Los jóvenes, Carlos Correas

los jovenes

 

Flor Podrida, Lagartija Mamadora, Letrina Soñadora, Potrillo Ovárico… son algunos de los personajes que recorren las páginas de la nouvelle que da inicio y título a este libro: Los jóvenes (2012). 

Su autor es Carlos Correas, novelista, ensayista, editor y profesor universitario nacido en Buenos Aires en 1931 y fallecido en el año 2000. El libro, editado por Mansalva en 2012, recopila tres extensos relatos: «Los jóvenes», «La narración de la historia», «Las armas tiernas» y «Algo más sobre mi caso»; además de un postfacio escrito a dos manos por José Fraguas y Eduardo Muslip.

En diciembre de 1959 Correas saltó, en lugar de a la fama, a una profunda piscina de barro. El detonante del salto fue la publicación en la revista Centro de «La narración de la historia». Este relato se encuentra incluido en las 126 páginas que hoy nos ocupan, y para llegar hasta aquí primero tuvo que pasar del escándalo público a un proceso judicial por inmoralidad, y de ahí a una condena de seis meses de prisión para su autor y para Jorge Lafforgue, quien por aquel entonces era director de la revista.

Este texto, segundo en orden de aparición en el libro, narra los encuentros furtivos entre Ernesto, un joven estudiante de Derecho, burguesito, acomodado e incoherente, y un «morochito» adolescente de clase baja que sueña con ser un gangster de Chicago y formar una pareja estable con uno de esos hombres que se acuestan con él y luego desaparecen. Para ganarse la confianza y los favores del chico, Ernesto utiliza un lenguaje «muy audaz, imperial, poderoso», mientras que el morochito exhala «naturalidad», «violencia» e «inconsciencia sana de chico proletario». Los suburbios de Buenos Aires, además de ser el escenario fundamental del relato, comparten protagonismo con el volátil erotismo de los dos amantes. Como en casi todas las ficciones incluidos en este libro, lo social, lo sexual e incluso lo racial se entrelazan en un abrazo tenso y provocador.

A partir de este momento, a pesar de que Correas sí continuó escribiendo ficción, no volvió a publicar hasta la década de los ’80. Por citar algunas de sus obras, en 1984 vieron la luz, bajo el título Los reportajes de Félix Chaneton, tres novelas breves de corte autobiográfico escritas durante la última dictadura argentina; y ya en 2005 se editaría de forma póstuma el volumen de narrativa Un trabajo en San Roque.

Siguiendo con el libro,»Las armas tiernas» continúa alimentando esa atmósfera de prostitución, violencia y clasismo inaugurada por el relato que lo precede. Y «Algo más sobre mi caso» -el relato más breve del volumen- pone el broche de oro con la genial historia de un profesor sexagenario que se alcoholiza para dar algo de racionalidad a la disparatada vida que mantiene entre su mujer, mucho más joven que él, y Mariana, un travesti que exige su legítima -y legitimadora- inclusión en la vida del profesor Carlos Correas. La mujer, los vecinos del bloque, los compañeros de trabajo, la División Moralidad del Departamento de Policía o los grupos de travestis que se ríen del protagonista desde la otra acera son acordes de una melodía desentonada, estridente, en cuyo centro puede atisbarse el brillo de un humor triste y profundamente desesperado.

 

correas

 

Ahora volvamos al principio: «Los jóvenes»: la primera y la mejor de las narraciones que conforman este libro. Se trata de un texto de 1952 cuya escritura precede al polémico «La narración de la historia», pero que, extrañamente, sitúa el listón muy por encima del nivel al que llegaron, en todos los sentidos, los relatos sucesivos.

Así comienza «Los jóvenes»:

 

A la una de la mañana el Anchor languidecía. En el mostrador del bar, varios putitos de calzoncillos anatómicos beben Coca-Cola. Junto al piano bailotean torpemente dos ingleses de porongas lechosas. Los farolitos rojos dan la justa luz para ese pequeño quilombo de pajeros. Mesitas alcahuetas y lustraditas, mozos con aire de perros, espejos estratégicos para que los putitos se deseen de reojo.

