Por Elena J. Gomariz
En el cuerpo y en lo otro –me reafirmo con frecuencia en los títulos que simbolizan per se una obra total– compila una colección de ensayos de David Foster Wallace. El cuerpo y lo otro pululan, con facilidad, en cuanto metáfora inventada (no fosilizada) y sin posibilidad de perpetuarse más allá de esta premisa sin importancia acerca de la ficción y de la vida en Antonio Orejudo; de la verdad y de las mentiras. La ficción, lo otro. La vida, el cuerpo. O no.
El escritor, nacido en el ’63, ha obsequiado al mundo con seis novelas en periodos distanciados, casi a la norma, por seis o cinco años. El seis, quizá en todo su malditismo, ejerce de influencia fáustica o deus ex machina en torno a la soberbia sonrisa que proyecta gracias a sus párrafos llenos de lirismo irónico, metaliterario, social, en orden a dejar, no sin cierta ira, una memoria histórica digna de cualquier lector en cualquier horizonte figurado. El número seis nos invita, igualmente, a establecer un ritual y una religiosidad tangible en el principio del verbo, amén de observar con o sin cautela todo exterior molesto previo al inicio de la lectura. Seguidamente, uno huele con descaro Los cinco y yo y lo lee. Lo lee enjugado en un silencioso murmullo de abejas o risas en pos de desmantelar la sabiduría sobre la delgada línea no tan roja que escinde y divide el mundo y la imaginación, o todo junto, pues, al cabo, qué es real (¿unos cuantos nombres?) y qué la otra cosa inclasificable que conmueve y nos confunde en cada escena (After five, Los cinco, etc.), en cada vaso de agua que nos quema en la boca, en cada curva en que decidimos no estrellarnos, en todas y cada una de las veces que frente al espejo percibimos una ausencia en la presencia. Borges alumbró una Historia universal de la infamia. Borges aparece siempre. Un semidiós. O un dios. Por escrito o por pensado. Más allá de cualquier laberinto. Y uno queda bastante descansado después de mencionarlo.
Orejudo dijo en otro lugar:
Con el tiempo me he dado cuenta de que todos los esfuerzos de las criaturas de ficción van encaminados a convertirse en seres de carne y hueso. Los escritores, en cambio, seres de carne y hueso, hacen todo lo posible para convertirse en criaturas de ficción algún día: en estatuas, en billetes de banco, en sellos o en temas de libros escolares (Fabulosas narraciones por historias).
Fiat Lux. El autor ha desvelado el milagro de la carne en la noche estrellada sobre todas las noches que condena el orden al caos; la cruenta tierra girando sobre nuestras cabezas, la música para camaleones, la crueldad a borbotones o golpes contra los ojos: la frustración de los filólogos. La filología como frustración ilustrada; una frustración tan soberanamente inmensa que nos oculta bajo el amparo, dudoso, de la lectura miope, distorsionada, en que contemplar cierto sueño eterno: haber escrito una [puta] palabra de esas que uno estudia a conciencia. Ergo, la frustración ha mudado a maestría del conocimiento, nostalgia poética o melancolía. La frustración como modo de serenarse ante la sinrazón de las prendas mal halladas, garcilasianas, virgilianas, endemoniadas, que dejan en la memoria la necesidad de ‘llegar a ser‘o ‘convertirnos en’ poemas y poetas. Novelas y novelistas. Dramas y dramaturgos. Literatura y seres inmortales.
Fuimos, hemos sido y seríamos si llegáramos a ser, antes que todo, una irreconciliable mezcla de pasión, gloria, ambición y fama sin pronombre. La existencia y su contrario: aquel gato muerto y vivo al tiempo en aquel sórdido cartón cuántico. Y hemos llorado en un rincón que nadie conoce y no importa, porque nunca hemos tenido la [jodida] caja donde albergar, al menos, la duda.
Fotografía del autor: Antonio Orejudo