pocas horas de aterrizar en La Habana. Llevamos muchas horas de vuelo y no se ha hecho de noche. Parece que nunca vaya a hacerse de noche. Son aproximadamente las 22:00 –hora española– y a través de la ventanilla brilla un sol blanco.

Tenía previsto escribir muchas cosas durante el vuelo. Un artículo sobre la crítica literaria de Alfonso Reyes, una reseña de la novela de Carlos Fonseca, otra de Punto de fuga, de David Markson. Por ahora no he escrito mucho y he dormido aún menos. Iba a escribir que hasta el momento no hemos sufrido turbulencias y que el avión vuela suave, pero justo acaban de llegar: pequeñas sacudidas que solo complican mi ya difícil incursión aérea en la escritura.

Una vez en tierra recupero el sueño que le debía al vuelo. Al día siguiente, en una calle cualquiera y ruinosa de La Habana Vieja, dos niños de seis o siete años me llaman con saludos desde la ventana de su escuela. Con europeo reparo, al principio dudo si acercarme, pero me acerco. Les devuelvo el saludo y pregunto qué hacen. Son una niña y un niño, ambos mulatos y vestidos con el pulcro uniforme granate y blanco de la escuela primaria. «Jugamos a pelota», me dicen. Con europeo reparo, yo pregunto quién de los dos es el mejor jugando al béisbol, y casi al unísono, reduciéndome al más profundo ridículo, los dos responden que son igual de buenos. Por un momento pienso que es una respuesta aprendida de memoria, copiada mil veces, cantada como un himno, pero la expresión serena de sus caras parece verdadera. No concibo un mundo en el que esa respuesta –inexistente en otras latitudes– no me sorprenda.

Amelia, que viaja conmigo, habla con otra niña asomada a la ventana contigua, al pie de la calle, y la niña le pregunta de dónde venimos. «Somos españoles, venimos de España», le contesta Amelia con un cariño infinito, y la niña de su ventana se junta por unos segundos con las de la mía para murmurar: «qué bien se le entiende». Escucho esa frase y el océano Atlántico se abre y se expande hasta límites insospechados. Entonces nos piden un chavito o un candy, (pronunciado kendi, como un auténtico muchacho del Bronx). Les digo que no tengo y claramente no me creen. Es verdad que no tengo caramelos. Dinero sí llevo, pero algo que debe parecerse mucho a mi reparo europeo me impide darle una sucia moneda a unos niños tan oscuros y luminosos, a través de la ventana de su escuela.

Al rato me siento a tomar un café y quiero escribir sobre esas niñas. Sobre sus uniformes, sobre sus peinados perfectos, sobre los grandes ventanales de la escuela que dan a una calle de tierra, sobre las decisiones que tomamos, sobre la moneda y el caramelo, sobre su sorpresa al (creer) entender nuestro lenguaje. Saco un cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta, y noto de pronto unas pequeñas sacudidas que crecen de forma gradual. Por un momento pienso en un temblor de tierra, pero enseguida me relajo. Sin duda, son turbulencias. Dejo el bolígrafo a un lado. Aunque el café no se mueve, Amelia parece sentirlas también: las turbulencias, el miedo, la tristeza, el egoísmo.

Mi incursión en la escritura de nuevo se complica. El sol es el mismo de ayer por la noche.

 

 

Imagen: Cuaderno gris, sin fecha, con una letra B escrita con tinta verde sobre la cubierta.

5. Con suelos humanos

Café Con/suelo

El otro día escribí que el escritor Sergio Chejfec y yo debíamos ser muy distintos. Lo dije, y ahora, solo porque puedo, me retracto. Aunque él sigue viviendo en Nueva York y yo sigo sin saber dónde vivo, Chejfec y yo nos parecemos más de lo que pensaba. Por si alguien no me cree, vuelvo a citar Mis dos mundos:

 

En general, miro bastante hacia abajo cuando camino. El suelo es una de las cosas más reveladoras de la condición del presente; es más elocuente en sus daños, deterioros, desniveles o accidentes de cualquier tipo. Me refiero tanto a los suelos urbanos como a los campestres, los difíciles o los amistosos. Y en concreto me refiero a los suelos de los caminos, o a los suelos humanos en general, porque el suelo en abstracto, el suelo del mundo, habla otros idiomas muy difíciles de abarcar.

