La canción de NOF4, Raúl Quinto

Nueva reseña

Nueva reseña en Lector salteado: La canción de NOF4, Raúl Quinto (Jekyll & Jill, 2021). Por Mario Aznar.

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Fernando Oreste Nannetti pasó más de veinte años de su vida encerrado en el pabellón penitenciario del manicomio de Volterra, en Italia, donde escribió una obra extraña y fascinante sobre un muro de más de setenta metros de largo. Escribía o inscribía —pues el resultado está muy cerca del grafiti y es considerado muestra emblemática de Art Brut— con la hebilla metálica del chaleco o cinturón —según la versión— de su uniforme, realizando esforzadas hendiduras en la superficie poco cómplice de la pared.

11. Conversación con mi padre, de Grace Paley [Andrea Valdés]

Hasta que el cuento aguante

Una hija visita a su padre en una residencia y este le pide que le cuente un cuento. Es sobre aprender a escribir con un criterio propio, sobre las ciudades, los cuidados y el mundo que queremos.

 

Recomendación de Andrea Valdés, periodista y escritora. Ha publicado en varios medios, entre los que destacan el suplemento Babelia de El País, el Cultura/s de La Vanguardia y las revistas Les InrockuptiblesContexto (CTXT) El Estado Mental. Recientemente ha publicado el ensayo Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica (Jekyll & Jill, 2019).

 

«Conversación con mi padre», de Grace Paley

Mi padre tiene ochenta y seis años y está en la cama. La bomba sanguínea que le sirve de corazón es vieja también, y ya no volverá a hacer ciertos trabajos. Aún le inunda la cabeza de luz cerebral, pero ya no tiene autoridad sobre las piernas, que rehúsan llevar al cuerpo de una habitación a otra. Despreciando mis metáforas, ese fallo muscular no se debe a su viejo corazón, dice él, sino a falta de potasio. Sentado en un almohadón, retrepado en otros tres, da consejos de última hora y acaba por hacerme una petición:
—Me gustaría que escribieras un cuento sencillo, sólo uno más —dice—. Como los que escribía Maupassant, o Chéjov, los que escribías antes. Sólo gente identificable y luego explicar lo que les pasa.
—Sí, ¿por qué no? Eso puede hacerse —le digo. Quiero complacerle, aunque ya no recuerdo cómo se escribe de ese modo. Me gustaría intentar contar una historia así, si se refiere a ésas que empiezan: «Érase una vez una mujer…» y esa frase va seguida de una trama. Siempre he despreciado esa línea recta irremediable entre dos puntos. No por razones literarias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean seres reales o inventados, merece el destino abierto de la vida.
Por último, pensé en una historia que había sucedido hacía un par de años en mi calle, justo enfrente de casa. La escribí, luego leí lo escrito en voz alta.
—Papá —dije—. ¿Qué te parece esto? ¿Lo que me pediste era algo de este tipo?

    Hubo una vez una mujer que tuvo un hijo. Vivían bien, en un pequeño apartamento de Manhattan. Hacia los quince años, el hijo se hizo yonqui, lo cual no es insólito en nuestro barrio. La madre, para conservar la amistad del muchacho, también se hizo yonqui. Decía que era parte de la cultura juvenil, con la que ella se sentía muy compenetrada. Al cabo de un tiempo, por una serie de razones, el chico lo dejó todo y, asqueado, abandonó la ciudad, y abandonó a su madre. Ésta, desesperada y sola, se derrumbó. Todos la visitamos.

