TPR #18 | Ezra Pound [Coda]

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

CODA

Todo el mundo nombra a Ezra Pound en las entrevistas a The Paris Review de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Por eso no es de extrañar que finalmente Donald Hall acabase entrevistándolo a él también en 1961. Tras ser liberado del hospital mental de St. Elizabeth, Pound regresa a Italia y se instala en el Tirol, en el castillo de Burenburg junto a su mujer, su hija Mary, su yerno, el príncipe Boris de Rachelwiltz y sus nietos. Como si se tratara de una novela de intriga, llega un punto en el que el lector de este libro solo espera, como una revelación, la entrevista al «León del Barrio Latino de París». La conversación, que se prologó durante tres días, es interesante y cifra las ambigüedades, las contradicciones y la singularidad de una figura clave para entender el desarrollo de la literatura durante la primera mitad del siglo pasado.

Sin embargo —como era de esperar, por otra parte— mi interés por comentar estas entrevistas parece haber llegado a su fin. La llamada de la crítica es la del misterio y la fascinación. Cuando una lectura nos entusiasma, entonces cerramos la última página y nos preguntamos: ¿cómo lo ha hecho?, ¿qué es lo que acabo de leer? La crítica y el comentario son desde este ángulo una forma de preguntarnos y respondernos, al mismo tiempo, a nosotros mismo. “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”, dice Ricardo Piglia. Esa fascinación, entonces, es la que nos obliga en la mayoría de casos a escribir sobre un determinado libro. Por el contrario, en ocasiones puede ocurrir que esa misma fascinación nos paralice ante la aparente imposibilidad de añadir a la lectura algo interesante o significativo. No sé si achacar ahora a esa parálisis el final de este diario de lectura o si hacerlo simple y llanamente al aburrimiento.

Demasiadas veces he contado ya mi aversión a la escritura diarística —no a su lectura— o, mejor dicho, mi aversión al calendario, al cronograma, a la temporalización y, en general, al tiempo pautado. Si difícilmente sé en qué día vivo, ¿cómo voy a escribir un diario? Sin embargo, son varias las satisfacciones que esta brevísima aventura me ha dado. La primera tiene que ver con el ejercicio continuado y más o menos mecánico de la escritura. Cuando empecé a glosar las conversaciones en The Paris Review hacía tiempo que no lograba escribir con cierta fluidez, por lo que esta empresa tuvo antes que nada una finalidad estrictamente terapéutica. La segunda de estas satisfacciones reside en el descubrimiento de un puñado de autores y autoras de los que poco o nada sabía con anterioridad y que ahora han pasado a formar parte de mi propio panteón —pienso en Durrell o en Thurber—, e incluso en la relectura de figuras a las que pensé que nunca volvería, como Hemingway o Faulkner. La tercera satisfacción os la debo a vosotros, los lectores y lectoras que me habéis seguido, escrito y acompañado en este corto viaje de apenas dieciocho entregas que, en un principio, estaba proyectado para durar años —no en vano son casi un centenar de entrevistas las que han quedado en el tintero. La última satisfacción, no por ello menos importante, es que este diario de lectura me ha permitido repensar mis prioridades, entre las que no se encuentran ya comentar entrevistas ni llevar un diario de lectura.

Como veis, en la escritura de un diario son todo ventajas, pero, como decía mi padre cuando yo era niño, hay que hacer las paces para que podamos volvernos a pelear. Si no rompo la continuidad del diario, ¿cómo podré asegurarme la posibilidad, en algún momento, quién sabe por qué ocultas o extrañas razones, de volver a comenzar un diario? Quizá emplee el tiempo que utilizaba para leer y anotar estas conversaciones —normalmente a primera hora de la mañana— para solamente leer las entrevistas, o leer otras cosas, o escribir sobre otras cosas, o no hacer nada y esperar a Godot, que debe de estar al caer. «Otros proyectos me requieren», que diría alguien especialmente ocupado. A lo mejor, si me animo, comienzo un diario secreto y voluble, extremadamente íntimo, donde daré cuenta de mi vida y de la vida de los otros y que quedará, como cualquier diario —como este diario— irremediablemente inconcluso.

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TPR #17 | Robert Lowell

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

Todo el mundo en esta época habla de Ezra Pound o lee a Ezra Pound o admira a Ezra Pound o detesta a Ezra Pound o tiene un retrato de Ezra Pound en la pared de su estudio, como en el caso del poeta Robert Lowell, a quien Frederick Seidel entrevistó para The Paris Review en 1961. Lowell enseña poesía y novela en la Universidad de Boston, por eso no es de extrañar que el entrevistador se interese desde el principio por las relaciones entre la enseñanza y la escritura. Lowell tiene claro que la docencia no tiene nada que ver con la escritura: «Puedes ser un profesor experto y un escritor tosco. La revisión, la conciencia que manipula el poema, no es ajena a la enseñanza ni a la crítica, pero el impulso que origina el poema y le da contenido no tiene nada que ver con la docencia». Considera Lowell que la docencia puede servir de estímulo al profesor, impulsándolo a leer cosas nuevas o sencillamente a leer con mayor atención, pero, en cualquier caso, para el poeta estadounidense la literatura no es un oficio cuya técnica se aprenda y luego pueda aplicarse una y otra vez. Ese impulso profundo que está en la base del poema, en su génesis, no puede enseñarse. «Tal vez [concede Lowell] sea posible llegar más lejos en busca de ese impulso dando clases, aunque la verdad es que no lo sé». La mirada analítica sobre la propia obra, no obstante, también puede ser inhibidora. En este sentido Lowell admite haber crecido en una época en la que «todos somos conscientes de la crítica, nos guste o no, independientemente de si la practicamos», pero esto nos llevaría a discutir esa línea tan fina que separa la autoexigencia de la autocensura, y no son lugar estas notas al vuelo para emprender ese viaje.

Lowell relaciona esta exigencia propia del creador con lo que él mismo llama «audacia», y que se parece mucho a lo que Robert Frost llamaba «proeza»: pensártelo tres veces antes de escribir cada palabra, ser cauteloso, buscar la palabra justa. Por eso cuando el entrevistador quiere saber por qué Lowell tiende a reescribir y reutilizar versos suyos incluyéndolos en un contexto nuevo, el poeta contesta: «No lo sé, es un verdadero milagro conseguir versos que estén medio bien; no es un simple problema técnico. Los versos tiene que significar mucho para quien los escribe. En cierto sentido, todos tus poemas son uno solo, y siempre estás luchando para conseguir algo que tenga equilibrio y funcione, donde todas las partes armonicen y el texto recoja una experiencia valiosa para ti mismo. Por tanto, si en un poema tienes unos cuantos verso que brillan o que empiezan a brillar, pero fracasan y quedan oscurecidos y anegados, quizá encajen mejor en otro poema. Quizá en el poema original hayas malentendido la verdadera inspiración y en realidad aquello pertenezca a algo completamente distinto».

Al principio de su carrera literaria Lowell escribía poemas complejos y herméticos, «tan recargados y barrocos que en realidad ya no eran poesía». Por eso, quizá, le resultó tan difícil publicar durante los primeros años. De hecho, publicó por primera vez cuando iba a primero, siendo estudiante en Kenyon College, en Ohio, y después ninguna revista quiso publicarlo durante tres años. Por aquel entonces Lowell dedicaba casi un año entero a escribir dos o tres poemas, así que poco a poco fue acortando ese tiempo de dedicación hasta abandonar finalmente, creyendo que su creatividad había llegado a un punto muerto. Afortunadamente, el abandono no duró demasiado.

A Robert Lowell le interesa una poesía capaz de expresar la vitalidad que encierran las narraciones de un Salinger o un Saul Bellow. Aunque la prosa tiende a ser muy difusa, pues pocos autores tienen «el aliento necesario para escribir algo tan largo», para Lowell, en general, la prosa está menos aislada de la vida que la poesía. Por esta razón —por las limitaciones que Lowell intuye en la poesía demasiado simbólica y hermética, como la que él mismo cultivó—, es por lo que admira tanto la literatura de Elisabeth Bishop, autora de poemas como «El hombre-polilla», cuya originalidad Lowell compara con la del propio Kafka.

