El nervio óptico, María Gainza

Nueva reseña

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El portal web de la Universidad Internacional de Barcelona acaba de publicar mi lectura de la novela El nervio óptico (Anagrama, 2017), de María Gainza. Por Mario Aznar

 

En la línea de otras autoras como Siri Hustvedt, Rachel Kushner y Sheila Heti, o de las iberoamericanas Graciela Speranza, Laura Erber, Sònia Hernández y Verónica Gerber, el libro de Gainza navega entre la historia y la crítica del arte, la crónica social, el ensayo intimista, la ficción histórica y la tan controvertida autoficción. En El nervio óptico, la autora engarza once capítulos que son relatos pendulares, dialécticos, sobre la historia personal de una familia aristocrática venida a menos y la relación de este descenso con distintas incursiones furtivas en la historia de la pintura.

 

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82.

Café Con/suelo

Antes de ayer empezó a funcionar Internet en mi nueva casa. Después de unas semanas intensas de cambios y transformaciones, mudando poco a poco la biblioteca como quien muda esa piel que, a pesar de todo, no puedes dejar atrás, Internet —una ventana al mundo con forma de trampantojo y verdad absoluta— ha llegado por fin. El técnico era un joven venezolano, eficiente y extremadamente educado. Cuando terminó de hacer su trabajo, charlamos unos minutos y le pregunté por esos ovillos de cable que se amontonaban, olvidados, detrás de las puertas de cada uno de los cuartos del apartamento. Me dijo que eran cables antiguos de teléfono, de la compañía que tenían contratada las inquilinas anteriores. «Son cables muertos», me dijo, «puedes cortarlos sin miedo porque no tienen corriente y, además, no sirven para nada». Lo dijo con esa sorna que todo buen empleado muestra por las empresas de la competencia. Lo primero, en la guerra, es volar los puentes del enemigo. Pero yo confiaba en el técnico, así que le dije que en cuanto tuviera tiempo los cortaría y me desharía de ellos.

Esta mañana tenía tiempo, así que después de desayunar me he armado con unos viejos alicates con la tenaza roma y oxidada, y, como un buen zapador, me he lanzado dispuesto a apoyar la causa de mi camarada, el técnico venezolano de educación exquisita. Detrás de la puerta del salón he identificado un nudo enorme de cable blanco y grueso. Al ver que el nudo de cable tenía varias terminaciones, he analizado la situación y con las dos manos he recorrido palmo por palmo cada tramo de cable, identificando el origen y su desembocadura. Lo tenía. Así que, armado con mis alicates, he estrangulado uno de los tubos hasta seccionarlo brutalmente. Después del corte, todo seguía igual, lo cual indicaba que había hecho bien al confiar en el técnico. Pero esa era solo una batalla. Junto al cable que acababa de cortar corrían otros tubos igual de blancos e igual de gruesos. Probablemente igual de muertos e inservibles. Satisfecho por el primer movimiento, sintiendo la adrenalina correr por mi cuerpo, he agarrado con decisión otro de los cables hasta atraparlo sin vacilar entre las veteranas cuchillas del alicate.

Antes de cerrar la tenaza con todas mis fuerzas he dejado pasar unos segundos, como si esperara que el tubo de goma y cobre dijera sus últimas palabras, o como si alguien o algo pudiera todavía advertirme. En ese preciso instante, sin permitirme gozar del corte limpio que había imaginado, una explosión ha hecho saltar los plomos, el fogonazo casi me hace caer al suelo y el ruido estridente me ha regalado un pitido en los oídos por valor de diez minutos de sordera. Desde el otro extremo del pasillo, pero como si viniera de Pakistán, he oído una voz que gritaba mi nombre. Los signos de exclamación los imagino, porque el sonido de las palabras llegaba amortiguado y cálido.

Después del susto y la conmoción, he cogido una silla y me he sentado frente al cable a medio seccionar. La cuchilla del alicate ha sufrido lo que hubiera sufrido mi mano, y quién sabe qué mas, si el mango no hubiera sido de plástico. He mirado durante un buen rato el cable partido, con una herida abierta y brillante, saboreando el olor a quemado y preguntándome qué abría pasado si la corriente hubiera atravesado mis huesos. He mirado durante un buen rato ese cable moribundo y peligroso como un animal acorralado. He barajado mis opciones y he decidido llamar a un electricista, pero, mientras recuperaba el oído y conseguía el número de un profesional, algo ha cambiado. He agarrado una camisa, he bajado a la ferretería a por una regleta de conexión y un paquete de cinta aislante de PVC blanca, y he hecho mi primer empalme inorgánico. He pelado y trenzado los cables con el pulso acelerado y el sudor a flor de piel, pero con la actitud de Ethan Hunt en Misión imposible o de Sean Connery en esa película tan mala que protagonizaba con Nicolas Cage, La Roca.

Cuando he terminado, he comprobado que todo funcionaba con una sensación rara de alivio y euforia. Entonces me he hecho un café, he encendido un Toscanello y me he recostado a escuchar la voz melancólica de Jeffrey Martin. Afuera el sol brillaba y yo seguía vivo. «No podrán con nosotros. Hoy no», he susurrado con aire marcial, pensando en el técnico venezolano, en su eficiencia y en su extremada educación. Y entonces he recordado una cita que leí en El nervio óptico de María Gainza: «Somos cada vez menos. Y no nos quedan municiones. Pero ellos no lo saben».