33. La conversación infinita

Café Con/suelo

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A veces uno se cansa de escucharse a sí mismo. En esas ocasiones cobra protagonismo el silencio, pero un silencio descontrolado implica el riesgo de la enfermedad. Por eso existe la alternativa de hallar un interlocutor que participe, que escuche o que al menos sepa fingir que lo hace. En esos momentos la conversación puede ser un bálsamo y no ya un quebradero de cabeza. La figura del interlocutor encierra algo de propio y de ajeno que me seduce y al mismo tiempo me inquieta, porque el interlocutor siempre se lleva algo que nos pertenece. Cada palabra que le dedico es un vuelo, un derroche. En la conversación, la palabra que pronunciamos se diluye dejando un espacio vacío, que a pesar de la difícil convivencia que se da entre el alivio y la angustia es un espacio necesario. Quizá por eso somos animales tendentes a la conversación, a generar infinitas oquedades donde antes hubo sonidos y alientos de café con leche.

Hace unos días me entrevistaron por primera vez. La entrevista es una cosa rara y divertida que parece una conversación pero tiene mucho de monólogo. Al principio pensé: «qué mal momento, ahora que me envuelve el silencio», pero pronto entendí que un interlocutor puede darte tanto o más de lo que te quita. Quedamos en un bar céntrico, pero estaba cerrado, así que nos fuimos a otro lugar cercano. Ella pidió un desayuno completo y yo solo un café. Luego otro. Hablamos durante un buen rato antes de que la entrevistadora pusiera a funcionar la grabadora, abriera su cuaderno y apareciera un tipo simpático con una potente cámara fotográfica. Los temas se sucedieron, moví las manos para exorcizar el espíritu nervioso que invocan una cámara y una grabadora, guardé silencios y otros los gasté trastabillando, quitándome la palabra a mí mismo en un alarde de confianza que era solo miedo.

Es curioso que en una mañana fría y borrosa alguien se despierte y pueda llegar a imaginarse lúcido, rápido, interesante, incluso gracioso, y luego descubrir que es un entrechocar de piedras, un roce de hojas secas, un borbotón de agua… Fue estimulante hablar como dirigido por una serie de preguntas inesperadas, hilando tonterías y confesiones impensadas —dejándome hablar por el interlocutor—, pero me asusta la sensación final de perder por completo el control sobre mis palabras. Esta reflexión me hace pensar en la vieja superstición que ve en la fotografía el robo de un alma, y que seguramente costó más de una vida en el corazón de alguna tribu aborigen. Ahora la entrevistadora —que es, para mí, el interlocutor— tiene una conversación de más de dos horas grabada y puede sacar de allí la versión de mí mismo que ella prefiera. A pesar de su tiempo limitado, es de algún modo una conversación infinita. Cualquiera de esas versiones seré yo y al mismo tiempo otro que con toda probabilidad me costará reconocer. Será, también, el interlocutor.

No sé cuál de los tres escribe esta página.

 

 

Imagen: Robert Wilson, The Old Woman, 2013

14. Inacabado

Café Con/suelo

Abro un borrador y me pregunto: ¿cómo leemos un texto que sabemos inacabado? ¿Qué representan la firma del artista o el punto final del relato? Si uno de los grandes enigmas de la historia de la humanidad reside en no saber por qué una persona se levanta una mañana y decide crear un objeto artístico –inútil improductivo–, otro enigma, sin duda igual de interesante, es dilucidar cuándo una obra de arte está acabada: cuándo un borrador deja de ser un borrador. Si hablo de narrativa, una respuesta bastante obvia apela a la falta de información que vuelve incoherente o ininteligible el argumento de un texto. Sin embargo, todos hemos oído hablar del sentido ‘abierto’ de la obra de arte y de la función activa del lector o del espectador, por lo que una respuesta válida no puede reducirse al hecho de que al final de la novela sepamos o no quién es el asesino.

Otra respuesta, no menos simplista, se decanta por confiar en la legítima voz del autor, quien decide abiertamente cuándo su obra está acabada. Aquí me encuentro con al menos dos problemas: por un lado, el mismo autor puede no saber cuándo dar por acabada su obra, o –en el mejor de los casos– saberlo pero ser incapaz de hacerlo explícito. Por el otro, son muchos los ejemplos de voces autoriales ninguneadas por el vozarrón de la industria cultural. Borges renegó de muchos de sus textos publicados durante su juventud. Sin embargo, ahí están sus Textos recobrados, editados impunemente por EmecéSabemos también que Nabokov pidió a su mujer que destruyera el borrador de El original de Laura si el escritor no tenía tiempo de revisarlo antes de morir. Por suerte o por desgracia, el hijo desobedeció, Anagrama lo acoge felizmente en su catálogo y los lectores podemos disfrutar de Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee, la novela de Eduardo Lago.

El interés de unos y de otros ha llevado a las librerías obras inconclusas de Charles DickensFranz Kafka, Ernest Hemingway, Albert CamusJosé Saramago o Harper Lee, entre otros muchos. En ocasiones, manuscritos fragmentarios y lagunosos han sido elevados al rango de ‘testamentos literarios’, cuando apenas existen editoriales que publiquen en vida a un autor de estilo fragmentario. El tema de la novela inconclusa es complejo y hasta polémico, sobre todo cuando una novela potencial queda soterrada bajo la celebridad de un nombre. Pero el asunto se vuelve intransitable cuando pienso en poesía o en pintura. ¿Cuál de todos los versos escribibles tiene el honor de ser el último? ¿Qué pincelada representa el remate de un cuadro? En el mundo de lo inconcluso disfrutamos enormemente con muestras retrospectivas de esbozos vanguardistas en servilletas de café, de libros que son engendros del editing moderno, de correspondencias sesgadas o de poemarios recuperados del olvido y el rechazo de su propio autor.

Hay modernos Prometeos del arte que son máquinas de hacer dinero, pero también están el poema Kubla Khan de Coleridge, el Réquiem de Mozart o los cuatro prisioneros de Miguel Ángel que se conservan en la Galleria dell’Accademia en Florencia, y que son obras maestras de lo inacabado. ¿Cuándo un borrador deja de ser un borrador? Maurice Blanchot, quien veía la esencia de la literatura en su dispersión, en su capacidad para ser fragmento, retal, pieza inconclusa, escribió que el libro que recoge el espíritu excede y excluye cualquier sentido limitado, definido y completo. Esta idea bien podría valer como respuesta a mi incógnita, pero entonces estaría olvidando que en lo inacabado hay tantos sabores como sinsabores, que el hombre es la medida de todas las cosas –finitas e infinitas– y que probablemente –esto también lo escribió Blanchot– la respuesta es muchas veces la desgracia de la pregunta. Cierro un borrador y me pregunto: ¿cómo leemos un texto que sabemos inacabado?

 

 

Imagen: fotograma cancellato de La jena più ne ha e più ne vuole, Emilio Isgrò, 1969.