Las niñas prodigio, Sabina Urraca

Por Mario Aznar

La labor silenciosa del lector editorial esconde un secreto que pocos conocen. En ocasiones, las editoriales que reciben muchos manuscritos confían en terceros la primera lectura de esos textos. El lector editorial realiza un informe conciso, pero exhaustivo, llamado a ser el perro guía del verdadero editor, quien se acercará por primera vez al texto a través de la mirada, el criterio e incluso el lenguaje del lector editorial. Hasta aquí, se trata de un oficio cualquiera, más o menos interesante, más o menos precario. La experiencia epifánica, sin embargo, la vive el lector editorial que se enfrenta por primera vez a un manuscrito anónimo. Estamos tan habituados a dejarnos mecer por nuestros prejuicios, a que nos cuenten lo que vamos a ver, lo que vamos a escuchar, lo que vamos a leer; estamos tan acostumbrados a leer a través de otros —como ese editor— que el anonimato de nuestro autor es el vértigo y es el riesgo.

Lo contrario de ese anonimato —o al menos uno de sus contrarios— es leer algo de alguien a quien solo conocemos por su imagen en redes sociales y en algún que otro medio de comunicación. Esto me ocurrió a mí con Sabina Urraca, autora de Las niñas prodigio y editora (por un libro) del sonado debut de Andrea Abreu en la editorial Barrett: Panza de burro (2020). Sin embargo, al abrir Las niñas prodigio, ahí estaban: el vértigo y el riesgo.

Esta novela, editada originalmente en 2017 por Fulgencio Pimentel y reeditada en 2020 con un prólogo lúcido y generoso de Nadal Suau, es un libro extremadamente realista, de un realismo retrospectivo, si es que puede existir un realismo que no lo sea. Digo retrospectivo porque solo la realidad, vista con perspectiva, es capaz de presentar esas puntadas que unen términos irreconciliables, que emparentan obsesiones, que iluminan efectos y consecuencias, que justifican la arbitrariedad de una vida a la que solo el tiempo —la perspectiva— puede convertir en un relato perdurable.

Y es que Las niñas prodigio es ante todo un relato perdurable. Un carrusel de fotogramas cuidadosamente seleccionados para dar forma y profundidad a una película muda con intertítulos, en los que estos estuvieran ligeramente desfasados respecto a la imagen en movimiento. Ese desfase, esa minúscula falta de sincronicidad nos deja espacio para respirar e imaginar en las costuras de una crónica autobiográfica tan incómoda por momentos como atractiva y provocadora. Llama la atención, y en esto la novela termina de romper un molde resquebrajado desde hace mucho, que los referentes genéricos del tratamiento literario del Yo parezcan mucho más próximos al muro de Facebook y al post de Instagram que a la Autobiografía de Franklin o incluso a la epopeya doméstica de Knausgård.

Ternura, perversión, miedo, vitalidad, sexualidad o irreverencia son algunos atributos de su escritura que resultan asimilables a las sensaciones del lector, quien, confundido, sale de este libro boqueando y renovado, como de un baño frío. La narración no se articula de forma convencional. Los tiempos y la temporalidad bailan sobre un mosaico de anécdotas cotidianas, verosímiles, soñadas, vulgares, fantasmáticas a veces, ridículas otras. El esqueleto de esta novela, como el de casi todas, es la exploración de una identidad individual que nunca termina de construirse. El dedo en la yaga que la escritora remueve con perverso deleite y que convierte su libro en una locura extraordinaria, distinguiéndolo de esas otras muchas búsquedas identitarias, es haber puesto el acento sobre la naturaleza inacabada e inacabable del proceso.

Infancia, adolescencia y madurez son, en Las niñas prodigio, etapas de un camino que puede voltearse como un calcetín (que puede revolverse con otras parejas de calcetines y que puede incluso perder o dar por perdido uno de sus miembros). El crecimiento de esa niña —a la que uno tiene la sensación de acabar conociendo íntimamente— no tiene como punto de llegada la mujer adulta y atribulada que comparte una placenta humana a la mesa en un entorno rural y en cierto modo terrorífico. Las referencias a la cultura popular se dispersan porque no son verdaderamente asibles, no son agarraderos, sino puntos de fuga.

Sabina Urraca no será nunca esa autora anónima ni yo volveré a experimentar por primera vez las sensaciones del lector editorial. Sin embargo, es tranquilizador y reconfortante que el vértigo y el riesgo sigan ahí, a pesar de todo. Ha vuelto a subirme la fiebre, así que lo mejor será permitir que corráis a buscar el libro y escribir aquí un punto y final.

Fotografía de la autora: Wikipedia

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