
Por Maria Ayete Gil
Cuando en la solapa dedicada a la presentación del autor leo que el libro que tengo entre las manos es un texto que «ha cambiado el rumbo y el sentido de la narrativa latinoamericana actual», no puedo sino acercarme a él con suspicacia. El descaro de ciertas técnicas de mercado es, cuando menos, asombroso. Me pregunto, primero, si quien fuera que escribiera esas líneas lo hizo con honestidad; segundo, si el atrevimiento ha sido, en efecto, rentable. Sobre esto, supongo, poco o nada tiene que decir o hacer el autor del libro cuya solapa leo, Geovani Martins (Rio de Janeiro, 1991), salvo, vuelvo a suponer, esperar cumplir con las (altas, ¡altísimas!) expectativas y aguardar resultados, sonreír a la cámara y responder con extrema amabilidad a las preguntas. Al fin y al cabo, estamos hablando de nada más y nada menos que de haber cambiado el rumbo y el sentido de la narrativa latinoamericana actual, ojo.
El sol en la cabeza (Alfaguara, 2019) es la primera publicación de Martins, un libro de relatos compuesto por trece cuentos cortos (los más largos, dos de doce páginas; el más corto, de escasas tres) que toman la realidad de las favelas no como mero telón de fondo sino, como la huerta murciana de Miguel Ángel Hernández o el barrio de Agustín Márquez, como material transformable en campo de ficción. Que la adopción de la visión de un personaje subalterno en una sociedad en donde la originalidad está sobrevalorada vende, es un hecho; sin embargo, el tratamiento de Martins dista de ser reducible a modas comerciales (independientemente del éxito que su libro haya tenido, o no, en su país y/o fuera de él). ¿Por qué?
Primero, porque la escritura de Martins, lejos del efectismo al que bien pudiera haber recurrido, es más bien un paseo introductorio por las calles de una comunidad desconocida (aunque se sucedan, sí, en más de dos y tres ocasiones, persecuciones policiales o rompa el silencio el estruendo de un disparo). El manejo del ritmo es, en este sentido, brillante, y lo que sucede lo hace ante unos ojos cuya tranquilidad responde al conocimiento del ambiente. Martins no pretende ni sorprendernos ni conmovernos, tampoco mantenernos en vilo, simplemente mostrar –que no naturalizar– la cotidianidad de un mundo regido por una normalidad que criminaliza la virtualidad antes que el acto. Un buen exponente de esto último es el relato «Espiral», un texto en torno a la normalización de los cuerpos desde el cuestionamiento del concepto de criminalidad que –con burdas palabras– trata de poner sobre la mesa si es delincuente únicamente aquel que delinque o también aquel por cuya apariencia creemos que puede llegar a hacerlo.
Segundo, porque al contrario de lo que pudiera esperarse (relatos sobre las favelas, luego drama, drogas, analfabetismo y buenas dosis de barbarie), Martins apuesta por la búsqueda de la belleza en el detalle y por la ternura en detrimento de la crueldad. Pienso en «El caso de la mariposa», de apenas tres páginas, en donde la voz narrativa de un niño en tercera persona se debate entre el asco, la fascinación y la aflicción ante la muerte de una mariposa al caer sobre una sartén apagada llena de aceite. O en «El misterio de la villa», un delicado relato sobre la fe que tiene como protagonistas a tres niños y una anciana conocida en el barrio por practicar la macumba.
Esto no quiere decir que la literatura de Martins obvie, ni mucho menos, aspectos de la realidad de estos barrios marginales tan ciertos y brutales como la violencia o el consumo de estupefacientes. Es más, en la mayoría de sus cuentos aparecen, bien como dinamizadores de la acción, bien como objetos de reflexión, pero jamás – y aquí está, si hubiera de decirse, el logro de Martins– como simples elementos de decoración al acecho de lectores fácilmente perturbables. Droga y violencia no pueden más que normalizarse en unos relatos que tratan de sobrepasar los tópicos (que en todos los casos lo consigan es otra cuestión) para rastrear y retratar, precisamente, los modos de vida en espacios donde esa droga y esa violencia están, en efecto, normalizados. Pretender lo contrario no solo habría supuesto engañar al lector, sino, sobre todo, bloquear la posibilidad de un cuestionamiento desde dentro de esa misma normalización.
El libro de Martins contiene, en términos generales, las semillas de una literatura que puede deparar grandes sorpresas. La clarividencia de algunas de sus páginas lo demuestra, y es cuando menos representativa de un arrojo admirable por tratar de dar forma y visibilidad a una parcela de la realidad aparentemente olvidada de la literatura. Ahora bien, ¿estamos ante una escritura rompedora capaz de cambiar el rumbo de la narrativa latinoamericana? Sin duda, no. Creo que Martins vacila y pierde fuelle en determinados puntos, que el desenlace de alguno de sus cuentos es precipitado, que su lenguaje, cuya frescura bebe más de la adopción del registro coloquial que de un manejo excelso del lenguaje, no es ni excepcional ni prometedor ni arriesgado, sino correcto y acorde con lo narrado, y que su homogeneidad –tanto de estructura como de perspectiva– corre el riesgo de tornarse repetitiva para el lector. En definitiva, lean, si lo hacen, el libro de Martins desde la inquieta mirada de quien se adentra en lo desconocido de un escritor novel y podrán disfrutarlo. El goce será menor si lo hacen como yo, es decir, con las líneas de la solapa abriéndose paso hacia el cerebro cual martillo hidráulico y su repiqueteo.
Fotografía del autor: Chico Cerchiaro