Asamblea ordinaria, Julio Fajardo Herrero

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Por María Ayete Gil

 

Que desde hace ya algunos años vienen sumándose al panorama literario español actual una serie de textos cuya propuesta de lectura gira alrededor de la crisis financiera de 2008 no es ninguna novedad. Solamente hay que hurgar un poco en las librerías para llenarse las manos con títulos de autores que van desde el ya consagrado por muchos como premonitor del desastre, Rafael Chirbes, hasta otros como Elvira Navarro, Joan Francesc Mira, Isaac Rosa, Pablo Gutiérrez, Marta Sanz, and so on. Sin embargo, incurrirían en un grave error si dedujeran de mi enumeración cualquier otra homogeneidad más allá de permitir -los anteriores autores con sus respectivas narraciones- un mapa cognitivo con el que intentar comprender la desarticulación del mundo posterior a la recesión, a la par que hacer visible a un nuevo sujeto histórico. Claro está, cada uno a su manera. Si me detengo en esto es solo porque, como es bien sabido, las posibilidades de abordar una cuestión son infinitas y, por ello, aunque las categorizaciones tengan su utilidad, es necesario andarse con ojo. Por consiguiente, presuponer que todas las llamadas “novelas de la crisis” constituyen una sola modalidad es un total disparate.

Dicho esto, Julio Fajardo Herrero (1979) se suma a la nómina de escritores que apuestan por la crisis económica como motivo literario con Asamblea ordinaria (Libros del asteroide, 2016), un texto que plantea tres historias independientes en capítulos cortos y alternos. A grandes rasgos, la primera de ellas narra el paulatino distanciamiento de una pareja con una niña pequeña desde que él se queda sin trabajo. La segunda, la relación entre un empleado mal pagado de una moderna empresa barcelonesa y su futuro exjefe. La tercera, y la más atrayente para quien esto escribe, las tensiones generacionales entre un joven y su anciana tía, con la que ha terminado por compartir piso. Estas tres narraciones constituyen la base sobre la cual Fajardo indaga no ya en las repercusiones generales del desajuste socio-económico, sino más allá de eso, en cómo estas afectan a las relaciones entre los pares de personajes de cada historia, elaborándose, de este modo, una radiografía de las tensiones en lo más íntimo y cercano de nuestra naturaleza.

El abanico de contextos extendido por Fajardo (relación personal, mundo del trabajo, diferencia generacional) dota a la narración de gran riqueza y diversidad de perspectivas, hecho que le permite crear en el texto el terreno perfecto para demostrar, mediante perforación, que el problema de la crisis hace tiempo que ha dejado de ser simplemente económico. El reflejo del desorden en lo cotidiano viene plasmado por un lenguaje depurado y directo que, lejos de caer en dramatismos, despliega desde la primera página esa voz cómplice que convierte al lector en testigo del desahogo de los personajes. El manejo del idioma por parte del autor no es despreciable, aunque tampoco deslumbrante, pues hay momentos en que parece rasgarse la tonalidad general del texto (sin diálogos y constituido de un solo párrafo cada capítulo) por la inserción de vocablos coloquiales, catalanismos o anglicismos con calzador. Su aparición repentina, sobre todo en los pasajes de la segunda historia, puede responder a la búsqueda mediante el juego con la oralidad de un mejor vínculo entre narración y contexto. Esta relación cobra sentido si ampliamos el tema de ese segundo relato, que ahonda en la explotación laboral y las diferencias de poder entre un joven llegado a Barcelona desde un pequeño pueblo y su modernete jefe, quien, bajo un discurso empresarial digno de la cúpula de Google, no es sino otro defraudador más.

Si me he atrevido a señalar antes que es la tercera de las historias la más sugestiva es por dos motivos: el primero, porque en ella encuentra Fajardo su mejor ritmo y precisión de estilo. El segundo, porque se pone en juego la interesante dicotomía entre dos filosofías de vida distintas: la del trabajo, encarnada en el personaje de la septuagenaria, y la del consumismo, representada por el sobrino. El acierto del autor reside en presentar ambas posturas al mismo nivel en todo momento, obligando al lector a contemplar cómo se relacionan, retuercen y tropiezan desde la ecuanimidad.

Sin intención de desmerecer el esfuerzo de Fajardo, ni de rebajar la calidad general de la novela (que, de verdad, recomiendo si estáis de humor para sumergiros en un relato de actualidad social), me quedaría con mal sabor de boca si no apuntara dos cuestiones. La primera es la falta de tensión narrativa, que puede no ser motivo de disgusto para lectores capaces de disfrutar sin ella (amigos, no todo es la trama…), pero que, por el contrario, a otros termina por hartar. La segunda es la carencia de profundidad de los personajes, que se explica por la siguiente descompensación: si bien es cierto que Asamblea ordinaria juega con la baza de no dar nombre a sus personajes para propiciar la identificación con el lector, también lo es que la considerable laguna de información que tenemos sobre ellos viene a dificultar justamente dicho reconocimiento.

Yo no sé si, como señala Sergio del Molino, podemos estar frente a la novela que retrata la crisis en España, pero de lo que sí estoy segura es de la necesidad de hacer hueco a textos que, lejos de proponer alternativas, dar consuelo o articular denuncias, rasguen la realidad para observarla concienzudamente y ofrecernos el relato de nuestro espacio íntimo y cotidiano, fuera de compromisos ideológicos. En ese sentido, Asamblea ordinaria cumple, sin lugar a dudas, con las expectativas.

 

Fotografía del autor: Marcos Míguez

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