Skagboys, Irvine Welsh

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Por Elena J. Gomariz

 

Sumirme en el olvido, donde no me alcancen…

Irvine Welsh

 

El otro día le pregunté a Mario qué pensaba sobre la última novela de Paul Auster. Mario es el editor y creador de Lector salteado, y la última novela de Paul Auster se llama 4 3 2 1. Es larguísima. No la he leído, pero tengo respeto a Auster y me encantan sus guiones de cine. También me encantó El palacio de la Luna, pero no viene al caso. El tema es que Mario sacó a colación un punto interesante: ¿Cuánta pena merecen las tocho-novelas? ¿Tenemos el tiempo suficiente para dedicarlo a novelas largas habiendo otras cortas tan sumamente buenas? Vale, no lo sé. Sin embargo, Skagboys (2012) —escrita por el escocés Irvine Welsh, autor de Trainspotting (1993), Escoria (1998) o Porno (2002), entre otras— tiene 672 páginas en su edición amarilla de Anagrama, cuesta 15.99 euros y la letra es, me arriesgo a suponer, 11 Times New Roman. Es decir: se necesita tiempo para leerla, por lo que merece una cantidad de pena invaluable. Y ahora voy a decir por qué merece dicha cantidad de pena invaluable.

Cuando Cervantes escribió el Quijote, vertió toda su fuerza, hidropesía y salud (muchas páginas, por tanto) en concebir la novela como el género que actualmente es: un elemento donde todo cabe porque no hay límites ni definiciones. Puso a todos los narradores a trabajar en el turrón, se aseguró de mezclar todos los géneros, reinventó la parodia y canonizó las virtudes del aburrimiento en la vejez como un nuevo motor para darle sentido a la vida. Todo esto viene a cuento porque creo que Skagboys no es solo una novela de yonquis (puede que sí sea una novela para yonquis), como tampoco el Quijote es solo una parodia de la ficción de caballerías o la historia de un loco. Otro símil: de la misma forma en que Alonso Q. decide buscar una nueva sensación que lo salve de la desidia, Renton, protagonista de esta novela, se deshace de todo buscando repetir la experiencia de insondable felicidad que le proporciona la heroína; mejor dicho, el primer pinchazo de heroína.

Vale, me he adelantado cobardemente sin explicar el argumento. El argumento es el siguiente: como precuela de Trainspotting, esta novela nos relata, básicamente, cómo empezó el viaje interior y exterior de Spud, Sick Boy, Mark Renton, etc., al infierno de la droga. Para ello, Welsh se sirve de muchos narradores, de mucho monólogo interior, de muchas historias paralelas con numerosos registros lingüísticos, de múltiples puntos de vista, de todos los temas universales de la humanidad, del aburrimiento como actante de toda oscuridad, de una excelente comprensión del existencialismo danés y alemán, de mucho amor por la literatura, la escritura, la música y el fútbol, de muchísima pasión por Escocia y su lado malo, de mucha sabiduría política y, por encima de todo, de tener claro que a las cosas hay que llamarlas por su nombre y no reducirlas o esconderlas bajo edulcorados rótulos inconcretos.

Esta caótica enumeración me lleva a decir, más o menos, que Skagboys significa, de forma muy personal, lo complejo que resulta lidiar con la frustración:

 

Otro día deambulando estoicamente por la ciudad; bajo por Union Street y me azotan feroces ráfagas de viento. Puede que Edimburgo sea un lugar gris y deprimente, pero Aberdeen te vacila a base de bien. Podrías pasarte la vida entera esperando a que el cielo pase de gris a azul.

 

Sí, la vida parece asquerosa, cruel; los sueldos son una mierda tan grande que tenemos que ir pensando en invertir para tener pasta; además, hagas lo que hagas, cualquier trabajo se vuelve inútil, nihilista, mecánico, repetitivo, IGUAL. Y más aún: todo esto, toda esta lucha diaria para, al final, acabar muriéndose uno. Pero, en mitad de esa vorágine, existe “un instante interminable en el que el tiempo se desintegra” y se descubre un remanso de paz. Ese remanso, esa tranquilidad por vivir es la maldita y siempre redentora curiosidad.

 

Fotografía del autor: Saverio Truglia

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