 

Qué consuelo saber que a Chejfec le preocupan tanto como a mí los suelos humanos. Lo demás es silencio.

 

 

Imagen: obras de Javier Garcerá en el Hospital Real, Granada

4. Banksy y el mendigo del Starbucks

Café Con/suelo

Hace unos días se publicó una noticia que eclipsó a todas las demás. En la famosa casa de apuestas Sotheby’s se subastó el lienzo Girl with Balloon del enigmático grafitero Banksy. Como todo el mundo sabe ya, resulta que, a los pocos segundos de ser vendida, la obra se autodestruyó mediante un ingenioso dispositivo triturador instalado en el marco del cuadro. Mientras tanto, Banksy comentaba su hazaña en Twitter con la célebre fórmula del subastador: Goinggoinggone! Algo así como ‘se va, se va, se fue’.

Cuando los más conmocionados dejaron de llorar, pudo oírse la voz de la esperanza. Un día después, la compradora anónima (a partir de ahora CA) confirmó que efectivamente pagaría 1,18 millones de euros por la obra (destruida), que ya tiene nuevo título: Love is in the Bin (El amor está en la papelera). Muy orgullosa, CA se proclamaba en posesión de un fragmento de la historia del arte. Pero CA no estaba sola en esta gesta de marketing autocomplaciente: la nueva obra –fruto de una «inesperada performance»– es para Sotheby’s el primer trabajo artístico que se crea durante una subasta. Aún queda por esclarecer si la casa de subastas estuvo implicada o cómo es que nadie notó el anormal peso del marco, pero esa es otra historia. Apenas un par de días después, The Telegraph informó de que un coleccionista que estaba en posesión de una impresión de Girl with Balloon –valorada en 45.000 euros– decidió hacerla trizas imitando al artista británico. Según los especialistas, su ‘obra’ vale ahora 1 euro.

Cuando los más conmocionados dejaron de llorar, pudo oírse la voz de la esperanza. Como todo el mundo sabe ya, resulta que «la verdadera víctima de la provocación de Banksy fue Jenny Saville» (titular de El País). La noche de la famosa subasta, Sotheby’s vendió Propped, obra de Saville, por 10,8 millones de euros: el precio más alto jamás pagado en una subasta por una artista viva. Saville hizo fortuna e historia, pero por culpa de las travesuras de Banksy se tuvo que conformar, al menos esa noche, con la fortuna, pues todos los medios centraron su atención en el minuto de gloria que duró la escritura de un nuevo y ya famoso capítulo de la historia del arte. Pobre Saville.

Cuando los más conmocionados dejaron de llorar, pudo oírse la voz de la esperanza. Como solo sabrán unos pocos, resulta que el otro día vi a un chico joven, negro, mendigando a las puertas de un Starbucks en Murcia. Estaba sentado en el suelo, ligeramente ovillado: una rodilla flexionada, un codo apoyado en la rodilla y la mano sosteniendo la cabeza. A diferencia de otros mendigos que buscan la mirada de la gente para crear un vínculo o imaginar un afecto, el chico parecía distraído, como ausente, ensimismado en el olor a sudor y en las ropas viejas. A sus pies había una taza de aluminio como las que se utilizan para ir de acampada dentro, un par monedas– y, al lado, un trozo de cartón a dos aguas. En el cartón había una frase. No sé por qué, pero pensé que aquella frase no la había escrito él. A lo mejor se la dictaron o alguien la dejó allí sin pedirle permiso. En el cartón ponía: «Mi madre piensa que estoy bien en España».

Claro que me impactó el mensaje y claro que pensé en su madre y en esa pobre vida de mierda que nadie se merece. Cualquiera habría pensado lo mismo, pero es entonces cuando la obra pierde valor. Para no ser superficial, preferí disfrutar de la armonía entre escritura e imagen. Su figura escultórica apropiándose del espacio, la mirada inexpresiva, el hermoso color de su piel, el contraste entre la quietud absoluta de un cuerpo encerrado en sí mismo y el dinamismo orgánico de una muchedumbre absorta en su Caffè Latte (Love is in the Bin, pensé). La composición, el ritmo, el color, todo era perfecto. Y la frase. Qué frase, señores. Aquella frase podría haberla escrito Banksy y se subastaría en Sotheby’s o en cualquier otra casa de putas [sic], para que CA pudiera llevarse a casa el «negro pobre con taza de aluminio y cartón a dos aguas». No hice ninguna foto porque no llevaba cámara y porque no tengo buen ojo. Preferí deleitarme con esa imagen y no pensar en los millones de euros que estaba tirando a la basura por no inmortalizar el momento. Goinggoinggone!

