TPR #18 | Ezra Pound [Coda]

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

CODA

Todo el mundo nombra a Ezra Pound en las entrevistas a The Paris Review de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Por eso no es de extrañar que finalmente Donald Hall acabase entrevistándolo a él también en 1961. Tras ser liberado del hospital mental de St. Elizabeth, Pound regresa a Italia y se instala en el Tirol, en el castillo de Burenburg junto a su mujer, su hija Mary, su yerno, el príncipe Boris de Rachelwiltz y sus nietos. Como si se tratara de una novela de intriga, llega un punto en el que el lector de este libro solo espera, como una revelación, la entrevista al «León del Barrio Latino de París». La conversación, que se prologó durante tres días, es interesante y cifra las ambigüedades, las contradicciones y la singularidad de una figura clave para entender el desarrollo de la literatura durante la primera mitad del siglo pasado.

Sin embargo —como era de esperar, por otra parte— mi interés por comentar estas entrevistas parece haber llegado a su fin. La llamada de la crítica es la del misterio y la fascinación. Cuando una lectura nos entusiasma, entonces cerramos la última página y nos preguntamos: ¿cómo lo ha hecho?, ¿qué es lo que acabo de leer? La crítica y el comentario son desde este ángulo una forma de preguntarnos y respondernos, al mismo tiempo, a nosotros mismo. “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”, dice Ricardo Piglia. Esa fascinación, entonces, es la que nos obliga en la mayoría de casos a escribir sobre un determinado libro. Por el contrario, en ocasiones puede ocurrir que esa misma fascinación nos paralice ante la aparente imposibilidad de añadir a la lectura algo interesante o significativo. No sé si achacar ahora a esa parálisis el final de este diario de lectura o si hacerlo simple y llanamente al aburrimiento.

Demasiadas veces he contado ya mi aversión a la escritura diarística —no a su lectura— o, mejor dicho, mi aversión al calendario, al cronograma, a la temporalización y, en general, al tiempo pautado. Si difícilmente sé en qué día vivo, ¿cómo voy a escribir un diario? Sin embargo, son varias las satisfacciones que esta brevísima aventura me ha dado. La primera tiene que ver con el ejercicio continuado y más o menos mecánico de la escritura. Cuando empecé a glosar las conversaciones en The Paris Review hacía tiempo que no lograba escribir con cierta fluidez, por lo que esta empresa tuvo antes que nada una finalidad estrictamente terapéutica. La segunda de estas satisfacciones reside en el descubrimiento de un puñado de autores y autoras de los que poco o nada sabía con anterioridad y que ahora han pasado a formar parte de mi propio panteón —pienso en Durrell o en Thurber—, e incluso en la relectura de figuras a las que pensé que nunca volvería, como Hemingway o Faulkner. La tercera satisfacción os la debo a vosotros, los lectores y lectoras que me habéis seguido, escrito y acompañado en este corto viaje de apenas dieciocho entregas que, en un principio, estaba proyectado para durar años —no en vano son casi un centenar de entrevistas las que han quedado en el tintero. La última satisfacción, no por ello menos importante, es que este diario de lectura me ha permitido repensar mis prioridades, entre las que no se encuentran ya comentar entrevistas ni llevar un diario de lectura.

Como veis, en la escritura de un diario son todo ventajas, pero, como decía mi padre cuando yo era niño, hay que hacer las paces para que podamos volvernos a pelear. Si no rompo la continuidad del diario, ¿cómo podré asegurarme la posibilidad, en algún momento, quién sabe por qué ocultas o extrañas razones, de volver a comenzar un diario? Quizá emplee el tiempo que utilizaba para leer y anotar estas conversaciones —normalmente a primera hora de la mañana— para solamente leer las entrevistas, o leer otras cosas, o escribir sobre otras cosas, o no hacer nada y esperar a Godot, que debe de estar al caer. «Otros proyectos me requieren», que diría alguien especialmente ocupado. A lo mejor, si me animo, comienzo un diario secreto y voluble, extremadamente íntimo, donde daré cuenta de mi vida y de la vida de los otros y que quedará, como cualquier diario —como este diario— irremediablemente inconcluso.

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