      —Bueno, papá, esto es —dije—. Una triste historia, sin florituras.
—Pero yo no me refería a eso —dijo mi padre—. Me interpretaste mal a propósito. No vas lo bastante lejos en esa historia. Lo sabes de sobra. Dejaste fuera del cuento casi todo. Eso no lo haría Turguéniev. Ni Chéjov. Además, hay escritores rusos de los que ni siquiera has oído hablar. Ni siquiera tienes idea de ellos. Y son tan buenos como el que más. Son capaces de escribir un cuento sencillo y normal, y no se permitirían omitir todo lo que tú has dejado fuera. Yo no pongo objeciones a los hechos, sino contra que la gente se siente en los árboles y empiece a decir tonterías, contra esas voces que no sabes de dónde vienen…
—Olvídate de ese cuento, papá, y dime, ¿qué es lo que he omitido en éste? En éste que te acabo de leer…
—El aspecto de la mujer, por ejemplo.
—Oh. Es muy guapa, creo. Sí.
—¿De qué color tiene el pelo?
—Oscuro, con trenzas largas, como si fuera una chica joven o una extranjera.
—¿Cómo eran sus padres, cuál era su origen? ¿Por qué tenía esas ideas? Eso es importante, ¿sabes?
—No eran de esta ciudad. Profesionales. Sus padres fueron los primeros que se divorciaron en su condado. ¿Qué te parece eso? ¿Es bastante? —pregunté.
—Te lo tomas todo a broma —dijo—. ¿Y qué me dices del padre del chico? ¿Cómo es que ni siquiera le mencionas? ¿Quién era? ¿O es que el chico nació fuera del matrimonio?
—Sí —dije—. Nació fuera del lecho conyugal.
—Por el amor de Dios, ¿es que en tus relatos nadie se casa? ¿Es que no hay nadie que tenga tiempo para hacer una escapada al juzgado antes de meterse en la cama?
—No —dije—. En la vida real, sí. Pero en mis cuentos, no.
—¿Por qué me contestas así?
—Oh, papá, ésta es una historia sencilla de una mujer muy lista, que vino a Nueva York llena de interés amor confianza emoción muy moderna, y de su hijo; se habla de lo mal que lo pasó en este mundo. Lo de que estuviera o no casada no tiene importancia.
—Sí que la tiene, y mucha —dijo.
—De acuerdo —dije.
—De acuerdo de acuerdo —dijo—. Pero escúchame. Te creo en lo que dices de que era guapa, pero no en lo de que era lista.
—Pues es verdad —dije—. Ése es, precisamente, el problema que tienen los cuentos. La gente empieza fantásticamente. Crees que son extraordinarios, pero resulta que, a medida que la cosa avanza, son sólo gente media con buena educación. A veces pasa lo contrario, el personaje es una especie de inocentón tonto, pero luego te supera y no hay forma de que se te ocurra un final bastante bueno.
—¿Y qué haces entonces? —preguntó. Había sido médico durante un par de décadas y luego artista durante otro par de décadas, y todavía se interesaba por los detalles, el oficio, la técnica…
—Bueno, pues tienes que dejar que el relato se sedimente hasta poder llegar a algún acuerdo con ese héroe terco.
—¿No crees que estás diciendo tonterías? —preguntó—. Empieza otra vez —dijo—. Precisamente esta tarde no tengo que salir. Vuelve a contarme la historia. A ver cómo te sale ahora.
—De acuerdo —dije—. Pero no es tarea de cinco minutos.
Segunda tentativa:

     Había una vez una mujer magnífica y bella que vivía en nuestra calle, enfrente de casa. Esa vecina nuestra tenía un hijo al que amaba porque le conocía desde el día de su nacimiento (en la desvalida infancia gordinflona y a la edad de abrazar y luchar, de los siete a los diez, así como antes y después). Ese chico cayó en un arrebato adolescente y se hizo yonqui. No era un caso desesperado. En realidad, era un optimista, un ideólogo y un convincente apóstol. Con su activa inteligencia, escribió persuasivos artículos para el periódico del instituto. Buscando mayor audiencia, utilizando relaciones importantes, consiguió llegar a nivel de quiosco con una publicación periódica llamada ¡Oh! ¡Caballo dorado!
Para que él no se sintiera culpable (porque el sentimiento de culpa es la piedra angular de las nueve décimas partes de todos los cánceres diagnosticados clínicamente en la América de nuestro tiempo, según ella), y porque siempre había creído que era mejor permitir los malos hábitos en casa, donde podían controlarse, también ella se hizo yonqui. Su cocina se hizo famosa durante un tiempo, fue centro de adictos intelectuales, que sabían lo que estaban haciendo. Algunos se sentían artistas como Coleridge, y otros eran científicos y revolucionarios como Leary. Aunque ella flipaba también con mucha frecuencia, conservaba ciertos buenos reflejos maternales, y procuraba que hubiera mucho zumo de naranja en la casa, y miel y leche, y pastillas de vitaminas. Sin embargo, nunca cocinaba más que chiles, y eso no más de una vez por semana. Cuando hablábamos con ella, nos explicaba, muy seria, con preocupación de vecina, que aquélla era su cuota de participación en la cultura juvenil y que prefería estar con los jóvenes, era un honor, que con su propia generación.
Una semana, mientras cabeceaba frente a una película de Antonioni, aquel chico recibió un fuerte codazo de una firme militante que estaba sentada a su lado. Le ofreció inmediatamente albaricoques y nueces para elevar su nivel de azúcar, le habló con rudeza y se lo llevó a casa.
Había oído hablar de él y de su obra; ella también publicaba, dirigía y redactaba una publicación rival llamada El hombre vive sólo de pan. En el calor orgánico de la presencia continua de aquella muchacha, el chico no pudo por menos que interesarse una vez más por sus propios músculos, sus propias arterias y sus propias conexiones nerviosas. De hecho, empezó a amarlos, a cuidarlos, a alabarlos con lindas cancioncitas en El hombre vive

