[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]
No es extraño que, habiendo jugado a identificar a los entrevistadores con detectives, la cuarta entrega de esta amplia selección de entrevistas —realizada en 1955— tenga como protagonista al escritor belga Georges Simenon, autor extraordinariamente prolífico al que debemos, entre otras muchas, las 75 novelas protagonizadas por el célebre comisario Jules Maigret.
En este caso, la voz que guía el interrogatorio es solo una —rompiendo la serie de parejas detectivescas—; la de Carvel Collins, afamado especialista en la obra de William Faulkner. Collins, que parece conocer bien al escritor, prescinde de una larga introducción narrativa, como las que hemos disfrutado en entrevistas anteriores, y se limita a ubicarnos someramente en el lugar de los hechos: «Estamos en el estudio de la casa blanca y laberíntica que el señor Simenon tiene en las afueras de Lakeville, Connecticut. Es la hora de la sobremesa de un día de enero muy soleado. La sala refleja a su dueño: alegre, práctica, hospitalaria, sobria». La elección de estas palabras no debió ser para nada casual, pues la entrevista en sí podría ser definida en esos mismos términos. Al contrario de lo que es habitual, la conversación la empieza el propio Simenon recordando un consejo de Colette, directora de Le Matin cuando él publicaba allí sus relatos. Son «demasiado literarios», le decía ella. El entrevistador quiere saber a qué se refiere con «demasiado literarios», a lo que Simenon contesta: «Todas las palabras han de estar al servicio de la frase. Ya sabe, si te queda una frase bonita, quítala».
Este consejo de Colette, que me atrevo a guardar para mí, se complementa a la perfección con este otro mensaje que Simenon dedica a los escritores principiantes: «Escribir se considera una profesión, pero no creo que lo sea. Creo que quien no necesita ser escritor, quien piensa que puede dedicarse a otra cosa, debería dedicarse a esa otra cosa. Escribir no es una profesión, sino una vocación de infelicidad». Curiosamente, estas palabras me han recordado a esas otras que eligió Araceli Muñoz para titular la entrevista que me dedicó hace un par de años: “O necesitas escribir, o no escribes”. Yo no había «recibido» por entonces este mensaje de Simenon —quizá Araceli sí—, pero me reconforta saberme alineado por unos segundos con este gran imbécile de génie, como lo llamaba el conde Keyserling, tan obsesionado por conocer el secreto creativo de Simenon como el propio André Gide.
Si no hubiera fallecido en 1946, a Hermann Keyserling le habría gustado leer esta entrevista, o al menos estos comentarios a vuelapluma sobre la entrevista a Simenon, ya que aquí el autor de Au pont des Arches desvela algunas de sus estrategias, trucos y manías. Georges Simenon, que parece un gran controlador de sus creaciones, admite que antes de empezar una novela no tiene claro más que dos o tres temas posibles, de los que, dos días antes de empezar a escribir, adopta uno de ellos de forma consciente. A eso suma una atmósfera (la estación del año, por ejemplo), unos personajes que bautiza a partir de un listín telefónico y un espacio que organiza con base en un mapa real del lugar. «¿Un esbozo de la acción?», pregunta Collins. A lo que el escritor responde: «No, no, cuando empiezo la novela, no sé nada de lo que va a pasar. […] No sé nada en absoluto de los acontecimientos que van a tener lugar después. Si lo supiera, ya no me resultarían interesantes».
Los temas, en forma de conflictos, son importantes para Simenon. Aunque falleció en 1989, en 1955 ya sabía que había ciertos conflictos a los que no quería volver, como la desintegración de una unidad —por lo general, una unidad familiar—. Otros, sin embargo, son obsesivos en su obra, como el problema de la comunicación entre dos personas —»El hecho de que seamos no sé cuántos millones de personas y sin embargo la comunicación, la comunicación completa, sea del todo imposible entre dos de esas personas, cualesquiera, para mí es una de las grandes tragedias del mundo»— y el de la huida: «Ni siquiera empezar de cero, huir a la nada».
Me resulta curiosa y sorprendente la sintonía que he sentido leyendo las palabras de Simenon, autor en cuya literatura nunca he llegado a sumergirme por completo. Conocer la tramoya en la que bullía su creatividad ha sido, sin duda, una experiencia estimulante. No satisfecho con ese alarde de desconocimiento, Collins quiere saber en qué momento empiezan a cobrar forma los incidentes de sus novelas. Yo también: «La víspera del primer día sé qué va a pasar en el primer capítulo. Luego, día a día y capítulo tras capitulo, voy averiguando qué viene después. Una vez empezada la novela, escribo un capítulo al día, sin descanso, porque es importante seguir el ritmo. Si, por ejemplo, me paso cuarenta y ocho horas enfermo, tengo que tirar a la basura los capítulos que llevo escritos. Y ya nunca vuelvo a esa novela».
Esta conclusión fatal puede parecernos exagerada, una solución demasiado drástica. Pero Simenon no bromea con ello —o sí—, cuando añade que su forma de crear al personaje principal es encarnándolo por completo, viviendo en su piel, aislándose del mundo para ser ese personaje y ser llevado al límite por él mismo como autor. Como un actor del Método, Simenon sufre a su personaje, y hasta su salud se resiente: «Por eso antes de empezar una novela —esto que voy a decirle puede parecer una tontería, pero es la verdad—, por lo general unos días antes, intento asegurarme de que no tengo ninguna cita durante once días. Luego llamo al médico: me toma la presión sanguínea, me lo comprueba todo y me dice: Okey«.
Esa voluntad o necesidad de aislamiento que lo lleva a comprobar su salud para evitar interrupciones durante la escritura de la novela es asombrosa, pero, lo que realmente resulta fascinante es que solo necesitar asegurar la continuidad de la escritura durante once días. ¡Once días! Eso es lo que tardaba Simenon en escribir una novela —una de las serias, no un episodio de Maigret—. No es de extrañar que Gide o Keyserling inundaran al autor belga de preguntas para conocer su secreto. Lo que está claro es que ese secreto tenía que ver con el trabajo, con la disciplina y con el esfuerzo. «¿Alguna vez ha dictado narrativa, comercial o de otra clase?», le pregunta el entrevistador. Pero el dictado, tan habitual para otros escritores, no es propio de Simenon: «No, soy un artesano: necesito trabajar con las manos. Me gustaría tallar mi novela en un pedazo de madera».
La conciencia del artesano, donde el orgullo y la humildad conviven, es quizá lo que permite a Simenon encontrarse a sí mismo («Todo escritor intenta encontrarse a sí mismo a través de sus personajes, a través de su literatura»). Pero es la búsqueda lo que al lector le merece la pena; esa búsqueda infinita enraizada en la «vocación de infelicidad» de la que hablaba Simenon, y que lo empuja a rehuir el fracaso intentándolo una vez más. Molesto por la insistencia de la crítica en echarle en falta la escritura de una «gran novela», el autor contesta: «No lo entienden, nunca escribiré una gran novela: mi gran novela es el mosaico de todas mis pequeñas novelas, ¿sabe?». Y cuando Collins le pregunta cuál de sus libros escogería para que sobreviviera a la posteridad, Simenon responde: «El próximo». «¿Y después, de nuevo el próximo?», insiste Collins. «Eso mismo: siempre el próximo».
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