Después de pertenecer a la familia Kennedy (para un político), participar en las excavaciones de la tumba de Tutankamón (para un arqueólogo) o ser hijo de Pablo Picasso (para un pintor), la maldición más peligrosa para un escritor bien podría ser quedar finalista del premio Herralde el año en que ganó Roberto Bolaño con su novela Los detectives salvajes (1998). Y resulta que es así como se las gasta Alberto Olmos (Segovia, 1975), autor, además de La Finalista, de novelas como Trenes hacia Tokio (su mejor obra, punto), El talento de los demás o Ejército enemigo, entre otras. También ha participado en obras colectivas, ha sido editor de algunos volúmenes (Última temporada. Nuevos narradores españoles 1980-1989, 2013, Lengua de Trapo, por ejemplo), ha publicado recientemente un primer libro de relatos, Guardar las formas (Mondadori, 2016), y gestiona y alimenta una estupenda web de lecturas críticas: Malherido. Vida y Opiniones.
Dicho lo cual, y colgada la medalla que no iba a ser yo quien obviara, debo decir, sin desmerecer el puesto de finalista, que siempre preferí a los actores secundarios, a los antihéroes, a la chica que se sienta al fondo a la izquierda, a los zumos de frutas exóticas, al perrito que cojea, al que sale en la foto por despiste, sin querer, que no se sabe bien si entraba o si se iba pero seguro que se estaba yendo, a los del premio de consuelo, el accésit, a los finalistas, al fin y al cabo. Así que aquí estamos: A bordo del naufragio, 1998, Anagrama, publicada, también hay que decirlo, con veintitrés añitos. Vaya novela. Muy bien, sí señor. Trenes hacia Tokio siempre será mejor, pero vaya novela, a pesar de todo.
A bordo del naufragio es toda entera un único párrafo. No es la primera vez que lo vemos, es cierto, está Bernhard, por ejemplo, pero aquí la elección de la forma es fundamental y más que pertinente. La estructura está totalmente sintonizada con el contenido -la historia, lo que se nos cuenta- y la combinación se traduce en una suerte de pequeña pero mortífera bomba de relojería. Olmos nos cuenta aquí la historia de un joven que, como tantos otros, se va del pueblo a la capital, en este caso Madrid, para estudiar una carrera.
Un tópico, parece, pero, eh, ojo.
Antes de abrir el libro por la primera página debemos dejar atrás nuestros prejuicios, nuestros adolescentes precocinados y nuestras historietas de estudiantes y jóvenes escritores con todo un futuro -tormentoso o no- por delante. Por el contrario, la escritura y la trama que Olmos nos presenta nadan de espaldas en un pantano. Bien podríamos hablar de un Bildungsroman marcha atrás, pues el protagonista sin nombre y con la cabeza llena de «agua negra» como el petróleo de esta novela se parece más, por su trayectoria de desaprendiz, al Silvio Astier de El juguete rabioso de Arlt -o a un tipo muy real y muy común- que a esos universitarios de serie de televisión. Y es que con A bordo del naufragio asistimos al declive de una juventud inmisericorde, desidiosa, acabada incluso antes de que se diera el pistoletazo de salida.
En un alarde de virtuosismo técnico, el texto incluye algunos fragmentos en cursiva que responden a una suerte de monólogo interior o flujo de conciencia, mientras que el resto del relato está escrito en una infrecuente pero eficacísima segunda persona que sirve aquí para encarnar la violencia de un yo incoherente y escindido: el yo perdido:
Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti.
Esta segunda persona, a modo de conciencia crítica, nos permite acceder no sólo a la realidad exterior del personaje sino a sus conflictos más profundos. Para ello no sólo ataca sin piedad sus debilidades sino que también violenta los pequeños puntos de apoyo a los que el protagonista apenas tiene fuerzas para agarrarse, y que poco a poco van extinguiéndose como pábilos ahogados. Esta segunda persona es la voz que dice lo que no quieres oír. Es la voz que, dirigiéndose al personaje protagonista, increpa al lector enfrentándolo con sus actitudes más injustificadas y mezquinas:
También puedes abrir la puerta sin más, entrar, cerrar y ponerte en tu sitio sin comerte la cabeza con estas chorradas. Eso es lo que deberías hacer, lo que harías si no fueras un mierda, un auténtico montón de mierda, impersonal, bobo, misántropo, patético; un tipo que se siente en un apuro tremendo por fruslerías como pedir algo en un bar, preguntar una dirección o entrar con retraso en clase. Eres un enclenque medroso, de calva incipiente, que vino del pueblo a la Gran Cacharrería sin conocer las reglas del juego. Y así te va, provinciano resinero, lejos de tu Castilla cereal y soleada, de encina y trigo, ríos menudos, arroyuelos sin nombre y nubes leve-livianas. Así te va, abandonado, vagabundo, inconsciente, con esa sensación que tienen los que vienen del campo, una sensación como de haber perdido todos los trenes, como de haber descubierto el violoncelo justo en el momento en que ya no puedes ser Rostropóvich.
Se trata, pues, de un libro segura y obligatoriamente «inmaduro», pero al mismo tiempo de una opera prima excepcionalmente tensa y bien escrita. Olmos logra mantenernos pegados al libro desde la primera hasta la última página, pero es que además no lo hace apelando al comodín casi siempre engañoso de la sencillez y la ligereza -hace falta mucha complejidad para ser verdaderamente sencillo- sino que su trabajo es el de un orfebre, el de un riguroso trabajador del lenguaje. El de un escritor. Apenas 172 páginas que se leen de un tirón, en un abrir y cerrar de ojos, como imagino que se lee la vida al saltar desde un séptimo piso.