[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]
Que un poeta como Robert Frost —»el más respetado y querido de los poetas de su patria», en palabras de Borges— conceda una entrevista con los pies enfundados en unas pantuflas de cuadros debe ser inquietante. Así lo fue para el entrevistador Richard Poirier en 1960, cuando ambos tuvieron ocasión de conversar en la casa del escritor en Cambridge, Massachusetts: «pese al atuendo su enorme personalidad resultaba evidente».
Al inicio de la entrevista, Poirier llama la atención sobre la desconfianza que el poeta muestra ante la presencia de la grabadora: «Siendo un hombre al mismo tiempo locuaz y al que le gusta juguetear con sus recuerdos, no le agradaba la idea de verse atrapado, como iba a suceder necesariamente, en las opiniones que expresara durante nuestras dos horas de conversación». A cualquiera le podría incomodar esta situación, pero en el caso de Frost hay que sumar su aversión hacia cualquier tipo de encasillamiento y definición cerrada de su poesía, el interés que muestra por el control de su imagen pública y el problema que presenta la transcripción de una grabación a la hora de captar los matices de voz que dan vida a muchos de sus comentarios.
La conversación, sin embargo, surge con naturalidad y fluye con una cadencia que la vuelve cada vez más interesante. Si Hemingway escribía de pie y Truman Capote lo hacía tumbado, Frost escribe solo con pizarrín y admite no haber tenido un escritorio en su vida. «Y uso toda clase de cosas [añade], escribo hasta en la suela del zapato». Estos despuntes de familiaridad y cierto sentido del humor los va intercalando el poeta entre reflexiones profundas y comentarios más bien sobrios sobre su relación con Ezra Pound, el interés del MIT por las humanidades, las becas y subvenciones a escritores, su interés por Wiliam James y George Sanyayana —de quien fue alumno en Harvard—, el carácter provocador de la poesía beat o la importancia para la literatura de la «palabra indirecta«.
Mientras leo esta entrevista, me resulta imposible no volver sobre esa primera consideración de Poirier —»pese al atuendo su enorme personalidad resultaba evidente»— que me permite imaginar una alegoría de la filosofía trágica en pantuflas. Después de narrar prolijamente su primer encuentro con Pound —que no tiene desperdicio— Frost pone de relieve su propio carácter solitario al recordar con cierta sorna que una vez por semana Pound se reunía con Frank Flint, Richard Aldington y H. D. —Hilda Doolittle— para reescribir los poemas de los demás. Frost consideraba esta actividad poco más que un juego de salón, y así se lo hizo saber a Pound. Este rechazo al grupo y a las filiaciones se manifiesta de nuevo cuando el entrevistador plantea una hipotética afinidad entre su poesía y la de Wallace Stevens, a lo que Frost responde: «¿Alguna afinidad, dice usted? Oh, no creo que las haya, no. Una vez me dijo: ‘Sólo tratas grandes temas’, y yo le contesté: ¡Y tú sólo escribes sobre baratijas’. Así que cuando me mandó su siguiente libro, en la dedicatoria me puso: ‘Más baratijas'».
Igual que el tono de voz es importante para distinguir una broma de un insulto, en la escritura y, concretamente, en la poesía, ese tono puede serlo todo. En el caso de Robert Frost confluyen la importancia de las asociaciones —»lograr que lo que tienes enfrente haga surgir en tu mente algo que ignorabas saber»— y la posibilidad de desdoblar el significado de las palabras mediante el tono de voz en el poema: «Decir cosas contradictorios, como afirmo en uno de mis poemas, poder hablar por medio de oposiciones con alguien muy cercano: ese alguien sabrá de qué hablas. Todo es cuestión de hacer insinuaciones, jugar con los dobles sentidos y lanzar indirectas; todo se reduce a la palabra indirecta«.
Más cercano a la reticente, pero no menos sensible, poesía de Emerson que a la efusiva tradición de Walt Whitman —dice Borges— la voz de Robert Frost, tanto en la conversación como en sus versos, es sutil, comprensible y significativa. Al mismo tiempo, Frost repudia esa idea romántica del escritor que sufre y agoniza mientras trabaja. «¿Cómo puedo yo, cómo puede nadie, disfrutar haciendo algo que supone demasiada agonía? ¿Qué quiero comunicar más que el hecho de que me lo he pasado en grande escribiendo lo que escribo?». Sin embargo, esto nada tiene que ver con la facilidad o la despreocupación. Frost ve en la capacidad de establecer asociaciones una pericia singular, una «proeza», dice él. Y parece indignarse por el interés que muestran los críticos por los hábitos y costumbres de los escritores: «¿Por qué no hablan los críticos de esas cosas, de la gran proeza que fue logar ese giro, de la gran proeza que supuso recordar tal cosa o conseguir que tal cosa te recordara otra?».
Esa puesta en valor de la pericia —del trabajo con las palabras— lo lleva a espantarse ante la sola idea de un manuscrito en el que Dylan Thomas habría anotado primero todas las rimas para luego, a partir de ese esquema, completar el resto de los versos: «Eso es espantoso. Lo correcto sería que estuvieras concentrado en avanzar, con ese ímpetu que te da estar haciendo bien todas las rimas, realizando una voluntad más sentida que pensada. Así se empieza. ¿Y qué es lo que nos guía, qué es? Los jóvenes se lo preguntan, ¿verdad? Pero yo les digo que funciona igual que cuando se te ocurre un chiste; ves que se acerca por la calle alguien con quien estás acostumbrado a meterte, y sientes que te nace dentro algo que le quieres decir cuando os crucéis. Ese algo también deben sentirlo nacer en su interior los jóvenes poetas. ¿Pero de dónde vienen esas ideas, de dónde salen? Algo las provoca. Es el hecho de que el otro se te acerque lo que desencadena la inquina. Cuando me preguntan por la inspiración, les digo que es casi toda inquina».
Esa comparación extraordinaria, tan políticamente incorrecta, devuelve la inspiración al suelo que pisamos, al ingenio, a la inteligencia, a la pericia. Hay algo físico en esa forma de entender la poesía de Frost; algo que quizá tenga con el día en el que Pound —quien le descubrió la bohemia— lo llevó a un restaurante y enseñándole jiujitsu lo lanzó por los aires. «Te lo enseño, te lo enseño. Ponte de pie», le dijo el autor de los Cantos. Así que Frost se puso de pie y le dio la mano, desprevenido. Entonces Pound le agarró la muñeca, se echó hacia atrás y lo lanzó por los aires en una auténtica lección de inquina. O de inspiración.
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