
Por Mario Aznar
Buenos Aires. 1933. Un lote de indígenas provenientes del Perú desembarca en la ciudad porteña. A través del testimonio del fiel asistente del señor Amado Dam, artífice de la importación, asistimos a la proyección del primer Parque Etnográfico del cono sur, que acogerá en sus tierras a «negros, asiáticos, indios y subnormales». Por supuesto, el nuevo lote que envía la Peruvian Rubber Company y que está formado por diecinueve personas obtenidas en la frontera con el Brasil está destinado a formar parte privilegiada del conjunto expuesto en el Parque, sito en los alrededores de Tandil, en el centro-este de la Provincia de Buenos Aires. El señor Dam los encargó en el estado más primitivo posible, por eso los proveedores se esforzaron durante el viaje en «mantenerlos aislados de los blancos y de la palabra de Dios».
Sin embargo, un imprevisto acabará eclipsando el proyecto del Parque Etnográfico. Algo relacionado con un perezoso en estado de hibernación, una especie de tocón hueco de madera y la inaudita habilidad de los indios para —¿comunicarse?, no, comunicarse no— transferir sensaciones de forma telepática. Este descubrimiento instaura un nuevo paradigma, atrapa por completo la atención del señor Dam, se convierte en secreto de Estado y participa en la creación de una Comisión de Telepatía Nacional capaz de desviar el curso de la historia (y de la Historia).
Roque Larraquy nació en Buenos Aires en 1975 y a día de hoy no tiene página de Wikipedia en español. Es escritor, guionista y docente. Su primera novela es La comemadre, de 2010, que descubrí bastante tarde y que me dejó un puñado de efectos secundarios que aún padezco con alegría. Cuatro años más tarde, en colaboración con el ilustrador Diego Ontivero —probablemente, también «especialista de la raza» en la susodicha compañía cauchera—, publicó Informe sobre ectoplasma animal, que también disfruté, pero en una esfera muy diferente y más próxima a la poesía, si es que esto significa algo.
La telepatía nacional, que publicó en 2020 el sello Eterna Cadencia y que la editorial Fulgencio Pimentel acaba de publicar en España con el exquisito criterio y el buen gusto que la caracteriza, es su tercer libro y de alguna forma representa la clausura de lo que ha sido denominado ya como un «tríptico involuntario». Yo no sé ni puedo saber si ha sido involuntario o no, pero es cierto que estos tres libros componen una figura fractal que, a diferentes escalas, explora la mezcla de géneros y formatos, el humor negro y las relaciones entre arte, ciencia y sociedad.
Larraquy no indaga la belleza en las metáforas de la ciencia como una representación más de la realidad, al estilo quizá de Agustín Fernández Mallo, sino que se recrea en el reverso de la ciencia, en su cara oculta y lodosa, de ahí el atractivo que en sus historias cobran las pseudociencias, la obsesión y la manipulación. En este sentido y como en un verdadero tríptico pictórico, La telepatía nacional se cierra sobre Informe sobre ectoplasma animal pero entrando en contacto directamente con La comemadre, que es realmente su otra mitad. Con esta novela Larraquy vuelve a andar un camino fascinante, con verdadera maestría en el manejo del lenguaje y en la creación de escenas visuales que perduran en la memoria del lector. Y lo hace, además, con una historia que es al mismo tiempo intrigante, divertida y tremendamente oscura.
Jugando a ese juego de las analogías que tanto nos gusta, el crítico Ignacio Echevarría se ha referido a la escritura de Larraquy como a un texto escrito a cuatro manos por Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz. Por supuesto que hay huellas de Borges —y del Lugones de «Yzur»— y si uno quiere también de esa tragedia absurda que leemos en «La caída» del cubano Piñera, donde a dos alpinistas que descienden a toda velocidad en una accidentada caída por la falda de la montaña solo les preocupa, mientras sus cuerpos sufren mutilaciones radicales, conservar a uno los ojos y a otro la barba.
Larraquy es un maestro del anticlímax, capaz de ofrecer escenas que operan como espejos en los que el lector no puede evitar mirarse —con desagrado, a veces— y cuestionar su naturaleza y sus límites. Cuando creemos que tenemos la situación moralmente dominada, aparece el espejo y como gorriones alumbrados en mitad de la noche somos incapaces de avanzar o de retroceder. En esos momentos la novela nos atrapa verdaderamente y nos conmueve. Sin contar con el embrague, tan pocas veces utilizado en literatura y tan pocas utilizado tan bien, que permite al libro reírse de sí mismo sin faltarse al respeto.
Para rizar el rizo no me cuesta mucho imaginar a Christopher Nolan, Wes Anderson y García-Berlanga alrededor del manuscrito de esta extraordinaria novela, seguramente fumando caliqueños y chupando mate. Quizá Larraquy sea solo el ghost writer de este trío imposible, o el guionista de una película sobre mentes geniales que juegan a remover un excremento con un palo imaginando allí la formación de un nuevo universo. En cualquier caso, el resultado de esta crítica analógica, tan inválida como divertida, viene a decir que La telepatía nacional es el fruto más excéntrico, exigente y divertido que he mordido en los últimos meses.
Fotografía del autor: Pablo García