 

A partir de ahí la escritura de Correas es un sucederse de miradas, tentaciones, invitaciones, lecturas del aire, un catálogo de usos y abusos del cuerpo y de todas sus partes y funciones, una lucha ad absurdum por decir lo indecible o simplemente lo no-dicho: una poética del decirlo todo. Aquí el tema de la homosexualidad sale de los márgenes y se sitúa en el centro con un descaro brutal (¡1952!), convirtiendo a Carlos Correas en el gran precursor desconocido de autores como Néstor Perlongher, Manuel Puig u Osvaldo Lamborghini (de quien algo se ha dicho ya por aquí).

Como todas las grandes aventuras, ésta empieza con un grupo de jóvenes amigos apostados en la barra de un bar, el Anchor, definido perfectamente por esta frase que ya me vino subrayada: «El Anchor es un condón inmenso y todos los jóvenes, dentro, se esmeran en destrozarse». En ese local empieza la aventura, pero al contrario de lo que sucede normalmente, se trata de una aventura inmóvil:

 

La forma quieta es el horror; el movimiento que no se mueve. Esto es lo mío. El movimiento que no se mueve…, que puede moverse pero ahora está inmóvil, con todo su vigor postergado.

 

El relato se extiende en una especia de despegue inconcluso, de revoloteo de abejas que finalmente no van a ninguna parte: permanecen todas juntas en el mismo lugar y sin dejar de vibrar. Así los jóvenes, esos putitos que se avergüenzan de sí mismos y del mundo insultándose, reclamándose y amándose con desesperación.

 

Ahí abajo me esperan. Los testículos me esperan; ellos ya saben la cantinela. Nadie me desea. Es asqueroso: no tengo manos. Un muchacho, uno, podría salvarme. Rascarse con las manos en los bolsillos. La boquita colgante, como la de un cadáver. Nadie me desea. Hay una cosa flaca, doblada hacia delante que sube la calle y no inquieta a nadie. Vuélvete por un momento, muchachito de traje barato; sí, yo sé que no soy digno pero soy tu vida y tú no lo sabes. Ser por una vez el destino. Meterme dentro de ti para siempre.

 

Aunque podríamos hablar al mismo tiempo de una novela condensada en poco espacio, de un relato verticalmente extenso, profundo, o de un poemario de muy alto nivel, las etiquetas se vuelven absurdas al hablar de «Los jóvenes», pues esta obra parece querer escupir sobre el concepto de etiqueta (genérica, sexual, racial…) y sobre el estigma moderno de la autenticidad, mostrándose tan al desnudo que psicoanalistas y practicantes de la teoría queer no sabrían ni por dónde empezar a interpretarlo.

 

Déjame buscar tu boca y bajar mis manos por tus costados. Abre para mí tus secretas imágenes; no, no estudies posturas a solas, frente al espejo, para luego mostrármelas, no guardes una voz especial para mí; cuéntame los pequeños enigmas de tu cuerpo, las íntimas manías de limpieza.

 

El lenguaje de Carlos Correas es repugnantemente poético, es la transcendencia de la materia, o la materia de lo transcendente. El lirismo de su escritura es cegador en muchas de sus páginas, y aunque ganas dan de citar aquí infinitos párrafos, será mejor invitar al lector a ejercer la libertad por la que Correas peleó con sangre, sudor y lágrimas. Baste decir, como bien señalan José Fraguas y Eduardo Muslip en su postfacio, que con su escritura Correas»nos hace conscientes de lo que hay de adocenamiento y repetición en mucho de lo que el campo literario nos ofrece».

Este ejercicio de libertad es un ejercicio prácticamente único. El ejercicio de no deberle nada a nadie, de responder sólo ante uno mismo. «Todos los que vivimos gratis nos sentimos aplastados», piensa en un determinado momento el personaje Flor Podrida.

Correas, claro, se mató.

Se abrió las venas y, «como la muerte no llegaba -dice su amigo Juan José Sebreli– se arrojó por la ventana de un lúgubre departamento de Plaza Once donde los únicos adornos eran las fotos de Sartre, Evita y Audrey Hepburn».

***

En 2012 se estrenó también el documental Ante la ley (El relato prohibido de Carlos Correas), de Pablo Kapplenbach y Emiliano Jelicié. El film apuesta por reconstruir la vida del escritor y el proceso judicial que padeció por uno de sus primeros cuentos, por voz de amigos y colegas de entre los que se cuenta a Ricardo Piglia, Oscar Traversa o Liliana Lukin, entre otros.

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