Esta vitalidad que Lowell identifican con la conexión entre el poema y la vida tiene que ver con la imaginación y con la libertad creativa. Cuando Seidel se interesa por el carácter religioso de su poesía, Lowell contesta que el poema solo puede tener integridad independientemente de cualquier creencia: «[creo que] no hay posición política, ni religiosa, ninguna forma de generosidad ni nada que pueda conseguir que un poema sea bueno. Está muy bien que un poema pueda usar la política o la ideología o la teología o la jardinería, o cualquier cosa que tenga validez propia aparte de la poesía, pero esas cosas por sí solas nunca darán lugar a un buen poema». Por eso, cuando el entrevistador abre el inevitable debate sobre Pound, sobre su poesía y su orientación filofascista, y sobre la legitimidad con la que le fue concedido el premio Bollingen al mejor libro del año por sus Cantos pisanos —formando parte Lowell del jurado de dicho premio— el poeta replica que quizá los malos sentimientos también puedan constituir el material de un poema, y, como la política, la ideología, la teología o la jardinería, no determinar su valor literario.

A partir de Estudios al natural, Lowell se aleja de esa suerte de épica estadounidense y confesional que había escrito hasta el momento, cosa que, al parecer, decepcionó a muchos de sus lectores. Cuando el entrevistador llama la atención sobre este punto, el escritor comenta que la historia personal no da tanto de sí, a no ser que uno tenga el talento de Walt Whitman: «[…] ahora me hace falta algo más impersonal, y puesto que a fin de cuentas es lo mismo, es preferible dar rienda suelta a las emociones con Macbeth que mediante una confesión. Macbeth debía de tener mucho de Shakespeare. No sabemos qué exactamente; la vida de Shakespeare no se parecería en nada a la de Macbeth, pero de alguna forma tenemos la impresión de que, a través de Macbeth, llegamos a lo más hondo de Shakespeare. Así se obtiene mucha más libertad que cuando se escribe un poema autobiográfico». Igual que el poema debe sostenerse independientemente de las creencias que lo animan, así también debe hacerlo al margen del dato histórico o biográfico. Curiosamente, estas reflexiones recuerdan el ahogo emocional al que también condenaba Capote la literatura confesional, pues convenía dejar enfriar el sentimiento, tamizarlo, antes de hacérselo sentir al lector.

En un momento dado, Seidel le pregunta por los poetas que conoció en Harvard, en su época de estudiante, antes de marcharse a Kenyon College, y Lowell comenta que tuvo ocasión de conocer a Frost y de enseñarle un poema suyo. El relato del encuentro es breve, instructivo, y dice así: «Una vez fui a ver a Frost para enseñarle un largo poema épico sobre la Primera Cruzada que había escrito a mano, con pésima caligrafía, en papel rayado. Leyó una página y sentenció: ‘No tienes capacidad de síntesis’. Luego me leyó un poema muy corto de Collins, ‘How Sleep in the Brave’, y me dijo: ‘No es un gran poema, pero tampoco es demasiado largo'». La idea de un poema épico sobre la Primera Cruzada escrito con letra abigarrada en un puñado de cuartillas es bastante desalentadora, pero seguro que escribirlo mereció la pena a cambio del sabio consejo de Frost: si no es bueno, como mínimo debes intentar que sea corto.

Además del propio Frost, de Elisabeth Bishop o de William Carlos Williams, quien verdaderamente influyó en la poesía de Lowell fue su amigo Allen Tate. Por eso no se me ocurre mejor forma de cerrar este texto que compartir la experiencia que Lowell vivió en casa del poeta Allen Tate y de su mujer, la escritora Caroline Gordon (los Tate se casaron en 1925, se divorciaron en 1945, se casaron de nuevo en 1946 y se divorciaron otra vez en 1959):

«Fue un momento de terrible inconciencia juvenil. Había una mujer de color que los ayudaba, pero la señora Tate hacía todas las tareas de la casa. Tenía a tres invitados además de a su familia, y se encargaba de cocinar al mismo tiempo que escribía una novela. Y entonces llego yo, un joven ansioso y excéntrico. Creo que les sugerí si podía quedarme en su casa, a lo que me respondieron: ‘Tendrías que plantar una tienda en el jardín, porque no nos quedan habitaciones’. Y ni corto ni perezoso me fui a los almacenes Sears Roebuck, me compré una tienda y la planté en su jardín. Los Tate fueron demasiado corteses y no se atrevieron a explicarme que había sido solo una forma de hablar. Me quedé dos meses en la tienda, comiendo con los Tate».

Allí conoció, entre otros, a Ford Madox Ford. La «inconciencia juvenil» le permitió vivir una experiencia trascendental, sin la cual, muy probablemente, la escritura de Lowell no se habría desarrollado como lo hizo, Frederick Seidel nunca lo hubiera entrevistado para The Paris Review y tú, desocupado lector, hace rato que estarías haciendo otra cosa.

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TPR #16 | Iliá Ehrenburg

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

De nuevo aparece Olga Carlisle y, sospechosamente, como en su entrevista a Pasternak, no le resulta nada sencillo cumplir su misión en Moscú: entrevistar al poeta, narrador y ensayista Iliá Ehrenburg. Si a la entrada de la casa de Pasternak había un cartel en el que se leía: «Estoy trabajando. No puedo recibir a nadie. Por favor, váyase», en esta ocasión la secretaria de Ehrenburg avisa a la entrevistadora: «Iliá Griegoriévich está obligado a ser ‘celoso’ de su tiempo». El escritor prepara un viaje a Estocolmo y la vacunación obligatoria a la que debe someterse antes de abandonar la URSS por un brote reciente de peste se convierte en el leitmotiv de la crónica. Lo que pasa después es que Carlisle da rienda suelta otra vez a su talento narrativo y ocupa varias páginas describiendo la atmósfera soviética y la decoración del apartamento de Ehrenburg en la calle Gorki: un Picasso, un Chagall, un Léger o los tomos blancos de la Nouvelle Revue Française forman parte del atrezo. Como digo, Carlisle demuestra una vez más su pericia como narradora en pasajes de tinte novelesco que me hubiera gustado que desarrollara aún más:

«Como es habitual en esta ciudad, no había una lista de los ocupantes de los apartamentos en ningún sitio. Si conoces el número del apartamento que buscas tienes más posibilidades de encontrarlos. En caso contrario, hay que dirigirse a las mujeres envueltas en chales que dormitan cerca del ascensor, sentadas en la oscuridad. Estas sombrías ancianas parecen haber olvidado deliberadamente el nombre de los inquilinos. Son o fingen ser sordas a las preguntan que les hacen. Se niegan a que las despierten de su sueño o a que interrumpan su labor de punto. Quizá sus actitud sea de un vestigio de tiempos pasados y oscuros, cuando las personas querían preservar su anonimato a toda cosa. ¿O era mi acento ligeramente extranjero lo que las ponía en guardia?».

Pero su obsesión es entrevistar a Ehrenburg, un tipo frío y «muy ocupado». Finalmente apenas consigue plantear dos o tres preguntas al escritor, quien contesta, como la propia entrevistadora señala, «como un profesor que da clase de dictado». La entrevista de Carlisle vuelve a dejarme tan frío como el invierno moscovita. Como en el caso de Pasternak, siento que me despierta más curiosidad la propia entrevistadora que el entrevistado. El problema es que esa curiosidad no se satisface y me quedo con ganas de saber más. Así que la busco en Google y descubro que Carlisle, además de pintora y novelista, fue traductora de autores como Aleksandr Solzhenitsyn —autor de Archipilélago Gulag—, quien, aun descontento con las traducciones de su obra, se benefició de ellas al conseguir el Premio Nobel de Literatura en 1970.

