[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]
La larga entrevista a Ernest Hemingway, realizada por George Plimpton en 1958, me ha parecido bastante menos interesante de lo que esperaba. Quizá se deba al tono irritado del escritor, a las preguntas manidas y autistas de Plimpton o al dolor de espalda que desde anoche me impide mostrar demasiado interés por casi cualquier cosa.
Pocos años antes de su trágica muerte, el autor de Adiós a las armas reside en su casa en la villa de San Francisco de Paula, a las afueras de La Habana, en cuya esquina sudoeste se erige una torre de planta cuadrada especialmente acondicionada para la escritura. Sin embargo, Hemingway prefiere trabajar en el dormitorio de la primera planta que conecta con la sala principal de la casa. Entre paredes blancas y baldosas de tonalidad amarilla, rodeado de libros y papeles apilados por todas partes, la cabeza de una gacela disecada y curiosidades de todo tipo, Hemingway —a diferencia de casi todos sus colegas escritores, pero especialmente de Truman Capote— escribe de pie sobre la balda superior de una librería de media altura en cuya superficie apenas caben la máquina de escribir, un pequeño atril de madera, un puñado de lápices y un pisapapeles de cobre.
Cerca, en un trozo de cartón de embalar colgado en la pared, el escritor registra su producción diaria en número de palaras, cuya oscilación considerable Plimpton observa minuciosamente: «450, 575, 462, 1250, 512. Las cantidades más altas representan los días en que le echa más horas al trabajo para ir a pescar al día siguiente a la corriente del Golfo sin sentirse culpable». Ese rigor y ese compromiso del escritor con su trabajo es inexcusable para Hemingway, quien, además, lo considera incompatible con hablar del oficio de escribir o con el análisis de la propia obra: «El autor escribe para ser leído, y cualquier explicación o disertación debería ser innecesaria. […] Como creador, el escritor no tiene por qué explicar nada o andar ofreciendo visitas guiadas por los parajes más complejos de un texto». El entrevistador, a pesar de varios resbalones y gracias a su insistencia casi insultante, consigue sonsacarle algunas confesiones interesantes. Por ejemplo, Hemingway no solo escribe a diario, sino que también corrige cada día lo escrito el día anterior. Él mismo comenta su secreto para poder continuar al día siguiente con el relato o la novela que tiene entre manos: «Lo que hago es escribir hasta llegar a un punto en el que todavía tengo combustible y sé lo viene a continuación. Entonces lo dejo y trato de conservar viva la idea hasta ponerme otra vez con ello al día siguiente».
Habiéndose alejado necesariamente de los amigos, la constancia y el aislamiento se revelan condiciones imprescindibles en la labor del escritor, quien admite poder trabajar prácticamente en cualquier sitio siempre y cuando le dejen en paz y no le interrumpan: «Lo que es letal para el trabajo es el teléfono y las visitas», comenta Hemingway sin sospechar el huracán de redes sociales al que habrían de enfrentarse años después sus colegas de profesión. En la misma línea viajan sus consideraciones en torno a la seguridad económica o la salud de un escritor. La falta de ambas no debería ser un problema en sí mismo, pero sí las preocupaciones que acarrea. Como comenta de forma tajante: «Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir».
El tono tajante resulta en ocasiones gracioso y a veces triste, amargo. Esa forma de expresarse le ha valido confusiones y malentendidos en el pasado, como cuando dijo en Madrid que «la imaginación podría ser el resultado de una experiencia racial heredada». En aquellos días andaba Hemingway recuperándose de una fractura de cráneo y a ella recurre para justificar sus palabras: «Eso suena muy bien en el contexto de una conversación frívola después de sufrir una conmoción cerebral, y ése es más o menos el lugar al que le corresponde semejante afirmación. […] A veces [continúa diciendo] uno dice cosas en voz alta para ver si se las cree él mismo». En cambio, la forma directa y aparentemente impetuosa con la que dice las cosas le permite también destellos de brillantez, como cuando Plimpton le pregunta cuál es la mejor preparación intelectual para un aspirante a escritor: «Digamos que debería ahorcarse cuando descubra que escribir es una tarea tan difícil que raya lo imposible. Luego alguien debería descolgarlo sin misericordia alguna, y, a partir de ahí, tendrá que esforzarse por escribir lo mejor que pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendrá la historia del intento de suicidio para empezar».
