Hace unos años colaboré en un interesante proyecto editorial llamado Borrador, que pusieron a funcionar Luis Javier Pisonero, Lucía Bailón, Javier Ignacio Alarcón, Jöel López, Javier Helgueta y Raquel Pardos. El proyecto reunió a escritores, actrices, cineastas, fotógrafas, críticos, traductores y demás fauna salvaje. La idea era crear una revista de cultura contemporánea que ofreciese algo distinto, un punto de vista, una mirada. La revista nacía del proyecto Eureka, que organizaba debates sobre poesía, narrativa, cine y fotografía en distintos espacios de la ciudad, y su objetivo siempre fue ser una revista digital para poder llegar al mayor número de lectores posible. El método para lograrlo, sin embargo, fue algo insólito. En lugar de abrir un blog o diseñar una web en condiciones, decidieron sacar los primeros cinco números en papel, en un original formato plegado, que se distribuyeron de forma gratuita en distintas librerías de Madrid. Después de su restringida publicación en papel, la revista saltaría a la red. El proceso normal se había visto invertido y lo que todo escritor quería — ver su obra impresa— no era aquí más que un trámite o un espacio de transición. Por suerte, tuve ocasión de participar en el segundo número, que vio la luz en el mes de mayo de 2015: «Sobre la insensibilidad del artista».
Los demás números versaron sobre la obra abierta e inconclusa, la desnudez del artista, el azar y la transformación. Mi paso por Borrador fue fugaz. Apenas un artículo deslavazado, enrabietado y demasiado largo sobre la banalización de la cultura, y este texto que reproduzco tal cual, titulado con la palabra latina differe, que significa aplazar, retrasar, diferir, y que fue el que apareció en aquel número impreso que algunos furtivos cazaron en librerías de aquí y de allá. En Sotheby’s se pagarán millones por uno de esos ejemplares y yo me quedaré con ganas de saber si alguien los leyó realmente. Mi paso por Borrador fue fugaz pero estimulante. Se sentía la energía, las ganas de empujar algo un poco más allá, de hacer lo que nos diese la gana. Ese aire de libertad está de alguna forma en este pequeño texto, como también la fiebre que sufría el día en que lo escribí. Están ahí, como una huella, en diferido:
Sensibilidad como facultad o como cualidad. Facultad como potencia. El arte es siempre potencia. Según cierto filósofo o sociólogo polaco de origen judío: toda obra de arte lo es porque permanece imperfecta en su perfección. Lo sensible, en una de sus acepciones más extendidas, se refiere a aquello «que puede ser conocido por medio de los sentidos». Obviando, bien por falta de espacio o bien por espacio de más, qué puede ser conocido, nos quedamos con que los sentidos son: el cuerpo: un conjunto muy aparatoso de procesos orgánicos que sólo conocen el tiempo presente: el presente: el ente: lo que es, o su prejuicio. Cuando Van Gogh pasa la tarde frente a una iglesia y después pinta L’Église d’Auvers-sur-Oise (1890), está, de alguna manera, riéndose de sus sentidos. En representaciones plásticas como la Escena de caza del rey Asurbanipal (s.VII a.C.) o en las pinturas francesas e inglesas del XVII en las que se representan cacerías y carreras de caballos, se pinta al animal con las cuatro patas totalmente extendidas para transmitir la sensación de movimiento y velocidad. Sin embargo, la fotografía nos ha permitido, años después de la realización de estas obras, comprobar que ningún caballo real galopa de esta manera. En este caso, quizá los sentidos se rieron del artista. ¿Pero acaso un árbol deja de serlo porque Mondrian se ría de él? Un gran escritor de cuyo nombre no quiero acordarme gritó: «Ese hervidero de plumas asustadas que quieren clavarse como un grito siempre por proferir. Siempre ahí, que voy, en un no-ahí que es me quedo». La sensibilidad puede ser el contacto que establecemos mediante los sentidos con un mundo al que damos, por el motivo que sea, la prioridad de lo real. Sin embargo, las vueltas que damos al día en ochenta y más mundos caracterizan la visión del artista, que establece, no siempre con placer, una distancia o extrañamiento que refiriéndose al arte de la palabra algunos han llamado literariedad. La distancia entre las palabras y las cosas evita o posterga indefinidamente el contacto con lo sensible. Quien escribe, inevitablemente, vive para después. ¿Podemos entender la insensibilidad como condición irrefutable del arte? Si estoy observando la iglesia no la pinto, si estoy trepando el árbol tampoco. Mientras la primavera eclosiona delante de mis ojos, bajo el tacto de mis manos, no hay sinfonía que valga. Si hago el amor y acaricio y sudo y siento el apagón del cuerpo no puedo narrarlo. El artista debe quizá renunciar a sentir si quiere crear. Si no, como criticaba Schopenhauer, abrirá un libro y se pondrá a leer.
Imagen: Algunos ejemplares de Borrador, 2015. Fotografía de Lucía Bailón.