De Illiá Ehrenburg, de quien no sabía nada y de quien, a decir verdad, sigo desconociéndolo todo, me quedo con una anécdota que hoy sería completamente inverosímil. Al parecer, en octubre de 1959 Ehrenburg publicó un artículo en el Komsomólskaia Pravda —un diario dirigido a la juventud soviética— en el que trataba la relación entre las artes y las ciencias. En el artículo citaba y respondía una carta que había recibido recientemente firmada por una tal «Nina», que se lamentaba de la ruptura con su novio porque este —Yuri, un joven físico interesado únicamente en las ciencias— se burlaba de su interés por las artes. Nina le pedía su opinión al escritor: ¿era un error su pasión por el arte?, ¿es el arte tan importante como la ciencia?, ¿tenía cabida en la sociedad moderna?

Las respuestas de Ehrenburg son previsibles y no son, desde luego, lo que me interesa de la anécdota. Lo verdaderamente llamativo de este debate, que ya de por sí resulta imposible localizar en un contexto como el actual, es que suscitó una tremenda polémica entre los tres millones y medio de jóvenes lectores del Komsomólskaia Pravda. «Se organizaron reuniones públicas para debatir el asunto», señala Carlisle, y el diario recibió más ocho mil cartas a favor o en contra de Nina y de Yuri. Más de ocho mil cartas sobre la necesidad de una educación armoniosa entre las ciencias y las artes o sobre la marginalidad de las artes en nuestros tiempos. Más de ocho mil cartas en respuesta a un escritor. Más de ocho mil cartas. Más de ocho mil.

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TPR #15 | Robert Frost

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

Que un poeta como Robert Frost —»el más respetado y querido de los poetas de su patria», en palabras de Borges— conceda una entrevista con los pies enfundados en unas pantuflas de cuadros debe ser inquietante. Así lo fue para el entrevistador Richard Poirier en 1960, cuando ambos tuvieron ocasión de conversar en la casa del escritor en Cambridge, Massachusetts: «pese al atuendo su enorme personalidad resultaba evidente».

Al inicio de la entrevista, Poirier llama la atención sobre la desconfianza que el poeta muestra ante la presencia de la grabadora: «Siendo un hombre al mismo tiempo locuaz y al que le gusta juguetear con sus recuerdos, no le agradaba la idea de verse atrapado, como iba a suceder necesariamente, en las opiniones que expresara durante nuestras dos horas de conversación». A cualquiera le podría incomodar esta situación, pero en el caso de Frost hay que sumar su aversión hacia cualquier tipo de encasillamiento y definición cerrada de su poesía, el interés que muestra por el control de su imagen pública y el problema que presenta la transcripción de una grabación a la hora de captar los matices de voz que dan vida a muchos de sus comentarios.

La conversación, sin embargo, surge con naturalidad y fluye con una cadencia que la vuelve cada vez más interesante. Si Hemingway escribía de pie y Truman Capote lo hacía tumbado, Frost escribe solo con pizarrín y admite no haber tenido un escritorio en su vida. «Y uso toda clase de cosas [añade], escribo hasta en la suela del zapato». Estos despuntes de familiaridad y cierto sentido del humor los va intercalando el poeta entre reflexiones profundas y comentarios más bien sobrios sobre su relación con Ezra Pound, el interés del MIT por las humanidades, las becas y subvenciones a escritores, su interés por Wiliam James y George Sanyayana —de quien fue alumno en Harvard—, el carácter provocador de la poesía beat o la importancia para la literatura de la «palabra indirecta«.

Mientras leo esta entrevista, me resulta imposible no volver sobre esa primera consideración de Poirier —»pese al atuendo su enorme personalidad resultaba evidente»— que me permite imaginar una alegoría de la filosofía trágica en pantuflas. Después de narrar prolijamente su primer encuentro con Pound —que no tiene desperdicio— Frost pone de relieve su propio carácter solitario al recordar con cierta sorna que una vez por semana Pound se reunía con Frank Flint, Richard Aldington y H. D. —Hilda Doolittle— para reescribir los poemas de los demás. Frost consideraba esta actividad poco más que un juego de salón, y así se lo hizo saber a Pound. Este rechazo al grupo y a las filiaciones se manifiesta de nuevo cuando el entrevistador plantea una hipotética afinidad entre su poesía y la de Wallace Stevens, a lo que Frost responde: «¿Alguna afinidad, dice usted? Oh, no creo que las haya, no. Una vez me dijo: ‘Sólo tratas grandes temas’, y yo le contesté: ¡Y tú sólo escribes sobre baratijas’. Así que cuando me mandó su siguiente libro, en la dedicatoria me puso: ‘Más baratijas'».

Igual que el tono de voz es importante para distinguir una broma de un insulto, en la escritura y, concretamente, en la poesía, ese tono puede serlo todo. En el caso de Robert Frost confluyen la importancia de las asociaciones —»lograr que lo que tienes enfrente haga surgir en tu mente algo que ignorabas saber»— y la posibilidad de desdoblar el significado de las palabras mediante el tono de voz en el poema: «Decir cosas contradictorios, como afirmo en uno de mis poemas, poder hablar por medio de oposiciones con alguien muy cercano: ese alguien sabrá de qué hablas. Todo es cuestión de hacer insinuaciones, jugar con los dobles sentidos y lanzar indirectas; todo se reduce a la palabra indirecta«.

Más cercano a la reticente, pero no menos sensible, poesía de Emerson que a la efusiva tradición de Walt Whitman —dice Borges— la voz de Robert Frost, tanto en la conversación como en sus versos, es sutil, comprensible y significativa. Al mismo tiempo, Frost repudia esa idea romántica del escritor que sufre y agoniza mientras trabaja. «¿Cómo puedo yo, cómo puede nadie, disfrutar haciendo algo que supone demasiada agonía? ¿Qué quiero comunicar más que el hecho de que me lo he pasado en grande escribiendo lo que escribo?». Sin embargo, esto nada tiene que ver con la facilidad o la despreocupación. Frost ve en la capacidad de establecer asociaciones una pericia singular, una «proeza», dice él. Y parece indignarse por el interés que muestran los críticos por los hábitos y costumbres de los escritores: «¿Por qué no hablan los críticos de esas cosas, de la gran proeza que fue logar ese giro, de la gran proeza que supuso recordar tal cosa o conseguir que tal cosa te recordara otra?».

Esa puesta en valor de la pericia —del trabajo con las palabras— lo lleva a espantarse ante la sola idea de un manuscrito en el que Dylan Thomas habría anotado primero todas las rimas para luego, a partir de ese esquema, completar el resto de los versos: «Eso es espantoso. Lo correcto sería que estuvieras concentrado en avanzar, con ese ímpetu que te da estar haciendo bien todas las rimas, realizando una voluntad más sentida que pensada. Así se empieza. ¿Y qué es lo que nos guía, qué es? Los jóvenes se lo preguntan, ¿verdad? Pero yo les digo que funciona igual que cuando se te ocurre un chiste; ves que se acerca por la calle alguien con quien estás acostumbrado a meterte, y sientes que te nace dentro algo que le quieres decir cuando os crucéis. Ese algo también deben sentirlo nacer en su interior los jóvenes poetas. ¿Pero de dónde vienen esas ideas, de dónde salen? Algo las provoca. Es el hecho de que el otro se te acerque lo que desencadena la inquina. Cuando me preguntan por la inspiración, les digo que es casi toda inquina».

Esa comparación extraordinaria, tan políticamente incorrecta, devuelve la inspiración al suelo que pisamos, al ingenio, a la inteligencia, a la pericia. Hay algo físico en esa forma de entender la poesía de Frost; algo que quizá tenga con el día en el que Pound —quien le descubrió la bohemia— lo llevó a un restaurante y enseñándole jiujitsu lo lanzó por los aires. «Te lo enseño, te lo enseño. Ponte de pie», le dijo el autor de los Cantos. Así que Frost se puso de pie y le dio la mano, desprevenido. Entonces Pound le agarró la muñeca, se echó hacia atrás y lo lanzó por los aires en una auténtica lección de inquina. O de inspiración.

