
Por Mario Aznar
Es curioso ver cómo la escritura y la lectura, esa parejita que siempre parece andar de la mano, es en realidad una dualidad antagónica y excluyente. Una no puede darse con la otra. Como inspirar y exhalar, escribir y leer son acciones que no pueden hacerse al mismo tiempo. Eso me digo para justificar algunos períodos de sequía lectora, y no digamos ya de sequía crítica, donde uno fuerza la naturaleza de las cosas para escribir mientras lee, para acompasar o, mejor, acoplar cada inspiración y cada exhalación en un mágico boqueo de pez agonizante. La crítica nace ahí, en esa mueca extraña y algo forzada que quiere a toda costa reconciliar los opuestos.
Estos últimos meses he leído libros que me han interesado mucho, como Fuerzas especiales, de Diamela Eltit, Casa vacía del estornino, de Tom McCarthy, Autocienciaficción para el fin de la especie, de Begoña Méndez, o La amante de Wittgenstein, de David Markson. Hay épocas en las que solo quiero leer libros que sé que me van a gustar, como los que acabo de nombrar. En otras me dejo guiar y deambulo por el criterio de los demás. Confiado, entregado. Así llegué hace poco a Carcoma, de Layla Martínez o (en la pila de pendientes desde hacía tiempo) a La destrucción de la Torre de Pisa, de Miquel Bauçà. De los libros que leo, solo unos pocos tocan el resorte capaz de romper el ritmo normal de la respiración en favor de la mueca crítica. Cuando eso sucede, hay que leer y escribir al mismo tiempo, inspirar y exhalar sin superposición y sin transparencia.
Como pasa con algunos premios Nobel, todo el mundo conocía al escritor mallorquín Miquel Bauçà, menos yo. Menos mal que la editorial Kriller71 (y su fantástica colección Mula Plateada) vino a remediar esta carencia con la publicación, por primera vez en español, de este libro que incluye tres novelas cortas traducidas por Sìlvia Galup: Calle Marsala, El viejo y La carcelera. En el prólogo de Nota Catelli —necesariamente divulgativo— se presentan las novelas de Bauçà al lector en castellano y se ofrecen unas justas pinceladas biográficas sobre el autor. Adelanta Catelli en su prólogo que no pueden obviarse las tensiones producidas por «la circulación desigual de los bienes culturales y simbólicos dentro de este territorio peninsular múltiple». En el mejor de los casos se genera una interesante fricción entre los distintos campos literarios que conviven (o mejor: coexisten) en nuestro país. En el peor de los casos: se ignoran. Saboreando mi ignorancia salgo del prólogo con la cabeza ligeramente gacha y al mismo tiempo envalentonado. Vamos a ver qué es esto. Y lo que encuentro es un mosaico de pasajes como este, delicado y fulminante:
«Y eso que aún no ha estallado la guerra. Pero capto movimientos de tropas, telefoneadas secas. Anoche decidí declararme inepto. No sería una pieza valiosa dentro de un combate significativo. Sé que la sangre no me circula con la fluidez necesaria y un buen combatiente debe saber aguantar las explosiones de cerca y andar por la nieve. Cualquiera lucharía mejor que yo, lanzaría con más eficacia las granadas, manipularía los morteros con más esmero. Siento que estas reflexiones no me son fáciles de aceptar, pero son muchos ya los años de meditación y melancolía. Así, en la batalla que me espera practicaré el desprendimiento y no la lucha encarnizada. Caeré dentro de los fosos desarmado. Seré derribado».
Llevado por la curiosidad, después de leer el libro navegué largo rato buscado más información sobre la vida y milagros de este escritor oculto y necesario. Esa es la clase de «ficción expandida» que Internet favorece, donde uno puede continuar la lectura con digresiones infinitas que, tratándose de Bauçà, saben a poco, siempre a poco. Con apenas diecinueve años acudió en bicicleta a las Conversaciones de Formentor de 1959 tras recorrer unos 70 km desde Felanitx, el pueblo de Mallorca que lo vio nacer. Ganó su primer premio literario a los veintiún años, y desde entonces hasta su muerte cosechó el reconocimiento del campo cultural catalán. Institucionalidad y marginalidad se convirtieron para él en una contradicción insalvable y necesaria, como casi todas las contradicciones, que alivió —esto lo dice Catelli— reforzando su alejamiento de la vida literaria y volviéndolo, a su vez, parte central de la leyenda, como un Salinger o un Pynchon.
