
Por Maria Ayete Gil
Poco antes de que la editorial Caballo de Troya quedara huérfana, es decir, poco antes de que Constantino Bértolo “abandonara” el sello tras diez años de trabajo apostando por escritores noveles (gracias a él vieron la luz las primeras novelas de figuras ya consagradas como Marta Sanz o Elvira Navarro, y textos tan imprescindibles como, por ejemplo, Visto para sentencia, de Rafael Reig, El esqueleto de los guisantes, de Pelayo Cardelús o la gran Made in Spain, de Javier Mestre) aparece El agua que falta (Caballo de Troya, 2014), primera “novela” de Noelia Pena (Santiago de Compostela, 1981).
El empleo de las comillas no es banal, y es que El agua que falta es más bien un conjunto de fragmentos compuestos por breves reflexiones que, agrupados en distintas secciones, tratan de abrir ventanas, de instar al lector a pensar desde lugares otros, poniendo en entredicho los parámetros del régimen de lo visible, cuestionando la naturaleza del llamado sentido común y desentrañando la violencia que anida tras el disfraz del lenguaje. Cuatro años después de esa valiente propuesta, La oveja roja publica el segundo texto de Pena, La vida de las estrellas, una novela (ahora sí) cuyo centro gravitacional gira en torno al tabú de la enfermedad mental, y todo lo que ello implica.
La vida de las estrellas narra un período de tiempo en la vida de Isabel, una mujer joven con una buena carrera académica, un marido exitoso, un hijo de inteligencia prometedora y un piso estupendo en un barrio estupendo de una ciudad estupenda. Sin embargo —¡sorpresa!— la novela arranca con una Isabel internada en un centro psiquiátrico. De un modo similar al de Edurne Portela en su Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg, 2018), Pena rompe con las expectativas del lector al dibujar un personaje protagónico femenino que, lejos de cumplir con los moldes socioeconómicos esperables, apuesta no por ampliar esos corsés, sino directamente por dinamitarlos. No se trata con ello ni mucho menos de negar la importancia de la realidad material en el asunto (hacerlo sería, cuando menos, ingenuo); se trata, más bien, de aceptar que unas condiciones materiales favorables no la eximen a una (ni a uno) ni de la posibilidad de la enfermedad mental ni de la experiencia de la violencia.
Si en la primera parte de la novela asistimos a los días de encierro de Isabel en la clínica psiquiátrica y a las consecuencias derivadas no tanto del internamiento cuanto del hecho social de padecer una enfermedad mental, en la segunda accedemos, flashback mediante, a los motivos que la han conducido en última instancia a la reclusión. Y es aquí donde brilla la novela de Pena, porque una cosa es detenerse en la identificación de los efectos (nada deleznable, pero a la postre ejercicio falto de crítica), y otra bien distinta es acompañar esa identificación del empecinamiento de la uña por escarbar la superficie e ir más allá.
Soy una mujer infeliz, simplemente, que tiene sus motivos, los tengo, aunque no te lo parezca. Tú qué sabrás lo que es vivir en mi casa. Tus heridas no se ven. Solo se ven las otras, las putas quemaduras de la plancha y el pastel de mierda.
Isabel es un personaje que no cumple con lo que la sociedad espera de ella, que se niega a aceptar los criterios de normatividad de un sistema que la obliga a ser competitiva e individualista en su trabajo, a pensar de un modo específico y a vestir de una manera determinada, a desenvolverse con naturalidad en las tareas del hogar y a hablar del tiempo con el vecino en el ascensor. Y ese sentimiento de otredad producto de una idea del bien (y de lo normal) que no es sino una posición de poder en función de la que aquello que queda fuera se rechaza, pasa factura. Tendemos a creer que la precariedad es únicamente económica, cuando es también moral y afectiva, y la vulnerabilidad el gran enemigo, cuando es más bien una condición compartida que bien debiéramos comenzar a aceptar como fruto del sistema dominante.
Así las cosas, precariedad y vulnerabilidad van condicionando la subjetividad del personaje de Pena hasta atravesarlo por completo, a lo que cabe añadir, sin embargo, las dosis de violencia que lentamente van inyectándose en el matrimonio y en la vida de Isabel; unas dosis que, como gotas, terminan por colmar el vaso en la escena de violación dentro de la pareja. El trabajo estilístico en la narración de este episodio es sobresaliente: elaborada desde una voz en tercera persona que dispara fragmentos como si de destellos de fash fotográficos en la oscuridad se tratara, la descripción de la violación ocurre intercalada con una conversación imaginaria de Isabel con la policía en la que se pone en cuestión su relato, dando como resultado una doble violencia, esto es, la violencia sexual de la que se está siendo objeto y esa otra violencia ejercida por la autoridad.
Creo no desvelar nada si a estas alturas digo que La vida de las estrellas es un texto que trata de situarse en la estela de novelas que apuestan por un realismo crítico en las antípodas de la anestesia y el conformismo para interpelar al lector ensimismado. En este sentido, Pena cumple con las expectativas, pues no solamente se aleja del telón de fondo al señalar causas y consecuencias, sino que, además, hace algo a lo que no todos se atreven: proponer una salida al conflicto, formular una solución. La salvación contra el aislamiento y la incomunicación adopta en este caso la forma de sororidad. Y es que acaso en el lazo social resida siempre la respuesta.
Fotografía de la autora: La oveja roja