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TPR # 14 | Borís Pasternak

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

La novelista y traductora Olga Andreyeva Carlisle viajó a Rusia en enero de 1960 para entrevistar a Borís Pasternak, Premio Nobel de Literatura mundialmente conocido por ser el autor de El doctor Zhivago. Después de una semana en Moscú, la entrevistadora supo que el escritor no tenía teléfono, así que decidió contravenir los consejos de quienes le hablaron de las reticencias de Pasternak a recibir visitas extranjeras —»Estoy trabajando. No puedo recibir a nadie. Por favor, váyase», decía una nota en inglés a las puertas de su casa— y armándose de valor se encaminó en taxi hacia Peredélniko, el pequeño pueblo donde residía el escritor. Contra todo pronóstico, Pasternak la recibió, la invitó a acompañarlo al club de escritores y de camino dieron un largo rodeo: «Los paseos forman parte de la vida social de los rusos —como las reuniones para tomar té o las largas tertulias filosóficas— y Pasternak, por lo visto, disfrutaba mucho de esta forma de esparcimiento».

La presentación del encuentro se alarga y se alarga, dejando entrever el verdadero carácter narrador de la entrevistadora, hasta que en cierto punto somos conscientes de no estar leyendo una entrevista al uso. De hecho, Pasternak rechazó ofrecer una entrevista oficial, para la cual le sugiere a Carlisle que vuelva en otoño, cuando esté menos ocupado. En su lugar, la experiencia de Carlisle compartida con el escritor durante varios domingos es lo que ocupa estas páginas, aproximándolas mucho más a un relato de ficción o a una crónica que a una entrevista propiamente dicha. Se habla de literatura francesa, de Tolstói, de Faulkner, del precio de la fama, de gastronomía rusa, de Nietzsche, de Andréi Bely, de teatro y, por supuesto, de El doctor Zhivago. Sin embargo, no sé si es porque el formato trunca mis expectativas, porque siento que me interesan mucho más Olga Andréieva o el pueblo de Peredélniko que el propio Pasternak, o porque hoy tengo tantas cosas que hacer que mi cabeza está en otra parte, pero la entrevista, en general, apenas me resulta interesante. Me quedo con mi fascinación personal por la mención de alimentos en los libros —el guiso de venado, el kvas, los arenques marinados, la macedonia de verduras, el vodka— y con esas palabras de Marina Tsvietáieva, amiga del premio Nobel, que bastarían para salvar cualquier entrevista: «Pasternak parece al mismo tiempo un árabe y su caballo».

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TPR #13 | Aldous Huxley

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

En mi imaginario, Aldous Huxley es como un abuelo muy especial. No especialmente cariñoso, pero tremendamente sabio y divertido. Supongo que esto es así desde que leí, como todos, Un mundo feliz, o quizá desde que me asomé furtivamente a los ensayos de Si mi biblioteca ardiera esta noche, que yo mismo le había regalado a mi padre siendo aún un chaval y sin saber muy bien qué tenía entre las manos. A raíz de ese libro supe que Huxley no era solo un escritor satírico de una vastísima cultura, tanto científica como literaria, sino que además mantenía una curiosa relación con las drogas y con el misticismo.

En esta entrevista de 1960, Raymond Fraser y George Wickes se dedican a apuntalar esa imagen familiar que guardo de Huxley. «Si alguien, por ejemplo, saca el tema de la gastronomía victoriana, Huxley recita con toda naturalidad, plato por plato, un menú típico del príncipe Eduardo, desde los aperitivos hasta el postre». Más allá de lo extraordinario de este ejemplo, Huxley sabe de todo, lo ha leído todo, lo ha comprendido todo. Hasta el punto de que, según comentan los entrevistadores, hay quien piensa que su supuesta sabiduría es solo un espejismo, producto de un ingeniosos truco.

Huxley tiene 66 años y morirá solo tres años después a causa de un cáncer de laringe. La entrevista tiene lugar en su casa de Hollywoodland, a las afueras de Los Ángeles, y su gran altura —mide más de un metro noventa—, su hombros anchos y su complexión delgada lo hacen parecer un espectro que, además, a pesar de su deteriorada visión, se mueve instintivamente por el espacio familiar sin necesidad de tocar nada. Es un escritor muy consciente de su trabajo, y aunque no se alarga demasiado contestando a cuestiones relacionadas con su oficio, sabe bien de lo que habla y tiene una concepción bastante clara del conjunto de su obra. Como muchos de los escritores entrevistados hasta el momento —Simenon o Thurber, por ejemplo—, Huxley confiesa que no planifica la estructura de sus novelas antes de empezar a escribir. Primero tiene una idea difusa de lo que va a ocurrir, algo muy general, y la narración se va desarrollando a partir de ahí. «A veces, cuando ya llevo mucho escrito, me doy cuenta de que la cosa no funciona y tengo que desecharlo todo». No empieza un capítulo sin haber terminado el anterior, y nunca sabe qué va a ocurrir hasta que no le ha dado la forma definitiva: «Las ideas me van llegando con cuentagotas y, cuando hay goteo, tengo que aprovechar el tiempo para transformar las ideas en algo corriente».

Y es que Huxley es un escritor de ideas. Según él mismo, las tramas y las situaciones —engarzar sus ideas en una buena historia— son lo que más difícil le resulta, aunque tampoco la creación de personajes le resulta especialmente sencilla. «Y ese proceso, ¿es placentero o doloroso?», preguntan los entrevistadores con el consabido maniqueísmo. «No, no es doloroso, pero es un trabajo arduo. Escribir es una actividad muy absorbente y agotadora», contesta Huxley con los pies en la tierra. Aun con todo, defiende que se puede decir más sobre ideas abstractas generales a través de personajes y hechos concretos, ya sean ficticios o reales, por eso valora tanto la narrativa, la biografía y la historia. En concreto, admite que «en la ficción se dan la mano lo absoluto y lo relativo, por así decirlo; la expresión de lo general y lo particular. Y eso, para mí, es lo emocionante, tanto en la vida como en el arte». Esto le lleva a apreciar una novela como El conde de Montecristo, pero admitiendo que en ese tipo de libros aún no está todo dicho. «Para mí, lo excepcional es crear un relato de ficción que incluya al mismo tiempo algún significado parabólico», y cita con entusiasmo La muerte de Iván Illich de Tolstói o Memorias del subsuelo de Dostoievski. Creo que este razonamiento es el mismo que utiliza, aunque en sentido opuesto, para valorar la literatura de Virginia Woolf: «Woolf tiene una mirada de una clarividencia increíble, pero es como si lo observara todo a través de un cristal. Nunca toca nada».

Para Huxley, por el contrario, las ideas y las aventuras, la filosofía y la ficción, debe ser casi una sola cosa. Quizá por eso, como su paisano Durrell, se lamenta de cierto carácter británico: si Chaucer hubiera nacido dos o tres siglos después, si no hubiera escrito en un período en el que su lenguaje estaba en vías de extinción, habría cambiado el curso de la literatura inglesa y «no habríamos padecido esa especia de manía platónica de separar la mente del cuerpo y el espíritu de la materia». A lo largo de toda su producción literaria, Huxley rechazó esta separación que le permitió escribir de lo divino y de lo humano para revistas como Vanity Fair, Vogue o House and Garden y a la vez crear las sátiras más mordaces de la sociedad de su tiempo, dejarse influir por Proust o Gide y experimentar los efectos del ácido lisérgico para comprender mejor las visiones de Blake. En cuanto a sus experiencias con LSD, de las que da buena cuenta en su ensayo Las puertas de la percepción, le parecen altamente recomendables, aunque no disfraza su consideración de entusiasmo obcecado ni de esoterismo barato. Al contrario, a través de él parece hablar la voz de la ciencia y la lucidez: «Es muy saludable darse cuenta de que el universo más bien soso y aburrido en el que la mayoría de nosotros pasa casi todo el tiempo no es el único que existe».

