Antes de ayer se cumplieron tres años desde la apertura en Madrid de la librería Los Editores. Prácticamente desde entonces me he sentido parte de la tripulación, aunque no fuera más que un grumete o un polizón. Y es que me empeño en utilizar la metáfora del barco para referirme a la librería hasta el punto absurdo en que me digo: Mario, qué pesao, para ya con lo de embarcarte, la tripulación, el velamen y demás historias. Para disculparme pienso que esa tontería mía algo tendrá que ver con el modo contradictorio en que suelo relacionarme conmigo mismo y con el grupo, siempre en esa cuerda floja que pende entre la soledad más absoluta y la necesidad de «hacer familia». Así que pensar en mis compañeras como en parte de una tripulación es una forma de unión, de no pensar en los términos burocráticos del trabajo temporal y, en su lugar, hacerlo en los de una empresa de gran envergadura, una misión, una aventura.
Este delirio sano me ha permitido incluso disfrutar de una compañera librera a la que no conozco, lo cual no quiere decir que no exista. En lugar de por un olor o por cierta temperatura de la piel, la idea que tengo de ella como parte indeleble de la tripulación se la debo a una foto de perfil de Facebook y a una mezcla de rumores y leyendas que la definen a la perfección, o eso creo yo, que no la conozco. Por otra parte, ¿no es esa la manera en que conocemos a la mayoría de personas que creemos conocer? Una imagen y un anecdotario. En Los Editores tengo muchas imágenes y un anecdotario bastante generoso también.
Por eso no es tan raro que hable de un barco para referirme a la librería. Pienso ahora que esa idea la motivaron en un principio las escaleras de madera de la entrada, pero esas escaleras ya no están y lo que sigue alimentando la imagen del barco es la resistencia, su flotabilidad. Es el hecho de haber cumplido ya tres años lo que enciende mis ensueños de aventura, que el resto de la tripulación —he de decirlo— ha alimentado con igual capacidad de delirio, haciendo bailar sobre la cubierta de intemperie el buen humor, la música, el café, el cariño o la inteligencia. Hace unos días fui llamado a subir a bordo, pero tuve que decir que no. Solo he rechazado dos veces en mi vida subir a un barco, y cualquiera que haya nacido y crecido junto al Mediterráneo sabe lo difícil que es pronunciar ese no. Por suerte, uno no deja de ser marinero porque pase temporadas en tierra, igual que una librería no deja de ser un barco por más tripulantes que le falten.
Yo las he visto desplegar las velas y sé que van a por el cuarto. No sé muy bien cómo lo hacen: levar el ancla, manejar el timón, mantener el orden, mirar al horizonte… Todo con muy pocas manos y siempre un poco a merced del viento. Ser librero no es siempre faenar en aguas tranquilas, aunque el mundo del libro sea para el lector común tan desconocido como las profundidades abisales del océano. Tres años navegando es mucho tiempo ya. Tanto, que es fácil imaginar que a veces la tripulación tenga ganas de abandonar la nave a la deriva y nadar hasta el puerto más cercano para emborracharse, pero, a pesar de lo que parece en las películas, abandonar un barco no es algo que se haga a la primera de cambio. Si no, Los Editores no habría cumplido tres años.
Antes de ayer lo celebraron, imagino que con ron, mariscos todavía vivos y alguna de ellas subida al mástil más alto para cantar una ranchera a voz en grito. Yo no pude estar en la fiesta y por eso lo celebro ahora, solo y en grupo. Cuando se dice que el ser humano es un animal social no se dice nunca que por un lado es animal y por el otro social, que las cosas no van tan juntas como quisiéramos. Pero estando solo y animal estas compañeras me invitaron a su sociedad secreta, y eso lo significa todo. Sería redundante agradecer aquí que esta tripulación me haya permitido faenar en sus aguas, tranquilas y revueltas a un tiempo. Sería inútil decir nada serio en un mensaje metido dentro de una botella que quién sabe dónde acabará. Pero no quiero seguir pensando ahora. Solo quiero celebrar, y que sople el viento.
Imagen: Librería Acqua Alta, Venecia