Mis mejores lecturas de 2019

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William Kentridge, The Hope in the Caracol Cloud (detalle), 2014

 

Por Mario Aznar

 

Llega esa fecha en la que, sin saber uno por qué, se ve impelido a enumerar un puñado de lecturas especialmente memorables. Es la hora de la lista. El año pasado no la hice, pero en 2017 sí, y ahí estaban Jorge Carrión, Samanta Schweblin, Valeria Luiselli o Enrique Vila-Matas, entre otros. Quién sabe si para compensar el vacío de 2018, o para contrarrestar alguna que otra lista estúpida y repetitiva de las muchas que saldrán a la luz estos días, este año toca rendir cuentas con algunos de los libros que me han acompañado durante este año turbulento y productivo (personalmente, incomprensible). Como repite todo el mundo en tiempos de elecciones: si no votas, ellos eligen por ti. Y por ahí sí que no paso. 

En 2019, por razones pseudoprofesionales, he leído más de lo que podría considerarse saludable. He leído mucho ensayo (me quedo con Teoría general de la basura (Galaxia Gutenberg, 2018), de Agustín Fernández Mallo y Distraídos venceremos (Jekyll & Jill, 2019), de Andrea Valdés), pero sobre todo mucha ficción. He dejado algunos libros a medias, como el aclamadísimo Desierto sonoro (Sexto Piso, 2019) de Luiselli, que aún no me animo a terminar, o Laberintos en línea recta (Random House, 2019), de Mauro Libertella. Pero también me he reencontrado con viejos amores, como Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, que reeditó este año Seix Barral con un prólogo de Fernando León de Aranoa, y he saldado cuentas con algún que otro título al que me debía, y que felizmente no me ha decepcionado, como es el caso de la extraordinaria novela Duelo de alfiles (Periférica, 2018), de Vicente Valero

 

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Empecé el año con La azotea de Fernanda Trías, un libro fantástico, sombrío y emocionante, y lo termino ahora con dos novelas imponentes: La herencia (Mármara/Nórdica, 2019) de Vidgis Hjorth, y Siberia. Un año después (Candaya, 2019), de Daniela Alcívar Bellolio; libros en los que confluyen de forma brillante la emoción y la altura intelectual. Estos tres libros, que nada tienen en común más allá de haber sido escritos por mujeres y de haber sido editados por sellos independientes de excepcional criterio, han dejado en mí una huella profunda que, como sospecho, tardará mucho en borrarse. Huellas como las que han dejado, indelebles, Sangre en el ojo (Literatura Random House, 2017), de Lina Meruane o El desierto y su semilla (Eterna Cadencia, 2014), de Jorge Baron Biza. Por si alguien se lo pregunta, puedo apelar a las huellas que dejan en mí los libros, a mis impresiones y a mi jodida subjetividad porque esta es mi lista: mis mejores lecturas de 2019. Los análisis serios y los argumentos razonados, por la otra ventanilla.

De hecho, de algunas de estas lecturas he dado cuenta en las ‘páginas’ de Lector salteado. De otras no he tenido tiempo o energía para hacerlo. Tres libros impresionantes —radicalmente distintos entre sí— que han disfrutado con todos los méritos de una lectura atenta en este espacio han sido Bienvenidos a Welcome (Literatura Random House, 2019), de Laura Fernández, cuyo recuerdo no deja de fascinarme, Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018), de Diego Sánchez Aguilar, al que Maria Ayete dedicó una maravillosa y entusiasta reseña, o Kentucky seco (Sajalín, 2019), el brutal libro de cuentos de Chris Offutt (al que también la joven editorial Malas Tierras nos acercó este año con su apasionante libro de memorias Mi padre, el pornógrafo).