El escritor tuvo su primer contacto con la droga —la dietilamida de ácido lisérgico— a través de un joven psiquiatra británico que estaba experimentado con los efectos de la sustancia en Canadá y al que se ofreció como conejillo de Indias. El carácter «vanguardista» y ligeramente temerario de Huxley se advierte también en su obsesión por el futuro y, en consonancia, en su aversión hacia el pasado. Cuando le preguntan su opinión sobre el psicoanálisis freudiano, Huxley contesta: «El problema de la psicología freudiana es que está basada exclusivamente en el estudio del enfermo. Freud no vio en su vida a un ser humano sano. […] Además, a la psicología freudiana sólo le interesa el pasado». Igualmente, cuando los entrevistadores se interesan por la medida en que le afectan las críticas a su obra, el escritor declara: «A mí nunca me han afectado las críticas por la sencilla razón de que no las leo. […] Los críticos no me interesan porque tienen la mirada puesta en el pasado, en lo que existe, y yo siempre estoy mirando al futuro».

Por esa misma razón Huxley admite no haber leído nunca sus propias novelas. Sin embargo, hay una práctica escritural que ejerce rigurosamente —la corrección sistemática y continuada de los textos que está escribiendo— en la que el pasado y el futuro se conjugan indefectiblemente: «En general lo reescribo todo varias veces. Todas mis ideas son segundos pensamientos». Cuando piensa, ya es pasado —Dumas, Chaucer, Blake— y cuando corrige, ya es futuro —»soma», LSD, La isla.

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TPR #12 | Lawrence Durrell

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

Dice Lawrence Durrell, entrevistado en 1959 por Gene Andrewski y Julian Mitchell que «escribir un poema es como tratar de atrapar una lagartija sin que se le desprenda la cola». En esta singular analogía está encerrado el tono general de la conversación que tuvo lugar en la casa del escritor, al sur de Francia. Entre la delicadeza de la comparación y la mundanidad del reptil, Durrell se mueve constantemente entre reflexiones profundas, divertidas banalidades y muestras de una sencillez campechana. Él mismo advierte: «Cuando se le deja pontificar a un escritor, sabe Dios qué puede salir de su boca». Y es que su naturaleza verbal exuberante es garantía de una entrevista de más de veinte páginas en la que hay espacio para hablar de las tensiones entre Inglaterra y el continente europeo, del valor de la vulgaridad en la literatura cómica, de las alabanzas de T. S. Eliot hacia su obra, de las relaciones entre la ciencia teórica y el arte, del poder obnubilador de las chicas estadounidenses o de las ideas que articulan su obra maestra, El cuarteto de Alejandría.

Sus padres quisieron verlo como funcionario en el Ministerio de las Colonias o en el Ejército —no en vano nació en Jalandhar (India), hijo de colonos británicos—, pero él se decantó primero por una vida de juerguista en Europa, y después por una profesión literaria que mantuvo su creación siempre ligada a las necesidades del estómago. Cuando los entrevistadores le preguntan si presta atención a lo que dicen los críticos de su obra, Durrell contesta que si lo hiciera se quedaría bloqueado, ya que las reseñas suelen tener una mala influencia sobre él: «Hasta las buenas críticas te hacen sentir un poco avergonzado. De hecho, para mí el mejor régimen es levantarme temprano, insultarme a mí mismo en el espejo mientras me afeito y luego pensar que estoy cortando leña, que en realidad es lo que hago».

No es difícil imaginarle esta actitud estoica viendo viejas fotografías del escritor, o incluso leyendo la genial descripción que los entrevistadores hacen de él al inicio de la conversación: «Durrell es bajito pero en absoluto pequeño. Va vestido con tejanos, camisa escocesa, chaqueta de marino: tiene el aspecto del dirigente de algún sindicato menor que hubiera logrado fugarse con los fondos». Fuma Gauloises sin parar y cuando está en reposo, según dicen, se parece al actor Laurence Olivier. Andrewski y Mitchell aclaran: «en otros momentos su cara adquiere la ferocidad de un luchador profesional». No es de extrañar tampoco que Durrell rechace la idea de un viaje oficial a Estados Unidos para dar conferencias y, en su lugar, prefiera encontrase secretamente en la cosa con alguien como Henry Miller y «viajar con él, en un cacharro viejo, como alguien anónimo, como un emigrante».

La figura del emigrante, de hecho, tiene mucho que ver con Durrell, alguien que se definió a sí mismo como un cosmopolita y que siempre trató de desvincular su imagen de la del escritor de Reino Unido que vive en Reino Unido y que nunca ha salido de Reino Unido. Pensando muy seguramente en sí mismo, el autor comenta que el artista inglés siempre es un huérfano, y que «uno va a Europa porque, como un condenado cuco, tiene que poner los huevos en el nido de otro pájaro». Por eso no comprende a Kingsley Amis ni a quienes huelen cierto antipatriotismo en la vivencia del extranjero, y se decanta más por aquellos autores cuya ambición —dice— ha sido siempre la de ser europeos: Lawrence, Norman Douglas, Aldington, Eliot, Graves… Su opinión debe mucho también al tipo de trato que, según dicen, profesan a sus escritores en países continentales como Francia, donde el artista es tratado con la misma reverencia que el Camembert. «Pero en Inglaterra todo el mundo está condenadamente preocupado por la perfección o por la ruina moral […]. Cualquier artista tiene que luchar por el reconocimiento, pues de entrada nadie le reconoce que es bueno, tan bueno como el Cheddar».

Durrell admira a estos autores más o menos cosmopolitas, pero también a todos aquellos «autores con estilo» que le enseñan economía, contención, ya que tiene tendencia a extenderse hasta el punto de no poder escribir un relato breve o una columna de menos de mil palabras para The Times. Cuando le preguntan por sus influencias literarias, el escritor rechaza la idea y la sustituye por la del robo. El robo de las formas. Durrell copia recursos, técnicas y maneras como un auténtico aprendiz del oficio. «Yo leo no sólo por placer, sino también como un obrero, y cuando encuentro un buen efecto lo estudio y trato de reproducirlo». Ese procedimiento, con el tiempo, es lo que ha dado lugar a su propia voz: «Diría que la escritura te hace madurar y tú haces madurar la escritura, y por último, con todo lo que has birlado, logras una amalgama que tiene personalidad propia, la tuya, y entonces eres capaz de devolver esas deudas con una pequeña cuota de intereses, que es lo único honorable que debe hacer un escritor, al menos un escritor que roba, como yo».

La deuda de Durrell, pues, es con las formas y no con los temas, ya que los temas están y han estado siempre ahí, a la vista de todos. «Un artista es tan sólo alguien que excava, desentierra y profundiza en partes de la experiencia accesibles a cualquiera en todas partes». Esta idea desmitificadora del arte y del artista lo lleva por momentos a considerarse un talento de segunda fila y a plantear si quizá su preocupación por las formas tiene que ver con que no tiene una gran personalidad que exhibir. Sin embargo, estas premisas tan sólidas están profundamente enraizadas en su vitalismo y, por qué no, en la necesidad material de la escritura: «Tiene usted una visión increíblemente pragmática de la literatura», le dicen los entrevistadores. A lo que Durrell contesta: «No tengo más remedio, escribo para ganarme la vida».

Al mismo tiempo, el considerarse un talento de segunda fila le permite enfrentar su propia potencia y sus propios límites, saber hasta dónde puede llegar y lanzarse hacia allí con todas sus fuerzas: «Es inútil esforzarse por hacer cosas fuera de tu alcance, del mismo modo que es profundamente inmoral ser perezoso con las cualidades que tienes. La verdad es que, en el fondo, a mí no me interesa el artista, para mí es más bien un medio para llegar a ser un hombre feliz, lo cual me cuesta mucho más. El arte me parece sencillo, lo que encuentro difícil es la vida».

No es de extrañar que estas últimas palabras de Durrell se hayan hecho célebres a fuerza de repetirlas una y otra vez, pues condensan su entusiasmo por la vida y una visión práctica —obrera— sobre la construcción del texto: «¿Sabe? tengo la sensación de que las formas están ahí flotando en el aire, como decía Shelley. Estaría muy agradecido si esas malditas cosas descendieran como burbujas de jabón y se posaran en mi cabeza. Si la forma resulta, todo resulta».

