Kafka, Max Brod

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Postal de Franz Kafka a su hermana Ottla,1918 (Bodleian Library)

 

De Franz Kafka sabemos que un día se despertó convertido en una cucaracha.

Ah, no, espera, no estoy muy seguro de si llegaba a decirse que era una cucaracha. ¿Pero  no era éste el argumento de una fábula de Augusto Monterroso? ¿Acaso no era Monterroso el que escribió aquella historia sobre un viajante de comercio llamado Gregor Samsa? Un momento, ¿quien se convertía en insecto no era, en realidad, un personaje de Kafka?

Vale, ya me acuerdo, fue Max Brod el que se inventó todo aquello sobre un escritor de Praga que se convertía en «una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha».

O eso me parece a mí, aunque en realidad la cita sea de Monterroso (La oveja negra y demás fábulas), la cucaracha de Samsa, Samsa de Kafka, y Franz Kafka: Eine Biographie (1937), de Max Brod.

Sabemos, además de todo lo anterior, que Max Brod fue íntimo amigo, albacea y editor del escritor Kafka (1883-1924), natural del Imperio austrohúngaro. Wikipedia, en su entrada sobre Brod, nos dice también que fue un «escritor, compositor y periodista checoslovaco germanohablante de origen judío», que no es poco. La Encyclopaedia Britannica precisa que fue novelista y ensayista en lengua alemana, y que trabajó, además de como «minor government official», como crítico de música y teatro en el periódico austríaco Prager Tagblatt. 

Max Brod nació en Praga el 27 de mayo de 1884, y murió en Tel Aviv, donde se había exiliado huyendo del nazismo, el 20 de diciembre de 1968. Aunque en casi todos sitios se le cita como notable escritor y figura muy conocida en los medios intelectuales de la época, hoy en día su nombre está irremediablemente ligado al del amigo que biografió, y su fama relativa se vertebra en torno al mito de unos papeles salvados del fuego.

Tras la muerte del autor de La metamorfosis, Brod recopiló escrupulosamente sus diarios, su correspondencia y sus manuscritos inéditos, y publicó, entre otros textos, sus novelas El proceso, El castillo y América. En cierto modo (un modo muy cierto) a Kafka lo leemos gracias a Brod. Claro que también es cierto que lo leemos a través de Brod, quien primero ejerció de antólogo y posteriormente de exégeta privilegiado.

El escritor Manuel Vilas, en un artículo sobre Kafka (o sobre Brod), escribe con gran lucidez: «Él fue quien decidió que aquello era Kafka antes de que existiese Kafka. Él fue el primero que lo vio y lo entendió. Él era más Kafka que Kafka».

Sin embargo, no todos comparten el sentido del humor de Vilas, y son muchos los que aborrecen a Brod por su carácter de insalvable mediador. Ahora bien, alguien tenía que descifrar la deslavazada caligrafía del escritor y ordenar el caos de páginas y fragmentos dejados tras su muerte. El -muchas veces envidiado- elegido fue Max Brod.

Ahora viene la eterna disputa entre el crítico y el creador. ¿Qué derechos -legítimos- tiene aquel sobre la obra de este? ¿Por qué puede elegir libremente qué se edita y qué se condena al olvido? ¿Tienen derecho, el crítico o el editor, a rebuscar en los diarios o en la correspondencia de un escritor que nunca autorizó en vida su publicación? ¿Puede alguien nombrarse a sí mismo salvador de una obra que no ha creado?

Digamos solamente que Virgilio también quiso regalar su Eneida a las llamas, que hoy podemos disfrutar la obra de Kafka gracias a la quizá irreverente actuación de Max Brod, y que probablemente Brod pensaba, más que en el interés postmortem de su amigo, en aquel dicho del refranero popular que reza: «el muerto al hoyo y el vivo al bollo». Y cada quien que saque sus conclusiones.

Sin embargo, el libro que aquí nos ocupa no se encontraba entre esos papeles salvados de la destrucción. Se trata, en este caso, de la biografía que Brod publicó sobre su amigo Kafka en 1937, con la que se inaugura, según escribe Milan Kundera en Los testamentos traicionados, la «kafkología», es decir, la forma (o ciencia) en que la crítica ha hecho de Franz Kafka un «Kafka kafkologizado».

Trabalenguas aparte, debemos tener en cuenta que Brod escribe la biografía crítica (se habla de la vida de Kafka, pero también de su literatura) de su amigo cercano. De modo que sin caer en tontas ingenuidades rogamos al lector no presuponga objetividad en este texto. Es indudable que la lectura brodiana de Kafka -persona y obra- ha condicionado un porcentaje enorme de las interpretaciones posteriores, pero no olvidemos que es el lector quien debe valorar de dónde hace derivar sus juicios, por lo mismo que a nadie se le ocurriría interpretar la poesía de Borges según testimonios de su querida mamá.

 

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Hermann y Julie Kafka, padres de Franz, en 1913

 

Yo manejo una raída edición de Alianza de 1951 (creo que Emecé o Alianza la siguen editando).

Se trata de una biografía que nos habla de los antepasados e infancia de Kafka, de sus años de estudiante en la Universidad de Praga (donde conoció a Brod mientras éste daba una charla sobre Schopenhauer), de su vida profesional y su evolución religiosa, hasta llegar a sus últimos años.