Los dedos de mi carne trascienden
mi alma trascendental
la firmeza del extremo de mis hombros
mis dientes me han hecho global

     Y llevó a la boca de su cabeza (aquella gloria de voluntad y decisión) firmes manzanas, nueces, germen de trigo y aceite de soja. Dijo a sus antiguos amigos: A partir de ahora, concentraré mi ingenio en mí mismo. Haré las cosas de modo natural. Dijo que iba a iniciar un viaje espiritual de respiración profunda. ¿Quieres hacerlo tú también, mamá?, preguntó amablemente.
La conversión de aquel muchacho fue tan radiante y espléndida, que los chicos del barrio de su edad empezaron a decir que en realidad nunca había sido adicto, sólo un periodista que se había metido en aquello atraído por la experiencia en sí y la posibilidad de contar la historia. La madre intentó varias veces dejar lo que, sin su hijo y los amigos de su hijo, se había convertido en un hábito solitario. Sólo pudo reducirlo a niveles soportables. El chico y la chica cogieron su mimeógrafo electrónico y se trasladaron a los confines boscosos de otro barrio. Eran muy estrictos. Dijeron que no querían verla hasta que no llevara setenta días sin drogas.
Sola en casa por la noche, llorando, la madre leía y releía los siete números de ¡Oh! ¡Caballo dorado! Le parecían tan veraces como siempre. Nosotros íbamos con frecuencia a visitarla y consolarla. Pero si mencionábamos a alguno de nuestros hijos que estuviera en la universidad o en el hospital, o que lo hubiera dejado todo y estuviera colgado en casa, gritaba «¡Mi niño! ¡Mi niño!» y rompía a llorar con unas lágrimas terribles e inacabables que la afeaban muchísimo. Fin.

       Mi padre primero guardó silencio. Luego dijo:
—Primero: Tienes un sentido del humor excelente. Segundo: Veo que eres incapaz de contar una historia sencilla. Así que es mejor no perder el tiempo.
Luego dijo, con tristeza:
—Tercero: Supongo que lo que quieres decir es que se quedó sola, que la dejaron sola, la madre. Sola. ¿Enferma quizás?
—Sí —dije.
—Pobre mujer. Pobre chica. Nacer en una época de locos. Vivir entre locos. El final. El final. Tenías mucha razón al decirlo. Fin.
Yo no quería discutir, pero tuve que decir:
—Bueno, eso no es necesariamente el final, papá.
—Sí —dijo—, qué tragedia. El fin de una persona.
—No, papá —supliqué—. No tiene por qué serlo. Ella sólo tiene cuarenta años. Podría hacer cientos de cosas distintas en este mundo, todavía. Podría hacerse profesora, o asistenta social. ¡Una ex yonqui! A veces, vale más que un doctorado en pedagogía.
—Bromeas —dijo—. Cuentas chistes, ése es tu principal problema como escritora. No quieres admitirlo. ¡Tragedia! ¡Tragedia pura! ¡Tragedia histórica! No hay ninguna esperanza. Es el final.
—Oh, papá —dije—. Ella podría cambiar.
—También en tu propia vida tienes que mirar las cosas cara a cara.
Tomó un par de pastillas de nitroglicerina.
—Súbelo a cinco —dijo luego, señalando el botón del tanque de oxígeno. Se metió los tubos en la nariz y respiró profundamente. Luego cerró los ojos y dijo:
—No.
Yo había prometido a la familia que le dejaría decir siempre la última palabra en las discusiones, pero en aquel caso tenía una responsabilidad distinta. Esa mujer vive en mi calle, enfrente de mi casa. Yo la conozco y yo la he inventado. Lo siento por ella. No voy a dejarla allí, en aquella casa, llorando. (En realidad, tampoco la vida, que, al contrario que yo, no tiene piedad, la dejaría allí.)
En consecuencia: Ella cambió. Su hijo nunca volvió a casa, por supuesto. Pero en estos momentos es la recepcionista de una clínica comunitaria del barrio, en East Village. La mayoría de los clientes son jóvenes, algunos antiguos amigos. El médico jefe le ha dicho: «Si tuviéramos tres personas nada más en esta clínica con su experiencia…».
—¿Le dijo eso el médico? —Mi padre se sacó los tubos de oxígeno de la nariz y añadió—: Eso es una broma. Otra broma.
—No, papá, pudo suceder realmente. Vivimos en un mundo extraño.
—No —dijo—. La verdad ante todo. Ella irá hundiéndose. Una persona ha de tener carácter. Y ella no lo tiene.
—No, papá —dije—. De veras. Ha conseguido un trabajo. En serio. Trabaja en esa clínica.
—¿Cuánto tiempo crees que va a durar? —preguntó—. ¡Es una tragedia! ¡Tú también! ¿Cuándo mirarás las cosas cara a cara?