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TPR #11 | T. S. Eliot

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

Cuando pienso en T. S. Eliot recuerdo mis clases de modernismo angloamericano y mis lecturas de La tierra baldía y de las obras de Joyce, Pound, Conrad y Woolf. E inmediatamente sé que difícilmente volveré a sentirme un lector tan intenso e iluminado como en aquellos días universitarios. Cuando esta entrevista tuvo lugar, en 1959, Eliot ha cumplido ya sus 70 años y es un poeta más que reconocido. La conversación tuvo lugar en Nueva York, en el apartamento de unos amigos del matrimonio Eliot, que se alojaba allí durante una breve visita al país norteamericano después de unas vacaciones en Nassau, antigua isla pirata y actual capital de las Bahamas.

Aunque cuesta imaginarse al poeta con buen aspecto, el entrevistador Donald Hall comenta que se le ve bronceado y que ha cogido algo de peso desde la última vez que lo vio, lo que le da un aire más vivaz y contento. Lo cierto es que Eliot se muestra amable y generoso, haciendo gala de una tranquila modestia que bien puede pasar por sincera. Ante la inevitable pregunta por los orígenes de su escritura, el poeta recuerda unos «cuartetos ateos muy sombríos y desesperados», inspirados por el Rubaiyat de Fitzgerald, de los que se deshizo completamente. Luego menciona sus primeras composiciones publicadas, influidas por Ben Jonson, Charles Baudelaire y Jules Laforgue… Cuando Hall se interesa por la noción que tenía de su propia época desde el punto de vista de la producción literaria, Elio no duda: «Creo que fue una ventaja que no hubiera ningún poeta vivo en Inglaterra ni en Estados Unidos que me interesara».

Su memoria sí se detiene en algunos autores que lo ayudaron leyendo y criticando sus poemas, como Conrad Aiken o Ezra Pound, responsable de haber recortado La tierra baldía, de 1922, hasta darle su forma actual, y que solo un año antes de la entrevista había sido liberado del hospital mental de St. Elizabeth donde pasó internado doce años, acusado de traición a EE. UU. Cuando Eliot fue a visitarlo por primera vez —muchos años antes de su reclusión— «en aquella salita de estar triangular que tenía en Kensington», Pound le pidió que le mandara sus poemas. Al poco tiempo volvió a escribirle: «Son de lo mejor que he visto. Venga a verme y los discutiremos».

Donald Hall se interesa por su uso del verso libre, por la preeminencia de la forma sobre el contenido, por la impronta del experimentalismo y por la supuesta regresión de la poesía actual (de 1959) hacia formas más tradicionales. «¿Sentía usted que quizá estaba escribiendo contra algo, más que siguiendo algún modelo? ¿Contra el poeta laureado, quizá?». A lo que Eliot contesta con una lucidez apabullante: «No, no no creo que nadie intentara rechazar nada; más bien buscábamos una voz propia. A los poetas laureados en sí, a los Robert Bridges, no se les prestaba atención. Dudo que la buena poesía nazca de ningún intento político de derrocar una forma existente, simplemente la reemplaza». De esta forma tan sencilla desmonta Eliot esa suerte de paranoia del historiador del arte y de la literatura que ve ofensivas y estrategias bélicas por todos lados.

De la misma forma procede Eliot cuando el entrevistador le pide una serie de consejos para un joven poeta: «Me parece terriblemente peligrosos dar consejos generales. Creo que lo mejor que se puede hacer por un joven poeta es criticar con detalle un poema suyo en concreto. Discutirlo con él si es necesario; darle tu opinión, y si hay que hacer generalizaciones, que las haga él mismo. He descubierto que cada persona tiene su forma particular de trabajar y le llegan las cosas por vías diferentes. Nunca puedes estar seguro de si lo que dices de forma general tiene validez para todos los poetas o si se trata de algo aplicable solamente a ti. Creo que no hay nada peor que intentar formar a los demás a tu imagen».

Esto lo compruebo fácilmente habiendo leído y comentado las entrevistas en The Paris Review, en las que cada escritor demuestra tener unas influencias, unos hábitos, unas ambiciones y unas obsesiones propias y bien diferenciadas. Otras, en cambios, son compartidas por algunos de ellos. Como a Hemingway, cualquier composición un poco larga le exige a Eliot una rutina horaria que no suele superar las tres horas de escritura. Después pule y corrige, pero las tres horas de creatividad literaria parecen infranqueables: «Al principio me encontraba con que quería seguir escribiendo un rato mas, pero cuando al día siguiente veía el resultado comprobaba que lo escrito tras estas primeras tres horas nunca era satisfactorio. Es mucho mejor parar y ponerse a pensar en otra cosa completamente distinta».

A veces a máquina y otras a mano, con habilidad para escribir poesía seria y poesía frívola, decente e indecente —»Más vale no perder esa habilidad»— Eliot escribe sin una intención determinada, o al menos con la sola idea de lo que no pretende hacer: «Uno quiere sacarse algo de dentro y no sabe exactamente qué es hasta que lo ha conseguido, pero no hablaría de intención en el sentido positivo de la palabra en lo que respecta a mis poemas, ni a los de nadie». Esa libertad y esa apertura de mente es lo que, a mi parecer, le permite al mismo tiempo reutilizar fuentes clásicas, admitir cierta inseguridad en torno al futuro de su poesía y saber echarse a un lado a los mandos de Faber & Faber para que lectores más jóvenes hagan valer su criterio. Si a ellos les gusta un manuscrito, entonces se lo enseñan para ver si a él también le gusta: «Cuando das con algo que impresiona a lectores jóvenes con buen gusto y con buen juicio y también a lectores mayores, es probable que sea algo importante. A veces hay mucha resistencia [confiesa Eliot]. No me gusta la sensación de estarme resistiendo, como cuando mi obra era nueva y debía enfrentarse a la resistencia de quienes la consideraban una clase de impostura».

La sabiduría y la elegancia con que T. S. Eliot maneja sus respuestas, siempre comedidas, despiertan por unos minutos a ese lector intenso e iluminado que se acercó por primera vez a La tierra baldía y los Cuatro cuartetos hace ya algún tiempo. Cuando el entrevistador le pregunta por sus poemas inacabados, Eliot responde: «Por lo general, un poema inacabado en mi caso es algo que conviene descartar. Si contiene algo bueno que pueda aprovechar en otra parte, prefiero tenerlo en mente que guardarlo en un cajón. En el cajón se conservará intacto, mientras que en el recuerdo se irá transformando en otra cosa». Como las obras inacabadas, el tipo de lector que algún día fuimos —y que en realidad nunca dejamos de ser— se transforma en otra cosa, con suerte en un lector mejor, si en lugar de guardarlo en el cajón lo guardamos en el recuerdo.

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TPR #10 | Ernest Hemingway

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

La larga entrevista a Ernest Hemingway, realizada por George Plimpton en 1958, me ha parecido bastante menos interesante de lo que esperaba. Quizá se deba al tono irritado del escritor, a las preguntas manidas y autistas de Plimpton o al dolor de espalda que desde anoche me impide mostrar demasiado interés por casi cualquier cosa.

Pocos años antes de su trágica muerte, el autor de Adiós a las armas reside en su casa en la villa de San Francisco de Paula, a las afueras de La Habana, en cuya esquina sudoeste se erige una torre de planta cuadrada especialmente acondicionada para la escritura. Sin embargo, Hemingway prefiere trabajar en el dormitorio de la primera planta que conecta con la sala principal de la casa. Entre paredes blancas y baldosas de tonalidad amarilla, rodeado de libros y papeles apilados por todas partes, la cabeza de una gacela disecada y curiosidades de todo tipo, Hemingway —a diferencia de casi todos sus colegas escritores, pero especialmente de Truman Capote— escribe de pie sobre la balda superior de una librería de media altura en cuya superficie apenas caben la máquina de escribir, un pequeño atril de madera, un puñado de lápices y un pisapapeles de cobre.

