
Por Maria Ayete Gil
Sí, la lámina la estás viendo perfectamente bien. Al fondo, unas montañas y un sol gigante; delante, una chica con dos guantes de boxeo puestos y cierta posición de combate. Ya sé que a ti también te gusta pelear, Marta, no te pongas nerviosa, que esto no es una llamada al ring. ¿O sí lo es? Y no, no es que tengas un problema de vista –que ya sé lo que estás pensando…–, es que el perfil de la cara de la chica está tapado con un círculo pintado de rosa. ¿A propósito? Pues seguramente sí, claro. Por el pelo (melenita por encima del hombro un poco ondulada) bien podrías ser tú, ¿verdad? Quizá mamá, cuando era más joven –has visto fotos–, o incluso la abuela, por qué no. Por mucho que te esfuerces (frunces el ceño y achicas los ojos, concentrada), no puedes saberlo: ningún rasgo es perceptible, luego no hay forma de hacerte una idea del rostro de la chica. ¿Y esa ropa tan vintage? Qué bien le sienta ese corte y qué tonalidades más bonitas. Es chula la imagen, ¿eh? Te encanta, estás hipnotizada, tienes la boca medio abierta. Ciérrala, anda, que cualquiera que te vea… Aún no lo sabes –cómo vas a saberlo–, pero dentro de unos años, la ilustración de Lara Lars que ahora miras ensimismada será la portada de tu primera novela.
A quien se acerque a esta reseña sin haber leído Los nombres propios, de Marta Jiménez Serrano (Sexto Piso, 2021), le pido perdón por el párrafo precedente. Entiendo que esté algo perdido, lo siento, solo era un leve guiño al estilo general de la novela y un tonto homenaje a su portada, una genialidad en todos los sentidos. Sin embargo, quien lo haga con la lectura fresca espero que se haya dado cuenta. En efecto, he intentado ser Belaundia Fu, sí. ¿Lo he conseguido? ¿No? Bueno, no importa, es que la Belaundia Fu-Belaundia Fu (es decir, la buena, la de verdad) solo es una: la que está en la cabeza de Marta –la Marta personaje de Los nombres propios– y la que, además de acompañarla y escucharla, se encarga de narrar su vida.
Belaundia Fu es el nombre de la amiga invisible de una niña, Marta, a cuya infancia nos acercamos en el primer capítulo de Los nombres propios, un relato de formación cronológicamente lineal –salvo en algunas ocasiones– que narra, a través del presente de la segunda persona del singular –es decir, a través de los ojos de esta amiga imaginaria– la infancia (7 años), la adolescencia (16), la primera juventud (22) y la incipiente adultez (29) de su personaje principal. Bueno, me corrijo: Bela es la voz que nos cuenta la vida de Marta hasta las puertas de esa última etapa que registra la novela –no por casualidad titulada “Marta” –, cuando esta voz narradora se transforma definitivamente y pasa a una primera persona (“yo soy Marta”) que denota el dominio –por otro lado nunca definitivo– de las palabras (de los nombres propios): un yo responsabilizado de sus actos y de sus pensamientos, un yo que se mira en el espejo y se reconoce en el reflejo, un yo, en definitiva, capaz ya de contarse a sí mismo con voz propia.
En una novela de crecimiento como esta es inevitable que el tiempo se sobreponga al espacio. Durante el curso escolar, Marta está en Madrid. Durante el verano, se marcha a la Huerta. Poco importa el espacio, en realidad, como poco importa también el tiempo específico en el que se encuadran las experiencias narradas: ¿estamos en los noventa? ¿A principios del dos mil? Ay, ¿estos son los últimos estertores de la primera década del presente siglo? Da igual, aunque sabemos lo suficiente gracias a pequeñas y bien esparcidas referencias culturales (la muerte de Lady Di y el Cola Cao con grumos, el fotolog y las cuentas de Messenger, Facebook y el exitazo de Beyoncé con su “Single Ladies”…).