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos, de Grace Paley (Anagrama, 2016), en traducción de José Manuel Alvarez Flórez. [Aviso legal]

3. Preocupaciones de un padre de familia, de Franz Kafka [Víctor Gomollón (Jekyll & Jill)]

Hasta que el cuento aguante

Es un relato precursor del cuento moderno que me produce una ternura especial. Se sirve del extrañamiento de una manera muy natural. El Odradek es un elemento extraño y familiar al mismo tiempo, distante y hogareño. Influye, creo, en Bioy Casares, Borges o Cortázar.

 

Recomendación de Víctor Gomollón, diseñador editorial y editor de Jekyll & Jill, una de las editoriales más significativas e indispensables de aquí hasta Uqbar. Allí ha editado a importantes autores de uno y otro lado del Atlántico, como Eduardo HalfonReinaldo LaddagaSergio Chejfec, Paco Inclán o Andrea Valdés.

 

«Preocupaciones de un padre de familia», de Franz Kafka

Algunos dicen que la palabra «odradek» procede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—Odradek —me contesta.

—¿Y dónde vives?

—Domicilio indeterminado —dice y se ríe.

Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


«Cuando todo esto pase» podréis leer Cuentos completos, de Franz Kafka (Valdemar, 2015), en traducción de José Rafael Hernández Arias. [Aviso legal]

94.

Café Con/suelo

Esta tarde me siento abatido, con una sensación de desazón y desesperanza especialmente incómoda. Incómoda, sobre todo, porque no parece que tenga razón de ser. Todo va bien, o más o menos bien, a mi alrededor. ¿A qué viene esta náusea rara —enrarecida— que me oprime el pecho ligeramente, pero sin detenerse?. Pasan delante de mis ojos un buen puñado de motivos que me encargo pronto de enterrar sin disimulo. Será otra cosa, me digo. Entonces recuerdo que he pasado toda la mañana escribiendo largo y tendido sobre Los hombres de Rusia, la novela de Reinaldo Laddaga que tiene como trasfondo el avance por América y Europa de una versión bufonesca, pero igualmente fatal, de la extrema derecha. Pienso también que esta tarde he ido al cine a ver Jojo Rabbit, un drama «simpático» sobre niños filonazis dirigido por Taika Waititi, y que, al salir de allí, he arrancado el coche y en la radio, que se ha encendido sola, he escuchado el testimonio de un representante de UNICEF en Sudán del Sur que se dedica a desvincular niños soldado —de los cuales el 70% son niñas— de las múltiples guerrillas de la zona. Sin embargo, acabo de terminar este pequeño texto y sigo sintiendo esa estúpida opresión en el pecho. Será otra cosa, me digo.

92.