Cerca, en un trozo de cartón de embalar colgado en la pared, el escritor registra su producción diaria en número de palaras, cuya oscilación considerable Plimpton observa minuciosamente: «450, 575, 462, 1250, 512. Las cantidades más altas representan los días en que le echa más horas al trabajo para ir a pescar al día siguiente a la corriente del Golfo sin sentirse culpable». Ese rigor y ese compromiso del escritor con su trabajo es inexcusable para Hemingway, quien, además, lo considera incompatible con hablar del oficio de escribir o con el análisis de la propia obra: «El autor escribe para ser leído, y cualquier explicación o disertación debería ser innecesaria. […] Como creador, el escritor no tiene por qué explicar nada o andar ofreciendo visitas guiadas por los parajes más complejos de un texto». El entrevistador, a pesar de varios resbalones y gracias a su insistencia casi insultante, consigue sonsacarle algunas confesiones interesantes. Por ejemplo, Hemingway no solo escribe a diario, sino que también corrige cada día lo escrito el día anterior. Él mismo comenta su secreto para poder continuar al día siguiente con el relato o la novela que tiene entre manos: «Lo que hago es escribir hasta llegar a un punto en el que todavía tengo combustible y sé lo viene a continuación. Entonces lo dejo y trato de conservar viva la idea hasta ponerme otra vez con ello al día siguiente».

Habiéndose alejado necesariamente de los amigos, la constancia y el aislamiento se revelan condiciones imprescindibles en la labor del escritor, quien admite poder trabajar prácticamente en cualquier sitio siempre y cuando le dejen en paz y no le interrumpan: «Lo que es letal para el trabajo es el teléfono y las visitas», comenta Hemingway sin sospechar el huracán de redes sociales al que habrían de enfrentarse años después sus colegas de profesión. En la misma línea viajan sus consideraciones en torno a la seguridad económica o la salud de un escritor. La falta de ambas no debería ser un problema en sí mismo, pero sí las preocupaciones que acarrea. Como comenta de forma tajante: «Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir».

El tono tajante resulta en ocasiones gracioso y a veces triste, amargo. Esa forma de expresarse le ha valido confusiones y malentendidos en el pasado, como cuando dijo en Madrid que «la imaginación podría ser el resultado de una experiencia racial heredada». En aquellos días andaba Hemingway recuperándose de una fractura de cráneo y a ella recurre para justificar sus palabras: «Eso suena muy bien en el contexto de una conversación frívola después de sufrir una conmoción cerebral, y ése es más o menos el lugar al que le corresponde semejante afirmación. […] A veces [continúa diciendo] uno dice cosas en voz alta para ver si se las cree él mismo». En cambio, la forma directa y aparentemente impetuosa con la que dice las cosas le permite también destellos de brillantez, como cuando Plimpton le pregunta cuál es la mejor preparación intelectual para un aspirante a escritor: «Digamos que debería ahorcarse cuando descubra que escribir es una tarea tan difícil que raya lo imposible. Luego alguien debería descolgarlo sin misericordia alguna, y, a partir de ahí, tendrá que esforzarse por escribir lo mejor que pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendrá la historia del intento de suicidio para empezar».

Esta idea de «escribir lo mejor que pueda» resuena como un mantra entre las reflexiones de Ernest Hemingway, aunque, como él mismo señala: «A veces tengo suerte y escribo algo que está por encima de mis posibilidades». Ese debió ser el caso de aquella noche madrileña de un 16 de mayo en el que Hemingway escribió de golpe, junto a una botella de Valdepeñas, los relatos «Los asesinos», «Diez indios» y «Hoy es viernes». El relato de esta hazaña creativa que el escritor cuenta en la entrevista a The Paris Review (a ella remito al improbable lector de estas notas) deja abierta una pequeña puerta a la inspiración, pero lo importante sigue siendo el hábito y la perseverancia. En este sentido, la comparación del escritor con un pozo le sirve para sugerir que «es mejor sacar con regularidad una cantidad constante de agua que dejar el pozo seco y esperar a que se llene de nuevo».

Receta: leer a Twain cada dos o tres años, leer a Shakespeare todos los años —en especial El rey Lear— y escribir todos los días. Eso, junto a una agudísima e infatigable capacidad de observación y el célebre principio del iceberg que Hemingway expone en esta misma entrevista y al que atribuye la efectividad de su novela El viejo y el mar. Considerando que siete octavas partes del total del iceberg están bajo el agua, el escritor da importancia a lo que no se ve y propone la posibilidad de ocultar a la vista cualquier cosa que sepas: «Todo lo que sabes o conoces pero decides omitir forma parte del texto y se manifiesta en él de alguna manera. Sin embargo, cuando un escritor omite algo que no sabe, se producen lagunas en el texto».

Así ocurre, de forma casi paródica, con las respuestas que da Hemingway para no contestar a las preguntas de Plimpton. Cuando este le interroga por el esfuerzo que tuvo que hacer para desarrollar el estilo que distingue su obra, el autor arguye que «esa pregunta requiere una respuesta larga y laboriosa, y si dedicara un par de días a contestarla, llegaría un momento en que sería tan consciente de mí mismo que no podría escribir». O cuando el entrevistador se interesa por el proceso mediante el que una persona real se transforma en personaje, y Hemingway responde: «Si explicara en qué consiste, esto se convertiría en un manual para abogados especializados en demandas por difamación». No en vano, según el autor estadounidense, el don más esencial de un buen escritor es «llevar integrado un detector de gilipolleces a toda prueba». Pero Plimpton, que parece hacer oídos sordos a su interlocutor, insiste con lo que considera «una cuestión fundamental» (la función de la literatura, la importancia de la representación…): «¿Para qué devanarse los sesos con eso? [se pregunta el escritor] Uno inventa algo a partir de cosas que han pasado y cosas que existen, empleando como materia prima todo lo que sabe y todo lo que no puede saber, y el resultado no es una representación, sino algo completamente nuevo, más auténtico que cualquier cosa real o viva. El autor da vida a su creación, y si hace su trabajo lo bastante bien, también le da la inmortalidad. Esa es la razón por la que escribo, y ninguna otra que yo sepa. Pero, ¿qué hay de todas las razones que nadie conoce?»

Incluso en los pasajes con cierto humor, el trasfondo de amargura es tan espeso que podría tocarse con las manos. En esa última pregunta retórica, Hemingway parece cifrar todo su cansancio —de la entrevista, pero también de algo más—. El misterio de la creación, de la escritura, que trata de reducir a la práctica pero que finalmente reconoce más allá de todo eso —»¿qué hay de todas las razones que nadie conoce?»— parece pesar sobre sus hombros. La pesca, la caza, los toros, las fiestas, los viajes, las rutinas de trabajo e incluso las respuestas más mordaces parecen querer disimular ese desconocimiento absoluto por lo que quiera que sea que lo empuja a escribir y que hace de esa actividad su vicio más irrenunciable y su mayor placer. De ahí la importancia ritual y casi sagrada que otorga a la labor literaria:

«¿Le resulta fácil pasar de un proyecto a otro, o no empieza nada nuevo hasta que no termina lo que tiene entre manos?», le pregunta el entrevistador hacia el final de la conversación. Hemingway, que ha subrayado en más de una ocasión el carácter rancio o poco interesante de las preguntas de Plimpton, responde: «El hecho de que haya interrumpido un trabajo importante para contestar a estas preguntas demuestra que mi estupidez merece un duro castigo. Y lo tendré, no le quepa duda».

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TPR #9 | Truman Capote

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

Ayer se impuso la vida y no tuve tiempo de escribir estas notas. La leche, las patatas, las facturas. Imagino que por eso a Truman Capote le resultaba imposible —físicamente imposible— escribir sin tener el texto ya contratado, sin saber cuánto le iban a pagar por él. Esta entrevista, realizada en 1957 por Pati Hill, tiene lugar cuando Capote es ya un escritor reconocido, pero aún no es el autor de Desayuno en Tiffany’s, que publicaría al año siguiente, ni de A sangre fría (1966), seguramente su libro más reconocido.