El tono es ameno y claramente subjetivo. Que nadie se engañe: desde el principio Brod hace referencias a su relación personal con el biografiado, y a menudo habla explícitamente de sí mismo:

Los años en que fui funcionario de Correos y durante los cuales escribí, de tarde y de noche, entre otras obras, mi Tycho Brahe, son tan oscuros que apenas puedo vislumbrar algún detalle.

Se habla mucho, cómo no, del padre Hermann Kafka, y también de la madre Julie, de soltera Löwy. Ambos progenitores representan para Brod el ápice de dos estirpes caracteriales bien diferenciadas. Por un lado, la familia paterna: fuerte, emprendedora, confiada, saludable, autoritaria. Por otro, la materna: melancólica, taciturna, enfermiza… No es necesario señalar en cuál de ellas se ubica Franz. Léase, por ejemplo, la extensa Carta al padre que Kafka escribió en noviembre de 1919, y que, según Bord, entregó a su madre para que ésta se la entregase a su vez al padre. Cosa que, como era de esperar, nunca hizo. (Hipótesis: este gesto materno es quizá el precedente inmediato del pasotismo que Brod manifestaría más tarde respecto de los deseos de su amigo).

El tono ameno -decía- se ve reforzado por el relato de alguna anécdota que no está exenta, si la contrastamos con nuestra imagen del escritor -la que se estampa en tazas y camisetas-, de cierto sentido del humor. Hablando de la familia paterna, Brod escribe:

Su padre, el abuelo de Franz, era capaz de levantar un saco de harina desde el suelo con los dientes.

Nuestro Kafka es muy otro, es delgadito y más bien tristón, y no heredó ni un centímetro de esas espaldas anchas de carnicero que ostentaban su padre y su abuelo. Podríamos identificarlo mucho más fácilmente con la figura de su tío Alfred*, «director general de los ferrocarriles españoles», del que Brod nos cuenta lo siguiente, sin ocultar el tono personal de sus testimonios:

El tío Alfred, que vivía en Madrid, poseía, sin duda, un carácter poco comunicativo, pero, con todo, era afectuoso y estaba dotado de un agudo sentido de la familia. (Yo lo he conocido sin haber podido formarme una impresión totalmente clara de su personalidad).

Y así nos quedamos nosotros al leer esta biografía de Kafka, sin saber muy bien a qué atenernos. Kundera dice que la imagen que Brod nos lega es falsa. Brod, al contrario, declara:

Con renovada experiencia he advertido que los cultivadores de Kafka, que sólo lo conocen a través de sus libros, tienen una imagen totalmente falsa de él.

¿Qué imagen es más verdadera, la que transmiten los libros o la que transmite el trato personal? Es más, ¿hay una imagen verdadera?  Nuestra modestia nos impide siquiera intentar una contestación, pero Brod lo tiene claro. Su trato directo y prolongado con el escritor lo habría situado en un ángulo idóneo para entender la compleja personalidad de su personaje, así como la profundidad de su literatura. No obstante, Brod añade un epílogo a la segunda edición alemana en el que, tras subrayar la creciente repercusión que halló su personaje en «el juicio de hombres como Aldous Huxley, André Gide, Hermann Hesse, Thomas Mann, Heinrich Mann, Franz Werfel y otros», dice tener la impresión de que «sólo son imitados o analizados aspectos exteriores del método de Kafka, y no su aspiración esencial, que tal vez sea inaccesible a algunos de los que escriben tantas palabras sobre él y sobre su arte».

[Me quita un peso de encima saber que estoy escribiendo sobre Brod y no sobre Kafka]

En un acto de profética modestia, concluye el autor en este epílogo:

Si la humanidad comprendiera mejor qué es lo que le ha sido brindado en la persona y en la obra de Kafka, su situación sería totalmente distinta; por lo cual tampoco debe darse por concluida con este libro la tentativa de penetrar eficazmente en las intenciones de Kafka.

Del mismo modo, tampoco debe darse por finiquitada esta tentativa de penetrar eficazmente en las intenciones de Brod. Lo que sí podemos es recomendar una lectura de Kafka por lo que verdaderamente es: un estupendo libro sobre un tipo llamado Franz que de puertas para fuera «era un amigo maravillosamente útil», y de puertas para adentro un ser «desvalido y desorientado».

Las principales claves de lectura de la obra de un escritor no han de buscarse más que en su propia obra, por lo que las claves de la biografía de Brod sobre Kafka están en la biografía misma, y no en los escritos de Kafka. Lo cual no impide que uno quiera contrastar su propia interpretación de Kafka con las que se desprenden de la biografía de Brod, de las rutas turísticas por Praga, de las citas recogidas en Wikiquote o de The Cambridge Companion to Kafka.

Para mí, este libro narra, sin más, las peripecias de un escritor torturado en lo más íntimo por su propia vocación, un escritor que era un tipo llamado Franz (así, sin apellido) que murió trágicamente enfermo, y que después de una segunda inyección de morfina, suplicó, para el recuerdo: «Máteme, si no es usted un asesino».

***

* En su relato «No llegará el sobrino de Praga» (en Brillan monedas oxidadas, 2010), Juan Eduardo Zúñiga recrea la angustiosa espera española, por parte del tío, de su sobrino Kafka. En este texto, el Alfred Löwy de ficción repite continuamente una suerte de profecía que es al mismo tiempo una gran descripción de Kafka, el personaje, el único Kafka que nos queda: «Vendrá de noche, con sus orejas sobresalientes y las mejillas hundidas, sin avisar, como una enfermedad, como llega la muerte”.

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