Nada es crucial, Pablo Gutiérrez

Por Maria Ayete Gil

Me gusta, de vez en cuando, recordarme esa tesis según la cual la novela no le pertenece al autor, sino al lector. Me gusta porque la convierto en salvoconducto, porque me desembaraza, qué rápido, de cierta timidez fruto de X y de Y. Para trazar los breves comentarios que siguen sobre Nada es crucial, de Pablo Gutiérrez –texto publicado por primera vez en el año 2010 y reeditada ahora de la mano de La Navaja Suiza–, me repito como si de un mantra se tratara que la novela es mía, la novela es mía, la novela es mía. O, mejor todavía, que “nada es crucial”, así que…

MundoLecu. Antonio Lecumberri, alias Lecu, es un niño-descampado de los ochenta, es decir: un hijo de yonquis que no ha visto ni un lápiz ni una pastilla de jabón en su corta vida. Un niño mutante, un Tarzán de la calle, un superhéroe de extrarradio, un superviviente, sobre todo un superviviente a pesar de todo, a pesar de sus genes, a pesar del Sr. Alto y Locuaz y de su séquito de neocristianos, a pesar del aparato (represivo) escolar, a pesar de las cadenas sociales, a pesar de la violencia sistémica, a pesar de las mentiras y de la explotación laboral, a pesar, en definitiva, de que “lo mejor que puede hacer un niño yonqui es morirse pronto”. Lecu se levanta y resiste. Es un rebelde, un indomable. Un Lobezno adolescente con J’hayber en lugar de botas y latas de albóndigas a modo de garras. En MundoLecu pasan cosas feas, muchas, todo el tiempo, pero sin dramatismos, sin lagrimilla, sin cobertura mediática, sin quién, cómo o por qué. Claro que, al fin y al cabo, ¿a quién le importa un semichiflado que dedica la mitad de sus fines de semana a calentar el asiento de un autobús urbano absorto en el paisaje al otro lado del cristal? ¿A quién un bicho raro que vive como topo en su agujero y acumula objetos que obtiene de la sábana de un quincallero?

MundoMagui. Margarita, alias Magui, es una niña nacida en un pueblito con una plaza y unas pocas calles en el que por cada habitante hay cuatro vacas defecadoras. Tras una infancia marcada por la marcha del padre, los discursos de la siemprencendida (tele) y el día a día tras la caja registradora de la tienda de alimentación propiedad de una madre anestesiada, Magui llega pronto a la pubertad o la pubertad llega pronto a Magui. Primero por ser la Niña del Marica, después por ser Magui la Niña Guarra o Magui Mamadora o Magui y cientos de palabrotas detrás, el caso es que la nena precoz está y se siente sola, muy pero que muy sola. Porque en MundoMagui reinan la incomunicación, el aislamiento y la tristeza, sobre todo con el paso de los años y el encoñamiento de la madre de Magui con un cantamañanas amazónico de cráneo rapado que habla raro y hace raro. Pero Magui es también una superviviente, aunque sea muñeca abandonada que anhela querer y ser querida, huir del pueblucho a un lugar, cualquier lugar, en donde la mierda deje de ser El Olor y haya seres humanos y no “híbridos vacunos”. Para eso, ay, Magui tiene que conseguir dinero y, claro, encontrar el sendero hacia el éxito, que empieza por el famoso verbo estudiar.

Teatro de marionetas. Nada es crucial es el retrato de dos adolescentes olvidados. Sin capítulos, está estructurado o dividido en fragmentos iniciados por un sintagma en negrita y cerrados por un punto y seguido. Estos fragmentos son más bien estampas, o mejor, breves representaciones en movimiento de escenas –algunas más anecdóticas que otras– de la vida de Lecu y de Magui. Frente al proyector, una pantalla en blanco que, tras el título-sintagma-en-negrita, se convierte en telón que se abre para dar comienzo a la función. Las escenas representadas como en un teatro de marionetas. Los personajes como muñecos a los que la mano del narrador da la cuerda justa. El narrador como demiurgo de los dos “heliotropos sulfatados” Magui y Lecu, habitantes de su jardín, figurillas de porcelana en el centro del escenario, títeres de sombras sostenidos entre la luz y la pared. Seres luminosos cuyas historias terminan por confluir en una narración que combina con acierto técnicas narrativas que van desde el multiperspectivismo a los estilos directo e indirecto, de la prosa a la poesía, del bocadillo del cómic a la dramaturgia y al lenguaje cinematográfico. Es Pablo Gutiérrez en estado puro –ya lo advierte, de una manera o de otra, Isaac Rosa en su prólogo a esta nueva edición–, un artesano de la literatura capaz de retorcer el lenguaje hasta los mágicos efectos del extrañamiento.

Elogio de la inutilidad. Es difícil, si no imposible, que una novela detenga los engranajes que hacen del mundo el lugar que conocemos. De acuerdo. Esto, sin embargo, no implica despojar a la literatura de su capacidad de intervención. No podrá derrocar al sistema dominante, vale. Podrá, eso sí, afectar en un grado u otro. Está bien, no nos pongamos románticos: a muy pequeña escala, poco, poquísimo. Ínfimamente, si se quiere. ¡Pero la literatura no está obsoleta! Pablo Gutiérrez sabe todo esto, sabe que el radio de acción de la novela es limitado, reducido, corto, ¡escasísimo! Pero existe, está ahí y lo aprovecha. Vaya que si lo aprovecha… Lecu y Magui son seres que no sirven absolutamente para nada, seres inválidos, reemplazables e invisibles: marginados en los bordes del de por sí marginado círculo de los marginados. Inútiles. Inútiles como el resto de los personajes que pueblan las obras del autor, elogio de la inutilidad en toda regla de la que surge la fuerza que los caracteriza: inanes como Marco en Democracia (Seix Barral, 2012), Reme en Los libros repentinos (2015) y María en Cabezas cortadas (2018). Pero es que, quizá, carecer de las aptitudes necesarias para la vida aquí, para esta vida; no servir para nada en un mundo como el de hoy, es decir, ser un inútil en la dictadura de la utilidad sea, no sé, una de las mayores rebeldías.

Fotografía del autor: La Marea

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