En 1957, Capote, que según la entrevistadora es «bajito y rubio, con un flequillo que le cae sobre los ojos indefectiblemente y una sonrisa espontánea y luminosa», y cuya imagen no puedo distinguir mentalmente de la del actor Philip Seymour Hoffman, vive en Brooklyn Heights, Nueva York, en una gran casa amarilla restaurada por él mismo con «el gusto y la elegancia que caracterizan todos sus proyectos» —y que os invito a buscar en internet. A diferencia de Dinesen, a quien admira, Capote se muestra solícito ante la entrevistadora y no tiene ningún problema en contestar y explayarse acerca de cuestiones literarios y curiosidades sobre su trabajo. Por ello sabemos que empezó a escribir siendo todavía un niño, incitado por un concurso con el que podía ganar un perro o un pony. No ganó, pero la semilla ya estaba plantada.

Desde entonces se dedicó a escribir relatos —»la forma de prosa más difícil que existe y la que más disciplina exige», comenta— y con diecisiete años vio sus primeros cuentos publicados. Según el autor, el dominio y la técnica que pueda tener se los debe al ejercicio del cuento. Y a ese dominio formal le otorga Capote una gran importancia, convencido de que un fallo en el ritmo de la frase, en los párrafos o en la puntuación puede estropear una historia, por buena que sea. Pero, ¿cuál es esa forma? y ¿cómo se domina?

«Encontrar la forma correcta para escribir un relato es simplemente descubrir cuál es la manera más natural de contarlo. La prueba para saber si un escritor ha dado o no con la forma natural de su relato consiste en preguntarte, después de leerlo, si es posible imaginarlo de otra manera o, por el contrario, acalla tu imaginación y te parece que ésa es la forma absoluta y perfecta. Perfecta como una naranja, como una naranja que la naturaleza, sencillamente, ha hecho bien». En cuanto a las técnicas y trucos por los que Hill le pregunta, el trabajo es el único recurso que Capote toma realmente en consideración: «Escribir tiene sus propias leyes de perspectiva, luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si has nacido sabiéndolas, estupendo. Si no, apréndelas. Y luego reordena las reglas para adaptarlas a ti. Incluso alguien que despreciaba tanto las reglas como Joyce fue un soberbio artesano: pudo escribir Ulises porque antes había sido capaz de escribir Dublineses«.

Pero Capote no fue siempre considerado un escritor de talento. Ensombrecido por el fracaso escolar, su infancia transcurrió entre múltiples colegios que detestaba y en entornos hostiles que pronto le enseñaron a nadar contra corriente. Algunos lo consideraban un excéntrico y otros un estúpido. Tanto es así, que alrededor de sus once años el director del colegio convocó a su familia para comunicarles que, en opinión del claustro de profesores, Capote era «subnormal». La familia, más ofendida que sorprendida, lo tomó como un ultraje y decidieron llevarlo a una clínica psiquiátrica de una universidad del este del país, para que establecieran su coeficiente intelectual: «Me lo pasé muy bien durante todo el proceso y ¡adivine lo que pasó!: volví a casa convertido en un genio, eso había proclamado la ciencia». Capote, impulsado por el feliz descubrimiento y comparándose a sí mismo con Flaubert, Maupassant, Proust o cualquiera que fuera su ídolo del momento, dio comienzo a una etapa frenética de escritura y alcohol.

Con todo de su parte, incluido el favor de varios editores y editoras (Margarita Smith, de Mademoiselle; Mary Louise Aswell, de Harper’s Bazaar; Robert Linscott, de Random House), Capote aprendió pronto que para escribir hay que dejar a un lado la emoción, o mejor: la inmediatez de la emoción. Para no perder el control del relato, el escritor recomienda «agotar la emoción» y propone a Pati Hill un experimento imaginativo: «Suponga que no come nada más que manzanas durante una semana. Sin duda su apetito por las manzanas se agotaría, pero sobre todo conocería perfectamente su sabor. Para cuando escribo una historia ya no me abre el apetito, pero siento que conozco bien su sabor». Y añade: «Creo que la mayor intensidad del arte en todas sus formas se logra mediante una cabeza deliberadamente fría y firme».

Por eso cierta literatura confesional, tan de moda actualmente, se ahoga muchas veces en su propia emoción. Según la teoría de Capote, el escritor ha debido secar sus lágrimas mucho antes para poder provocar reacciones similares en el lector. Y esto no es algo que haya aprendido escribiendo, sino leyendo. «¿Lee mucho?», le pregunta Pati Hill. «Demasiado, y de todo», responde el escritor, que admite leer cada día etiquetas, anuncios, recetas y todos los diarios de Nueva York. «Leo como media cinco libros a la semana; tardo unas dos horas en leer una novela de una extensión normal». Admite su deuda intelectual con Faulkner, Welty y McCullers, pero sobre todo manifiesta una profunda admiración por la joven Katherine Anne Porter. Hay lecturas de juventud a las que no volvería, como algunos clásicos (Dickens, Poe, Stevenson…) o el propio Thomas Wolfe, héroe literario de sus primeros años. En cambio, «hay pasiones que permanecen intactas»: Flaubert, Turguéniev, Chéjov, Jane Austen, Henry James, E. M. Forster y otros tantos ineludibles.

Truman Capote cree en el estilo y en que la personalidad de cada escritor tiene mucho que ver con su obra. Aun así, no se limita a distinguir a los autores con estilo propio de los que no lo tienen, sino que desarrolla una curiosa teoría al respecto. «Para mí, y ruego que me disculpe por una imagen bastante vulgar, supongo que el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, más que el contenido de su obra». En este sentido, puede decirse que todos los escritores tienen estilo. Pero dentro de los autores con un estilo estarían aquellos en los que este se manifiesta como un obstáculo o una fuerza negativa —»estilos que en realidad no aportan nada a la comunicación entre escritor y lector»— y cita a Faulkner, a Theodore Dreiser o a Eugene O’Neill; y aquellos en los que el estilo es un refuerzo (Forster, Dinesen, Hemingway o Mark Twain). Por último, Capote considera el estilo sin estilo, «lo cual es muy difícil, muy admirable, y siempre muy popular», y menciona a Graham Greene, Maugham, Thurber o Sartre.

El problema que tiene Capote con el estilo en sentido negativo es que el autor proyecta su personalidad de forma inmediata y, en cierto sentido, tiránica. Pero, por supuesto, esto siempre es mejor que no tener estilo, algo que Capote admite en su condición casi mitológica: «existe la especia de escritor sin estilo, solo que no son propiamente escritores, sino mecanógrafos que manchan kilos de papel con mensaje amorfos, sordos y ciegos». Capote, que a estas alturas ya ha trabajado como guionista de Hollywood en La burla del diablo, de John Huston, y reconoce a bombo y platillo su admiración por Zavattini —el guionista italiano que hizo que De Sica fuera De Sica— tiene un medido sentido del espectáculo y lo demuestra dosificando las anécdotas personales, los secretos del oficio y la construcción de su propia leyenda.

Como Onetti, que pasó los últimos años de su vida en la cama fumando, leyendo y bebiendo whisky —y que murió por problemas hepáticos—, cuando a Capote le preguntan por sus hábitos de escritor confiesa ser un escritor completamente horizontal, que escribe la primera versión de sus relatos a lápiz, luego hace una revisión también a mano, escribe a máquina un tercer borrador sobre papel amarillo y, tras dejar descansar el manuscrito una temporada y después de haberlo leído a algunos amigos en voz alta, mecanografía la versión final en papel blanco. «¿Escribe sentado a un escritorio?», pregunta la entrevistadora. A lo que Capote, con actitud desenfadada, responde: «No puedo pensar a menos que esté tumbado, ya sea en la cama o en un sofá con un cigarrillo y un café en la mano. Tengo que estar dando caladas y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, paso del café al té verde y de ahí al jerez y a los martinis».

Truman Capote murió en Bel Air, a los 59 años, de cáncer de hígado. Cuando concedió esta entrevista tenía solo 33 años.

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