Por Jöel López
«Demolí para construirme». El contador de gotas (Hiperión, 2019) recoge el último puñado de historias que el escritor navarro afincado en París, Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) ha cincelado con un lenguaje que ya solo huele a él. Una poesía en prosa a la que cualquier etiqueta limita. Culmina un recorrido de cinco libros explorando un espacio narrativo con una poesía hilvanada, cosida con puntadas precisas donde cada palabra, escogida con mimo y alevosía, encierra la misma hondura y ligereza que la frase a la que pertenece y que el texto que completa. La poética de Irazoki es una aventura fractal que requiere calma y escucha.
Este último libro es hermano de Los hombres intermitentes y Orquesta de desaparecidos. Una trilogía, o libro escrito en tres partes, donde profundiza en esa prosa perlada. «Cada frontera que traspasaban los dedos sobre el papel era otra opresión vencida». Gana al tiempo el poeta cuando recuerda momentos de su infancia, encuentros, balizas adolescentes: «El libro y la risa eran los cuchillos con que queríamos partir unas semillas de cárcel llamadas identidades». «Mi infancia se pone a correr en un libro con las dimensiones del campo de fútbol». Este recorrido también llega a ver el final: «Todos los inquilinos que habitan en mi cuerpo preparan su despedida».
Dice Irazoki que el «estilo invariable se parece a una prisión estética». Quizá por eso, ahora que ese estilo fluye con comodidad entre las líneas de sus últimas obras, decida el poeta buscar caminos menos explorados. Y por eso, ahora es un buen momento para recorrer ese camino de poesía hilvanada con la perspectiva de quien mira un mapa y no una grieta. Con esa poesía en prosa Irazoki consigue contagiar un ritmo de haiku al lector. Como el poeta japonés fija su mirada en un latido concreto de la naturaleza para expandir su sonido al universo, Irazoki se mueve con sigilo y enfoca su mirada en su propia naturaleza. El poeta no corre, pero jamás se para. Va de su infancia a la música, de ahí a las calles habitadas por soledades sin estridencias, pero con una contundencia que emociona: «Que el perdón sea más fuerte que la herida». «Mi ausencia ha sembrado una vegetación que va cubriendo a quienes abandoné».
Ese lenguaje fractal que Irazoki ha cultivado en cinco de sus últimos seis libros comienza con la elección de las palabras como si escribiera con tipos móviles y fuera colocando las piezas de madera cuidadosamente una delante de la otra hasta ir conformando las palabras, las frases, los textos. Irazoki recuerda al poeta Jorge G. Aranguren («nunca fue un maestro altivo»): «El trabajo de vigía de las palabras lo convirtió en un hombre suave». Oficio éste, el de vigía de las palabras, que el navarro aprendió del guipuzcoano y que no ha dejado de ejercer. Además, comparten, a mi juicio, la necesidad de eliminar de sus páginas «el sonido estridente, la imprecisión, los hierbajos de la moda».
Uno de mis oficios favoritos cuando leo a Irazoki es el de recolector de versos en ese bosque otoñal que son sus libros de esta prosa tan poco prosa. Con el lazo de carbono del lápiz voy recogiendo, con el mismo cuidado con el que él las ha cultivado, esas frases tan poco frases: «El zorro es mi poeta maldito», «su cuerpo era la miga del milagro», «el otoño incendia plantas y deja el suelo ensangrentado». La cesta de mimbre nunca se acaba de llenar. El poeta hilvana esos versos en frases pero lejos de renegar de la poesía u ocultarse detrás de la prosa, la poesía emerge con fuerza, con luz natural y generosa.
Cada texto llega al lector como una fotografía, una instantánea que ni amarillea ni se cuartea. Espacios donde quedarse, ventanas por las que mirar. Y en este sentido, Irazoki ha ido modificando el lugar desde donde construía esas ventanas. Además de la continuidad de los tres libros mencionados, que sí forman, de alguna manera, una línea continua de temas, tonos y recuerdos, el poeta cambia la forma en Ciento noventa espejos. Aquí, aunque comparte ciertos puntos en común con el resto de obras porque el autor no puede dejar de ser quien es, se limita para ser más libre. A modo de ejercicio del OuLiPo, decide escribir 95 textos de 190 palabras cada uno con un objetivo: «Averiguar la medida de su libertad encerrando la expresión en un número reducido de frases». En La nota rota, el libro con el que inicia este nuevo camino, la limitación, si puede llamarse así, llega por el tema. En esta obra repasa, a modo de glosas, los músicos que para él son fundamentales. Enseña así uno de los temas que recorren su sistema nervioso literario: la música.
Pero también habla de personajes, anónimos —«aquel hombre fue mi primera aula de soledad» o con apellidos importantes —«al leer a Blas de Otero, escucho cerca la respiración de César Vallejo»— frente a los que se para mirándolos a los ojos. Habla de política —«las aguas de la ría arrastran cánticos fervorosos, panfletos, caretas— y rescata lo bueno que se deja al margen, fuera del foco.
Recorrer, entonces, este camino fractal es recorrer una necesidad generosa de escuchar los milagros que ocurren cada día. Irazoki escribe como mira y mira como vive. Acercarse a su obra es fijarse en el margen, en la bondad como horizonte y en la poesía más pura. Una vez, hace ya tiempo, Irazoki me dijo: «Un día decidí no pisar los milagros».
Fotografía del autor: Barbara Loyer