El gran dato, que no me he molestado en contrastar porque realmente todo esto es literatura, es que hacia finales de los años 80 —Calle Marsala es de 1985 y las otras dos novelas, de 1992— vivió en una roulotte en el campo, a las afueras de Felanitx, donde cada día cavaba un poco debajo del vehículo con la intención de soterrarlo/soterrarse, en una inquietante performance en la que el sepultado es también el sepulturero. No llegó a enterrarse con la caravana, así que a principios de 2005 el olor a descomposición delató la presencia de su cadáver, que fue encontrado en su apartamento del Eixample de Barcelona semanas después de su muerte.
Hace poco me contaba un conocido que en una revista literaria se andaban pasando como una patata caliente el ejemplar de Larva, de Julián Ríos, que felizmente acaba de reeditar Jekyll & Jill. Y es que hay libros que nos desarman y se nos presentan como un ovillo de lana sin extremos de los que tirar. Miramos el ovillo y solo atinamos a darle un manotazo, como un gato juguetón e ineficiente. A veces hace falta que el olor de nuestra ignorancia o de nuestros prejuicios nos delate y señale el lugar en el que nos encontramos. Yo me encontré en los textos de Bauçà, también difícil de resumir y (por metonimia) de reseñar. En La destrucción de la Torre de Pisa se lee una incómoda celebración del yo abyecto, al modo de Osvaldo Lamborghini, pero menos hermético y bastante más elegante, y también una especie de señalamiento autoinculpador («Los suicidas dejan más o menos los mismos escritos»). El narrador de Bauçà se denigra ferozmente, exhibe sus puntos débiles, que casi siempre son los nuestros, y lo hace con un estilo heterogéneo, a ratos expresionista, íntimo y alucinado:
«Me complico innecesariamente. Todo es más sencillo. La prueba está en el comportamiento y talante de los cambistas de la Bolsa. Ninguno de sus desplazamientos es ocioso. En cambio, qué falta de prudencia se evidencia cuando encargo una docena de buñuelos, por ejemplo. ¿Qué hago con ellos, después? Nadie viene a probarlos. Se pican en un rincón cualquiera. El beneficio es que aprendo un poco más a renunciar a las pompas y vanidades, cada vez más insignificantes. Yo bien que me digo que es aconsejable la calma, pero presiona constante el instinto de abandonarme a alguna aventura violenta, a aceptar un reto bien propuesto. En todo caso, antes, me tengo que lavar las manos. Así puedo efectivamente improvisar envites inéditos y disponerme a salir bailando por la terraza».
Hay algo en estas novelas que me ha recordado a la mugre acumulada en los cristales que llegué casi a tocar leyendo algunos textos de Onetti. Tal vez ese recuerdo tiene que ver con la ambición formal de otra época, con la torsión y el paladeo del lenguaje que hoy parecen relegados a la excepcionalidad de obras como Sagrado y desagrado, de Rubén Martín Giráldez. La escritura de Bauçà se puede tocar y también huele. No siempre huele bien, como la vida misma, pero también como la vida está llena de sorpresas. Detrás de un estilo poético y preciso, de frases cortas, a veces irónico y a veces burlón, hay un mar denso de melancolía y reflexión. Como la imagen que su título evoca (o la para-wagneriana visión de Stockhausen), La destrucción de la torre de Pisa es una deslumbrante catástrofe. A pesar de la dificultad que pueda entrañar hablar de un libro como este —o de Larva, o de Sagrado y desagrado—, lo cual dice más de nuestra incapacidad para inhalar y exhalar al mismo tiempo que del libro en sí, este hermoso acto de terrorismo literario no debería pasar desapercibido.
Fotografía del autor: Wikipedia