Digo, entonces, que el tiempo se superpone al espacio porque el tiempo pasa, y es ese paso del tiempo (y los saltos al futuro de la mano de Belaundia Fu) lo que nos permiten leer la novela como suerte de reflexión en torno a los modos en que, en distintas fases de nuestra vida, nos relacionamos con y pensamos el tiempo. Un tiempo que, por ejemplo, en la infancia parece no tener medida: ¿cuándo es exactamente “el próximo lunes”? ¿Qué significa “las nueve de la noche” y por qué es imperativo cenar a esa hora? ¿Cuánto dura la siesta? En otras palabras, ¿cuánto rato tengo que esperar para bañarme en la piscina? El tiempo no cambia en la adolescencia, sino que se transforma nuestra percepción de él: ahora sabemos lo que es una semana –son 7 días y cada día está compuesto por 24 horas–, pero es un mundo cuando vemos de viernes en viernes al chico que nos gusta. Una semana es interminable, igual que lo es la hora y media de repaso en la academia de inglés o los 15 o 20 días en compañía de las chicharras que pueblan la Huerta sin cobertura en el móvil.
Sin embargo, crecer no implica solamente reajustar nuestra relación con el tiempo. Implica, también, abandonar ese lugar central que creíamos ocupar en el universo: el mundo ya no nos pertenece, hemos dejado de conocerlo, se ha expandido de repente y, con él, mi madre ha dejado de ser solo mi madre para aparecer ante mí la figura de una mujer de X años con una vida en pasado, en presente y en futuro. Crecer es pensar quiénes somos, identificar a todas las Martas que nos conforman, reunirlas y sentarlas en corrillo: mirarlas una a una, escucharlas y aceptarlas tal como se nos presentan; tal vez, crecer consista asimismo en domesticar alguna de ellas, aprender a cederle protagonismo cuando toca y, cuando no, esconderla tras las cortinas hasta el fin de la función.
La búsqueda de la identidad –que a grandes rasgos es el gran tema de Los nombres propios (ahora entenderéis por qué no es baladí el círculo rosa que tapa la cara de la mujer de su portada)– se convierte las más de las veces en una lucha (de ahí los guantes de boxeo). ¿Una lucha contra quién? Contra el mundo y contra los demás –¿quién soy yo para el otro? ¿Qué se espera de mí?–, pero, sobre todo, contra una misma: contra nuestras ambivalencias y nuestras contradicciones, contra nuestros temores, nuestros recuerdos y nuestras frustraciones, contra todo lo que forma parte de lo que somos: nuestras pulsiones y su configuración, ese yo al que nos referimos cuando decimos, seguras, “yo”.
El ejercicio de introspección que desarrolla la autora de la novela es, en este sentido, encomiable: una imagen, un olor, una palabra o pedazos de una conversación disparan en forma de fotografía experiencias que, por un motivo u otro, perforan la epidermis de la protagonista y nos obligan, con ella, a mirar atrás y acceder de primera mano al modo en que esas vivencias (y las personas que participaron en ellas) han condicionado lo que somos –o creemos ser– hoy.
Pero Los nombres propios es, a pesar de tratar temas tan universales como la identidad, el amor y el desamor, o la frustración fruto de la incomprensión de nuestro entorno, un relato de su tiempo que abre, conforme avanza, otros interesantísimos frentes. Son solo algunos de ellos el cuerpo y el despertar sexual femenino, las primeras relaciones íntimas, la maternidad, la inestabilidad, la precariedad, el trabajo no remunerado y la cuestión de los cuidados, estos dos últimos aspectos personificados, con brillantez, en las figuras de la abuela materna y de la madre, dos faros en el horizonte que ni siquiera la muerte extingue.
La novela que firma Marta Jiménez Serrano es una novela de la que, sencillamente, no se quiere salir. Un texto lírico y coloquial a partes iguales escrito con la delicadeza de quien aspira a ensamblar los fragmentos del plato roto sobre las baldosas de la cocina: con esmero, paciencia y hasta suave música de fondo. La estructura cíclica del relato es tan circular como el borde del plato restaurado, aunque aquí la perfección consista, precisamente, en no cerrarla definitivamente, en dejar una esquinita libre de porcelana que, al pasar el dedo, detenga nuestro movimiento al pincharnos.
Porque esto es así –parece decirnos todo el tiempo Belaundia Fu, esa voz compasiva que nos enseña a no ser tan duras con nosotras mismas–: no hay final que no sea otro principio. A fin de cuentas, siempre quedan cosas que (re)nombrar y tinta con la que seguir escribiendo.
Fotografía de la autora: David Jiménez