 

 

Imagen: Love is in the Bin, Banksy, 2018.

3. Mi abuela y los dos Fiat de Gerhard Richter

Café Con/suelo

Ayer hablé con mi abuela. No la llamo tan a menudo como debería pero me gusta hablar con ella. Suelo llamarla al móvil y hablamos durante un buen rato. Más bien habla ella, pero de todas formas me gusta. El proceso es siempre muy parecido y aun así me gusta. Antes le preguntaba cómo estaba y rápidamente pasábamos a hablar de mi abuelo. «Hoy ha comido esto, hoy ha hecho aquello». Pero ya no hablamos de mi abuelo. O hablamos menos. Sin embargo, ella sigue hablando mucho. Me gusta escucharla. A veces parece que me ignora, pero ella sabe que estoy ahí y eso me basta.

Por norma, nuestra conversación es centrífuga y va del centro hacia los márgenes. Primero hablamos de algunas dolencias (El Centro) y de la actividad de la mañana; luego del menú del día, sobre todo si va a compartirlo con alguien (lo que ya prefigura una salida hacia los márgenes); después hablamos de las visitas (mis primas, el farmacéutico, la peluquera); más tarde me comenta las novedades familiares, también en orden de proximidad en el espacio y en el tiempo; luego hablamos un poco de mí, que estoy siempre con un pie en el margen; y ya, si nos quedan tiempo y ganas, hablamos del mundo. Esta estructura de círculos concéntricos que se alejan rápidamente del centro     –uno mismo– para fijar su atención en el otro, son en mi abuela –y en otras mujeres de su tiempo– la metáfora de toda una vida.

Las conversaciones con mi abuela son imprevisibles como un happening de Allan Kaprow. Un día me tiene veinte minutos al teléfono y otro día me despacha en treinta segundos. El problema (si es que hay un problema) no es la irregularidad, sino la sorpresa: mi abuela habla mucho o te cuelga sin avisar. Pero cuando habla, habla. Quizá tenga que ver con que una hermana suya se fue a vivir a Valencia, donde también hablan mucho. Aunque sé que no tiene sentido, pues en todo caso sería la hermana de mi abuela la que debería haber llevado el silencio a Valencia. Hay cosas que no tienen sentido.

Últimamente me ha dado por pensar que con el tiempo mi abuela ha ido perdiendo rapidez en los movimientos para ganarla en el habla (sospecho que también en el pensamiento). Por eso esta mañana cuando estaba en el metro me he acordado de ella y he decidido que esta noche también la llamaré. Ha sido al ver a toda esa masa de personas corriendo de un lado para otro, empujándose y saltando al vagón bajo el pistoletazo de salida. Por mi mente han pasado los dos Fiat evanescentes que Richter pintó a finales de los setenta. Por contraste, tengo un recuerdo muy nítido de mi abuela frente a las escaleras mecánicas de El Corte Inglés, tomándose su tiempo para cabalgar el dragón de hierro. Menos mal que mi abuela no vive en Madrid y no necesita coger el metro. Cuando uno es joven no puede saber esas cosas y cae en el error de pensar que el tiempo se detiene con la vejez, que baja el ritmo y se ralentiza como los movimientos de mi abuela, y que la velocidad es cosas de la juventud. Al contrario, el mundo, para mi abuela, es la velocidad viva. Por eso la peluquera la peina en su casa, el farmacéutico le lleva las medicinas y el taxista la acompaña del brazo hasta el portal de su edificio.

