Siberia. Un año después, Daniela Alcívar Bellolio

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Por Mario Aznar

Las sincronías no dejan de sorprenderme (esas sincronías sobre las que ironizó con extraordinaria lucidez Jordi Mestre en “Cuarenta observaciones a modo de introducción”, incluido en Paraguas en llamas). Las sincronías están a la vuelta de la esquina y son siempre sorprendentes, sobre todo si uno está un poco atento y tiene ganas de ser sorprendido.

Hace unos meses, una alumna ecuatoriana a la que dirigí un trabajo sobre literatura escrita por mujeres compatriotas suyas me comentó que, además de Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero y Solange Rodríguez Pappe, quería estudiar un libro titulado Siberia, de Daniela Alcívar Bellolio, que me recomendaba encarecidamente. Lo cierto es que nunca había oído hablar del libro ni de su autora. Así que, movido por esa tremenda curiosidad que despiertan las cosas misteriosas —no necesariamente enigmáticas (Jankélévitch)—, me decidí a buscar y conseguir un ejemplar de este libro que había sido enviado al concurso de Novela Breve La Linares con el seudónimo de la escritora y activista cubana Nela Martínez. Sin embargo, qué gran decepción descubrir que Siberia solo había visto la luz en Ecuador, lo cual, teniendo en cuenta las normales deficiencias de la distribución editorial transatlántica, no era un dato en absoluto esperanzador; a pesar de que la obra había sido galardonada en 2018 con el Premio Joaquín Gallegos Lara a la mejor novela del año publicada en el país.

Pero las sincronías están a la vuelta de la esquina y son siempre sorprendentes. Al poco tiempo de tener noticias de esta autora por primera vez, conversando con Olga Martínez —editora y mitad de Candaya, junto a Paco Robles— supe que Siberia. Un año después, iba a ser la próxima novedad de un catálogo ya repleto de extraordinarias voces, muchas de ellas femeninas y bastantes también ecuatorianas. La recomendación inicial, más un poco de curiosidad, más el criterio afiladísimo de Candaya, dieron como resultado una enorme e inevitable expectativa: Siberia debía de ser excepcional, no en vano Olga y Paco habían tenido a bien editarla en nuestro país cuando yo, precisamente, necesitaba leerla.

Como pasa pocas veces con las expectativas, en esta ocasión se cumplieron: Siberia es un libro excepcional. En poco más de ciento cincuenta páginas esta novela muestra —que no narra— una experiencia inenarrable. Es la escritura electrificada de un duelo. El duelo de una madre que ha perdido a su hijo recién nacido y que, como consecuencia, abandona y pierde también un hogar al huir de la ciudad en la que había vivido durante quince largos años. Siberia es la escritura del hueco que dejan esas pérdidas y de los intentos —muchas veces contradictorios, culpables, necesarios— por llenarlo. 

Si Alberto Olmos se ha referido recientemente a la fantástica Casas vacías (Sexto Piso, 2020), de Brenda Navarro, como al «mejor libro sobre la maternidad que puedas leer», es en parte porque son muchos los libros que han aparecido estos últimos años para hablarnos de un tema relativamente ajeno al canon literario. Sin embargo, hay tantas maneras como voces de abordar este tema. El libro de Daniela Alcívar logra establecer una relación excéntrica con el tema de la maternidad. Siberia —como también, a su manera, Casas vacías— es el negativo de una fotografía sobre la maternidad, y no solamente por la metáfora fácil que nos brinda la muerte del hijo —y a la que solo un lector dormido podría quedar anclado—, sino porque la narradora, trasunto de la autora y reflejo ficcionalizado de una experiencia biográfica, da forma con su relato a un tema todavía más abarcador: el de la muerte y la supervivencia.

La relación entre la madre y el hijo supera a todas luces lo tristemente coyuntural. La propia autora ha hecho referencia a la importancia que tiene en su obra la distinción entre moral y ética. Según Spinoza, la moral es lo que debe ser, apunta hacia lo que debería ser, mientras que la ética es afirmar lo que es: cuidar el acontecimiento. Por eso la mujer protagonista de esta novela se plantea vivir la muerte de su hijo (sobrevivir a la muerte de su hijo) desde un punto de vista ético, poniendo en valor no la potencialidad de una existencia truncada y el deseo de una madre de ver crecer a su hijo, sino la experiencia de gestar una criatura que indefectiblemente ha existido y existe más allá de un futuro imposible. El personaje protagonista ha vivido el embarazo de un ser que dejó huella, y cuya huella puede ser tortura o alimento. 

La ética —y el trabajo, el esfuerzo, los rigores emocionales— se decantan por la segunda opción. ¿Puede una madre recordar con alegría el paso fugaz de su hijo por la vida? Los ojos del hijo muerto «siguen fulgurando ahí dentro», dice la voz narradora. Por eso de alguna forma no está muerto, o no solo está muerto. Siberia ensaya esta hipótesis como exorcismo y como estrategia de supervivencia, pero también como textualidad y fruto literario de una emoción intelectualizada capaz de movernos en los más profundo. Decía Quiroga que el perfecto cuentista no debe escribir nunca bajo el imperio de la emoción, sino que debe dejarla morir para ser capaz de revivirla luego. «Un año después», el texto añadido a esta nueva edición y que hace a su vez de subtítulo, responde quizás a esta premisa.

El texto está encabezado por una cita del teórico de la imagen Georges Didi-Huberman: «¿Cómo narrar el blanco sin traicionar su ambigüedad?», que recuerda a su vez a esta otra de Macedonio Fernández: «El elogio del silencio no se puede callar, y es lástima no encontrar un modo de hablar de él, con silencio». Esta tormentosa paradoja cobra cuerpo en Siberia con una contundencia admirable. Es su forma la que lo demuestra, con un estilo duro y corpóreo, en absoluto condescendiente. De hecho, hasta tal punto se dan la mano en esta novela la emoción y la enorme altura intelectual de su autora, que el carácter fragmentario y quebrado, por momentos poético y ensayístico del texto, responde a una interesante estrategia de homología estructural.

En un encuentro reciente con los lectores, comentaba Daniela Alcívar que pasamos gran parte de nuestra vida creyendo en eso de que uno cosecha lo que siembra, que hay una causa y un efecto, un sentido, una narrativa. Sin embargo, cuando pasa lo impensable, como la muerte de un hijo, uno debe decidir si abandonar esa narrativa o marcharse a un manicomio. «¿He sembrado yo la muerte de mi hijo?», se preguntaba la autora con triste arrojo. La respuesta no es sencilla y la proporción de las consecuencias es difícil de calcular. Primero hay que abandonar esa narrativa —esa forma lineal y canónica de entender la vida y la literatura— y luego aprender a vivir sin ella. Ese abandono y ese aprendizaje están en la escritura de la novela, en su textura. Están en el difícil ejercicio de hacer del lenguaje, del cuerpo y del acto político una sola experiencia: una experiencia estética. La mayor fuerza de Siberia se halla probablemente en esta especia de lección —lección humilde, personal e íntima, aunque perfectamente traducible para todos nosotros— que nos habla de la muerte y, sobre todo, de la supervivencia.

Fotografía de la autora: Daniela Alcívar

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