Café Con/suelo

He sobrevivido y no todos pueden decir lo mismo. El resfriado se ha impuesto, pero hemos acordado una suerte de tregua que me ha permitido pasar el día entre una serie mediocre de superhéroes que veo en la tablet, tirado en el sofá y moviendo cada dos por tres el aparato para evitar el reflejo del sol en la pantalla, y la lectura febril de Dadas las circunstancias, el nuevo libro de Paco Inclán que acaba de editar Jekyll & Jill. Como la pantalla de la tablet y las páginas del libro me causan dolores de cabeza distintos y complementarios, no puedo dedicar demasiado tiempo a ninguna de ellas. Por eso las alterno cada rato, no sin la preocupación de que pueda estar favoreciendo (incubando, preferiría escribir) algún tipo de efecto secundario tremendamente nocivo. Por ejemplo, me pregunto si esta noche los superhéroes y los personajes de Inclán (tan anodinos como estrafalarios) se congregarán en mis sueños para invocar una Habana al borde del cataclismo o una aldea vasca repleta de jóvenes mutantes. Por si acaso, pero también por la congestión, los mocos y el dolor de cabeza, tomo paracetamol, acetilcisteína, StopCold y Johnny Walker.

Mis mejores lecturas de 2019

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Por Mario Aznar

Si no estuvieras leyendo este correo significaría que estás de vacaciones, disfrutando de un merecido descanso o borracha como una cuba. En cambio, si sigues al pie del cañón, no esperes más y pincha AQUÍ para descubrir Mis mejores lecturas de 2019.

¡Boom! Llega esa fecha en la que, sin saber uno por qué, se ve impelido a enumerar un puñado de lecturas especialmente memorables. Es la hora de la lista. El año pasado no la hice, pero en 2017 sí, y ahí estaban Jorge Carrión, Samanta Schweblin, Valeria Luiselli o Enrique Vila-Matas, entre otros. Quién sabe si para compensar el vacío de 2018, o para contrarrestar alguna que otra lista estúpida y repetitiva de las muchas que saldrán a la luz estos días, este año toca rendir cuentas con algunos de los libros que me han acompañado durante este año turbulento y productivo (personalmente, incomprensible). Como repite todo el mundo en tiempos de elecciones: si no votas, ellos eligen por ti. Y por ahí sí que no paso. 

Un año más, gracias por seguir apoyando nuestro trabajo. Desde Lector salteado deseamos que pases unas felices fiestas, que sigas disfrutando de la literatura como el primer día y que, si alguien tiene que atragantarse con un polvorón, le toque siempre al de al lado. ¡Feliz Navidad y mejor 2020!

 

Incertidumbre, Paco Inclán

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A veces, la velocidad de los acontecimientos, la tontuna o la ignorancia (¿quién conoce a este valenciano?) pueden hacernos pasar por alto a la persona o al libro de nuestra vida. A mí me pasó con Incertidumbre, de Paco Inclán, que Jekyll & Jill editó hace solo un par de años.

 

Nueva reseña en Lector salteado, por Mario Aznar.

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POR QUÉ LA LITERATURA EXPERIMENTAL AMENAZA CON DESTRUIR LA EDICIÓN, A JONATHAN FRANZEN Y LA VIDA TAL Y COMO LA CONOCEMOS, BEN MARCUS, CON UNOS PINITOS EN PEDANTERÍA A CARGO DE RUBÉN MARTÍN GIRÁLDEZ

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Mario Aznar Pérez escribe sobre el nuevo libro de Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez:

 

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Hace falta humor, mucho criterio, un poco de mala leche y demasiada valentía para emprender un proyecto como este. Inexplicablemente, el nuevo libro de Jekyll & Jill se devora con la tensión de un relato policíaco que nos invita a preguntarnos qué buscamos cuando leemos; si cuando leemos, buscamos; o sencillamente si leemos. Quizá radique en esta singularidad su eficacia como declaración de intenciones, ensayo literario, divertimento intelectual, ópera bufa o manifiesto político. Sin duda, se trata de un libro arriesgado que no dejará a nadie indiferente, y que, con suerte, nos hará caer en su trampa.

 

No esperes más para leer la reseña completa. Pincha aquí y descubre si todavía hay un mañana para la literatura, si es humillante no saber jugar al curling o si el edificio está a punto de volar en pedazos.