Esta idea de «escribir lo mejor que pueda» resuena como un mantra entre las reflexiones de Ernest Hemingway, aunque, como él mismo señala: «A veces tengo suerte y escribo algo que está por encima de mis posibilidades». Ese debió ser el caso de aquella noche madrileña de un 16 de mayo en el que Hemingway escribió de golpe, junto a una botella de Valdepeñas, los relatos «Los asesinos», «Diez indios» y «Hoy es viernes». El relato de esta hazaña creativa que el escritor cuenta en la entrevista a The Paris Review (a ella remito al improbable lector de estas notas) deja abierta una pequeña puerta a la inspiración, pero lo importante sigue siendo el hábito y la perseverancia. En este sentido, la comparación del escritor con un pozo le sirve para sugerir que «es mejor sacar con regularidad una cantidad constante de agua que dejar el pozo seco y esperar a que se llene de nuevo».
Receta: leer a Twain cada dos o tres años, leer a Shakespeare todos los años —en especial El rey Lear— y escribir todos los días. Eso, junto a una agudísima e infatigable capacidad de observación y el célebre principio del iceberg que Hemingway expone en esta misma entrevista y al que atribuye la efectividad de su novela El viejo y el mar. Considerando que siete octavas partes del total del iceberg están bajo el agua, el escritor da importancia a lo que no se ve y propone la posibilidad de ocultar a la vista cualquier cosa que sepas: «Todo lo que sabes o conoces pero decides omitir forma parte del texto y se manifiesta en él de alguna manera. Sin embargo, cuando un escritor omite algo que no sabe, se producen lagunas en el texto».
Así ocurre, de forma casi paródica, con las respuestas que da Hemingway para no contestar a las preguntas de Plimpton. Cuando este le interroga por el esfuerzo que tuvo que hacer para desarrollar el estilo que distingue su obra, el autor arguye que «esa pregunta requiere una respuesta larga y laboriosa, y si dedicara un par de días a contestarla, llegaría un momento en que sería tan consciente de mí mismo que no podría escribir». O cuando el entrevistador se interesa por el proceso mediante el que una persona real se transforma en personaje, y Hemingway responde: «Si explicara en qué consiste, esto se convertiría en un manual para abogados especializados en demandas por difamación». No en vano, según el autor estadounidense, el don más esencial de un buen escritor es «llevar integrado un detector de gilipolleces a toda prueba». Pero Plimpton, que parece hacer oídos sordos a su interlocutor, insiste con lo que considera «una cuestión fundamental» (la función de la literatura, la importancia de la representación…): «¿Para qué devanarse los sesos con eso? [se pregunta el escritor] Uno inventa algo a partir de cosas que han pasado y cosas que existen, empleando como materia prima todo lo que sabe y todo lo que no puede saber, y el resultado no es una representación, sino algo completamente nuevo, más auténtico que cualquier cosa real o viva. El autor da vida a su creación, y si hace su trabajo lo bastante bien, también le da la inmortalidad. Esa es la razón por la que escribo, y ninguna otra que yo sepa. Pero, ¿qué hay de todas las razones que nadie conoce?»
Incluso en los pasajes con cierto humor, el trasfondo de amargura es tan espeso que podría tocarse con las manos. En esa última pregunta retórica, Hemingway parece cifrar todo su cansancio —de la entrevista, pero también de algo más—. El misterio de la creación, de la escritura, que trata de reducir a la práctica pero que finalmente reconoce más allá de todo eso —»¿qué hay de todas las razones que nadie conoce?»— parece pesar sobre sus hombros. La pesca, la caza, los toros, las fiestas, los viajes, las rutinas de trabajo e incluso las respuestas más mordaces parecen querer disimular ese desconocimiento absoluto por lo que quiera que sea que lo empuja a escribir y que hace de esa actividad su vicio más irrenunciable y su mayor placer. De ahí la importancia ritual y casi sagrada que otorga a la labor literaria:
«¿Le resulta fácil pasar de un proyecto a otro, o no empieza nada nuevo hasta que no termina lo que tiene entre manos?», le pregunta el entrevistador hacia el final de la conversación. Hemingway, que ha subrayado en más de una ocasión el carácter rancio o poco interesante de las preguntas de Plimpton, responde: «El hecho de que haya interrumpido un trabajo importante para contestar a estas preguntas demuestra que mi estupidez merece un duro castigo. Y lo tendré, no le quepa duda».
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