La entreplanta, de Nicholson Baker

Por Maria Ayete Gil

Qué sensación tan magnífica, cuánta emoción contenida en el instante en el que una reconoce estar leyendo algo próximo a la genialidad. La navaja suiza recupera la primera novela de Nicholson Baker (Nueva York, 1957), La entreplantaThe Mezzanine, en su lengua original, publicada en 1988 y dos años después editada en nuestro país por Alfaguara–, con una nueva traducción del gran Ce Santiago (que firma también un epílogo) y un lúcido prólogo de Patricio Pron. Termino la novela y lo primero que hago es abrir el buscador de mi ordenador y rastrear la disponibilidad de otros títulos del autor. Me sorprendo inmediatamente de que sus novelas en español estén descatalogadas (excepto Humo humano, reeditada en 2018 por Debate). Qué desilusión. Por suerte, siempre están ahí las librerías de saldo y las bibliotecas.

La entreplanta es un libro de difícil clasificación cuya escritura, siguiendo la información de la contraportada, influyó en autores como David Foster Wallace o Dave Eggers. Del segundo nada puedo decir; recordando, sin embargo, la lectura de algunos textos del primero, puedo entrever esa influencia, y no ya en el peculiar uso de las notas a pie de página (que también), sino, sobre todo, en el ejercicio de indagación en la vida anónima para encontrar en ella los síntomas y las contradicciones de una sociedad en un tiempo determinado (la libertad de a qué se le presta atención, que decía el propio Foster Wallace). Porque eso es lo que hace Baker, al fin y al cabo, y es ahí donde reside, me atrevo a decir, su programa literario: descubrir en los detalles más ínfimos de la vida ordinaria, extraídos de la evidencia, la huella de lo verdadero; partir de la superficie y explicarla mediante el destape de sus capas subterráneas y el despiece de sus partes. Baker cava un hoyo profundo y encuentra agua.

En esta novela el tiempo se dilata hasta el extremo: a Baker le basta con una hora de la vida del oficinista Howie para escribir 200 páginas. Muchas cosas han de ocurrir en esa hora, ¿verdad? Sí, pero no (o no, ¡pero sí!). Howie es un joven que trabaja en una oficina ubicada en la entreplanta de un edificio. Para acceder a la entreplanta, Howie utiliza las escaleras mecánicas. Comienza la novela: Howie está en su puesto de trabajo y se da cuenta de que se le han roto los cordones de uno de sus zapatos. Aprovechando el descanso para comer, Howie se levanta de su silla, habla con una compañera de trabajo, va al baño, sale del baño, baja hacia la calle por las escaleras mecánicas, se compra unas palomitas que se come de camino a un CVS, entra en el CVS, se compra unos cordones, sale del CVS, se compra y engulle un perrito caliente, para en una pequeña tienda a comprarse una cookie y un pequeño cartón de leche, se sienta en un banco cerca de la oficina, se come su galleta y se bebe su leche. Regresa a la oficina. Fin de la novela. Son necesarias unas buenas dosis de observación y de valentía, pero sobre todo de talento, para levantar una novela a todas luces fantástica de tales características (es decir, sin trama) capaz de mantener la atención de un lector rendido desde el principio a una escritura original y seriamente divertida.

Qué diantres hace el autor de La entreplanta durante 200 páginas con un argumento tan reducido es, seguramente, la pregunta que rondará la cabeza de quien se asome a estas líneas. Pues lo que hace es tan sencillo como escribir absolutamente todo (y, cuando digo todo, es todo) lo que a su personaje-oficinista se le pasa por la cabeza. Por suerte, la mente de Howie da para mucho (¿acaso no daría la de todos y cada uno de nosotros si nos detuviéramos y exprimiéramos los centenares de pensamientos que cruzan nuestra mente a diario?) y cualquier cosa, gesto o sensación es descrito y desarrollado a fondo. En este sentido, claro, la precisión en los detalles es extrema, y es que Baker sabe cómo nombrar hasta la más mínima parte de cualquier objeto. Y no solo eso, porque es que acompañada de la exhaustiva descripción del mecanismo de, pongamos, una grapadora, nos encontramos ante la elaboración de una historia de la grapadora que viene a ensalzar la utilidad, y por ende la importancia, de la grapadora en la sociedad occidental. Howie observa bajo el microscopio el funcionamiento de las pajitas (¿por qué cometen el grave error de flotar las pajitas de plástico?), de las cubiteras, de los secadores de manos (versus las toallitas de papel), de las escaleras mecánicas o de las máquinas expendedoras. Y de la mirada microscópica se pasa a la reflexión, a la consideración, por ejemplo, de los motivos por los que es mejor cortar un sándwich de pan de molde en diagonal, por qué el papel del cuarto de baño es papel troquelado, cómo es posible que nunca se rompan los cordones de ambos zapatos al mismo tiempo o, a lo Slavoj Žižek en su análisis ideológico de los retretes, una meditación sobre el estilo de los pomos de las puertas. Y cada reflexión lleva a otra, porque cada objeto lleva a otro en un movimiento desviado continuamente por un flujo de conciencia extenuante y a la vez extraordinario que busca dejar constancia, en forma de una suerte de opúsculo, de “la con frecuencia indocumentada textura cotidiana de nuestras vidas”.

Pienso en tal obsesión por el retrato minucioso de los objetos de nuestra cotidianeidad y me pregunto si esta novela no sea un intento de contrarrestar los efectos de la cultura capitalista en los modos en que vemos las cosas y en cómo (qué rápido) las comprendemos (o creemos comprenderlas). En este sentido, La entreplanta –con sus poco casuales popcron, hot dog, leche y cookie– se me aparece como ejercicio necesario de observación del tipo de vida de ese capitalismo (encarnado en la figura del oficinista) que aboga por ir a contracorriente, es decir, por elogiar la lentitud y reducir marchas hasta detener el vehículo, porque solo desde la ventanilla de un vehículo detenido es posible reparar en las más mínimas imperfecciones del asfalto.

Fotografía del autor: Nicholson Baker

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