 

         

 

Pero hay, además, otros cuatro títulos especialmente anómalos que deben formar parte de este podio singular, quizá insignificante, pero que al menos significa para mí un pedazo de vida placentero y tremendamente lúcido. Son 8.38 (de nuevo Candaya, 2019), de Luis Rodríguez, Material rodante (Editorial Minúscula, 2015), de Gonzalo Maier, Animalescos (Kriller 71, 2019), de Gonçalo M. Tavares y Paraguas en llamas (Pepitas de Calabaza, 2019), de Jordi Mestre, con prólogo de Enrique Vila-Matas. En estos libros está en juego el lenguaje, el humor y la inteligencia. Hay en ellos una elegancia infrecuente, quizá ligada a su brevedad, a la voluntad de estilo y al riesgo de la escritura, y un fondo humano que nunca podría ser impostado. De todos ellos, la mayor sorpresa es seguramente el volumen de Jordi Mestre, hasta ahora un barcelonés anónimo, fallecido en 2016 a causa de un tumor cerebral, que durante años fue el autor del blog homónimo Paraguas en llamas. Como puede uno leer en el prólogo del libro, debemos la publicación de sus mejores textos al impulso de Vila-Matas —lector entusiasta de ese Mestre anónimo— y a la valentía y el buen hacer de la editorial riojana Pepitas de Calabaza. Pocas veces el apoyo desinteresado hacia un escritor desconocido nos ha dado tanto como en este caso.

Por otro lado, desde Bishop, California, llegó este año un libro de relatos fascinante que lleva por título Nevada (Malas Tierras, 2019), de Claire Vaye Watkins, al que el mundo debe todavía mucha atención para compensar la escritura árida e hipnótica de estas diez historias originales, vertidas al castellano por el gran Ce Santiago. ¿Pero qué sentido tienen los desiertos de Nevada si no podemos enfrentarlos al paisaje pantanoso de Florida? Aunque encuentre su lugar al final de esta extraña lista, Los hombres de Rusia (Jekyll & Jill, 2019), de Reinaldo Laddaga, ocupa un lugar privilegiado en mi personal panteón de lecturas anuales. Como debería ser siempre, en el texto de Laddaga hay una buena historia que no se deja aferrar por la escritura plana, sino que demanda al autor toda la densidad, el rigor y la belleza de la que es capaz. Si todos los libros que se publican trataran a la literatura con el respecto y la irreverencia —al mismo tiempo— que Los hombres de Rusia profesa, esta lista (cualquier lista) dejaría de tener sentido.

 

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Para un lector que no se deje atrapar por las quinielas, los libros «imprescindibles» o cualquier moda de turno, terminar el año no significa absolutamente nada. Ni siquiera cambiando «año» por «curso», pues esto da una sensación de esfuerzo, de trabajo, de obligación, que nada tiene que ver para mí con la lectura. Hecha esta lista, veo que apenas he hecho nada. La pila de libros por leer sigue intacta. Ellos solos se multiplican como amebas. Parpadeo y aparece un nuevo volumen entre los varios que ya me esperan: ahí están Eisejuaz, de Sara Gallardo, en Malas Tierras, o el volumen de Narrativa reunida de Felisberto Hernández que acaba de publicar Alfaguara. Ahí llegan La compañía (2019), de Verónica Gerber, en Almadía, Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza, 2019), de Natalia García Freire, o Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), de Mariana Enríquez.

Frente al quejiquismo generalizado, soy más que optimista en asuntos literarios. No paran de aparecer buenos libros —aunque haya quienes no sepan bien dónde buscarlos—, nuevas editoriales y nuevos escritores, y cuando no, nuevas ediciones (como ese estuche conmemorativo tan majo que Debolsillo acaba de sacar con las obras de Borges). Incluso los premios parecen empujados por vientos favorables, como en los casos de Cristina Morales, Ida Vitale, Anni Ernaux, Mariana Enríquez, María Gainza o el menos mediático, pero igualmente brillante, premio Juan Rejano de poesía para el librazo de José Daniel Espejo: Los lagos de Norteamérica (Pre-Textos, 2019). Cuando llegue la sequía, si es que llega, siempre nos quedará rebuscar en las estanterías en busca de aquellas viejas ediciones de La montaña mágicaViaje al fin de la noche o los Diarios de Anaïs Nin. A última hora, siempre podremos mandarlo todo a la mierda y volver a ver desde el principio The Leftovers.

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