No hace mucho que mi abuelo, durante las comidas, silenciaba el televisor porque ya no entendía los telediarios. Hubo un antes y un después muy preciso en ese acto de silenciar un mundo ya demasiado veloz. Hubo un antes y un después también en la decisión de mi abuela de no volver a cabalgar el dragón de hierro y utilizar a partir de entonces el ascensor. El mundo se ha vuelto para ellos algo que gira demasiado deprisa. No es que los años pasen más rápido, sino que los presentadores del telediario y las escaleras mecánicas han dejado de moverse a su ritmo y de hablar su mismo lenguaje. Por eso mi abuela habla cada vez más, y cada vez más rápido. Para compensar, para que pueda llamarla esta noche, para que exista esa posibilidad de que, si aún nos quedan tiempo y ganas, podamos hablar del mundo.

 

 

Imagen: Zwei Fiat, Gerhard Richter, 1964

 

2. Hotel de lujo con putas y niña

Café Con/suelo

En Mis dos mundos, Sergio Chejfec dedica apenas una o dos líneas a describir su espera apoyado en el mostrador de un hotel: «El mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción», dice Chejfec. Sin conocerlo, intuyo que mi vida y la de este escritor argentino son muy distintas (él vive en Nueva York y yo no sé dónde vivo), pero me baso solo en que no nos conocemos. Sin embargo, hay algo en su escritura que de alguna forma me pertenece, que me hace sentir muy cerca de él y también de mí mismo. Esto no sucede solo con sus palabras sobre la espera en los hoteles. También sentí algo parecido al leer en Teoría del ascensor sobre aquellas indagaciones que Chejfec llevó a cabo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, revisando viejas guías telefónicas en busca de números y direcciones de escritores, quién sabe si tratando de ver más allá, en los volúmenes ruinosos de papel mojado, una constelación misteriosa. Eso me interesa y me interpela. Pero lo del hotel… El mundo «clandestino y deshilvanado» del que habla Chejfec puede describir el ambiente turbio de un motel de carretera, de un hostel cosmopolita y juvenil, de una pensión familiar en una ciudad de provincias,  o de un hotel mediocre de una cadena mediocre situado en una calle mediocre de un barrio mediocre. Pero, ¿y un hotel de lujo?

No hace mucho me sorprendí a mí mismo esperando una noche apoyado en el mostrador de uno de estos hoteles, en Madrid. Podría ser el Ritz o el Palace. Incluso el Wellington. Yo esperaba distraído cuando vi que uno de los botones del hotel, enfundado en su impecable levita granate, comenzó a agitarse y a buscar algo con la mirada a través de los cristales que dan a la calle. Cuando encontró lo que buscaba, el botones se sosegó, caminó hacia la puerta principal y ayudó a dos señoritas a subir los escalones con una silleta infantil. Una de las señoritas parecía muy joven, la otra no tanto. Ambas lucían unas piernas largas, bonitas e imperfectas, salpicadas de viejos tatuajes y hematomas deslucidos. Podrían ser madre, hija y nieta, tal vez. El caso es que aquellas dos señoritas eran putas. Mi tesis, insuficiente como todas: la nocturnidad; los tatuajes añejos; el tinte abrupto (negro-negro la más joven, rubio-rubio la mayor); el paso violento; el maquillaje tosco; los vestidos cortos, elásticos, malos; las uñas largas y brillantes; el recibimiento urgente, el ascensor esperando. ¿Y la niña? La niña dormía bajo una chaqueta oscura que la cubría casi por entero. A su alrededor: la madera noble, los cromados en oro, la alfombra bordada, la enorme lámpara de cristal checo. Entonces recordé las palabras de Chejfec: «el mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción». ¿Qué esperaba yo? ¿Qué esperaba el botones?

Dos prostitutas, quizá emparentadas, subiendo con urgencia a la habitación de un hotel de lujo y empujando, con la ayuda de un botones con levita granate, una silleta infantil con una niña dormida. ¿Qué hacían con la niña? ¿Por qué iba dormida la niña? Quizá yo estaba equivocado y aquel tríptico representaba solo a una familia más hospedada en el hotel. Quién sabe. En cualquier caso, la escena, además de insólita y deshilvanada, era perturbadora. A la niña yo no la vi. Solo un par de zapatillas blancas bajo la chaqueta. A pesar de haber interactuado con rapidez y eficacia –como si no fuera la primera vez–, el botones y la mujer menos joven, quien parecía llevar la batuta, ni se miraron. Eso me perturbó. Ahora lo que me perturba es que podría haber sido un niño, pero yo imaginé una niña.

 

 

Imagen: Château de Gudanes, Ariège, Francia