Es el año 1984. Alan Pauls, novelista, guionista y ensayista argentino, tiene 25 años. Enrique Pezzoni, «cerebro de la editorial Sudamericana», rescata de un concurso perdido un manuscrito para su publicación. Así ve la luz El pudor del pornógrafo, que Pauls escribió con tan sólo veintiún humillantes y soberbios años y que en un principio quiso publicar con el insulso título de En el punto inmóvil («Supongo que era mi modesta contribución a la moda de títulos abstractos y levemente ingenieriles que mi entonces ídolo absoluto Wim Wenders […] venía imponiendo desde fines de los setenta», admite el autor).
En 2014, ya con Pauls algo crecido, El pudor… disfrutó de una estupenda reedición en la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama, incluyendo una reveladora confesión del autor a modo de posfacio, donde éste discurre, no sólo por el recuerdo (dice no haber releído el libro) de las entrañas desde donde engendró su obra, sino también por las vicisitudes de una primera novela que como un espíritu inconformista vuelve para acecharnos, treinta años después, con su arrogancia, su frescor, su virtuosísmo, sus excesos, sus promesas y sus poluciones nocturnas. Pauls ya no tiene veintiún años, si alguna vez tuvo acné ahora sólo quedan marcas indelebles en la piel, pero su novelita (que por la naturaleza de su tensión yo llamaría relato) sigue golpeando con fuerza.
(Paréntesis, porque hay más. Además de novelas como Wasabi (1994) y ensayos geniales como El factor Borges (1996), debemos destacar la obra con la que Alan Pauls se hizo un hueco en el panorama internacional: El pasado (Premio Herralde 2003), a la que una buena amiga de criterio inviolable ha denominado «obra maestra». Pero es que a lector salteado las obras maestras… bueno, ya se sabe. Prefiero asomarme a El pudor…, a su trama un poco inverosímil, un poco absurda).
Hay un personaje narrador que no tiene nombre ni edad ni rostro. Un personaje (el pornógrafo) que vive aislado del mundo y dedica sus días a contestar la correspondencia de algún tipo de consultorio sexual del que tampoco sabemos nada. Es a él a quien llegan las perversiones más secretas y más retorcidas de nuestros vecinos. Y es él, como buen pornógrafo, quien las contesta con implacable rigor y dedicación. Esa es la vida del pornógrafo, una vida aséptica y profesional de escribiente. Mejor dicho: esa era la vida del pornógrafo hasta que apareció Úrsula.
Úrsula solía esperarme en el amplio parque frente a mi casa. Convencida de que en soledad mi trabajo ganaba en eficiencia y rapidez, había elegido el parque porque desde allí -por una razón posicional- era posible divisar el pequeño balcón de mi casa, una blanca saliente con rejas a la que yo me asomaba a fin de apaciguar con gestos su expectativa
La relación directa entre los enamorados resulta imposible por la cantidad excesiva de trabajo que él maneja. De modo que empiezan a mantener una suerte de relación contemplativa, ella en el parque, él en el apartamento sin alejarse demasiado de esa correspondencia carnosa que palpita sobre el escritorio. Algo más tarde la contemplación no basta y ambos comienzan a escribirse («El pornógrafo por primera vez recibe y escribe cartas de amor», reza la contraportada) y es entonces cuando nos topamos de frente con el terror del anacronismo. Se trata, sí, lo descubrimos pronto, de una novela epistolar. Una presentización ochentera (leída hoy) a medio camino entre el relato Carta de una desconocida (1922) de Stefan Zweig y las Cartas de amor que Pessoa enviaba a su Ophelinha también en los años veinte. Todo ello aderezado con la presencia inquietante de un tercer personaje: el enmascarado.
La suma da dos enamorados, un anómalo y extenuante oficio y un hombre enjuto con antifaz.
El estilo que Pauls utiliza para construir la voz del pornógrafo (quien alterna narraciones en primer persona con cartas dirigidas a su amada Úrsula) es un estilo un tanto anticuado, meloso, aterciopelado. Es un estilo, en cualquier caso, infalible, pues su carácter arcaico brilla junto a las descripciones sexuales más explícitas. Limón, sal y tequila. Es el estilo del pudor, con el que Pauls da cuerpo a una opera prima que sin dejar de ser una opera prima resulta desconcertante, incómoda, extrañamente conmovedora.
Podríamos hablar de parodia, como acostumbraban a hacer los críticos de los años ochenta. Sin embargo, prefiero ese otro término que el propio Pauls nos quita de la boca en el trascurso de su posfacio: perversión. Esta novela nos habla de perversión. No (sólo) de la perversión sexual, que muchas veces es tonta y obvia, sino de la perversión del amor, de la entrega amorosa. De la felicidad compartida. Pauls parece querer decirnos que el amor está lleno de dobleces incontables e imprevisibles, para las cuales el pliegue de una hoja de papel o el cierre de un sobre representan la metáfora perfecta.
Es el año 1984. El postestructuralismo y la posthistoria están en boca de todos. Walter Benjamin ha levantado un altar a las postales, Roland Barthes lo ha hecho al discurso amoroso. La crítica literaria se lanza depredadora sobre las formas menores del arte, de la literatura y de la cultura en general. Vivan los anuncios de Coca-Cola, las novelas policíacas, lo kitsch, lo camp y los trajes de faralae. En esa época Pauls devoraba las consultas epistolares de todas las revistas sucias que se acumulaban en la trastienda de su padrastro, al mismo tiempo que leía con avidez las teorías del psicoanálisis. Y eso se nota.
El quiasmo era perfecto: leía la literatura lacaniana con la fruición baja del calendario del taller mecánico, así como antes había leído el polvo de los concuñados en el cuarto de servicio de Penthouse con el deleite de un deconstructor cejijunto.
Una hipótesis sostiene que esta novela es sólo la cara visible de esa época «canalla» de altas pasiones y baja cultura. Otra hipótesis (más probable) defiende que esta novela es un aguijonazo en el estómago a todo lo que sabíamos sobre la escritura y el amor.
«La comunicación es cosa jodida», podemos leer entre los renglones de El pudor... Siempre hay un intermediario, un interceptor de cartas, un espía, un descifrador que descifra y vuelve a cifrar lo que decimos (no lo que queremos decir), una mano negra que toquetea y remueve nuestra sopa de letras. Ese es el toque experimental que Pauls incluye en su novela. Lo que hace que la leamos de un tirón preguntándonos cómo es posible que la voz pudorosa y cursi del pornógrafo nos produzca cierto terror, cierta angustia.
La única forma posible de liberación es saber. Es interceptar todas las cartas, terminar de leer la novela y saber en qué termina la claustrofóbica relación que mantienen Úrsula y el escribiente.
Aún con todo, un ligero terror permanece.
Si es seguro que ésta no es la novela del siglo (¿de qué siglo?), hay que tener muy en cuenta que la lectura de un libro comienza por el título. Y qué título, señores, qué título: El pudor del pornógrafo.