[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]
Ayer se impuso la vida y no tuve tiempo de escribir estas notas. La leche, las patatas, las facturas. Imagino que por eso a Truman Capote le resultaba imposible —físicamente imposible— escribir sin tener el texto ya contratado, sin saber cuánto le iban a pagar por él. Esta entrevista, realizada en 1957 por Pati Hill, tiene lugar cuando Capote es ya un escritor reconocido, pero aún no es el autor de Desayuno en Tiffany’s, que publicaría al año siguiente, ni de A sangre fría (1966), seguramente su libro más reconocido.
En 1957, Capote, que según la entrevistadora es «bajito y rubio, con un flequillo que le cae sobre los ojos indefectiblemente y una sonrisa espontánea y luminosa», y cuya imagen no puedo distinguir mentalmente de la del actor Philip Seymour Hoffman, vive en Brooklyn Heights, Nueva York, en una gran casa amarilla restaurada por él mismo con «el gusto y la elegancia que caracterizan todos sus proyectos» —y que os invito a buscar en internet. A diferencia de Dinesen, a quien admira, Capote se muestra solícito ante la entrevistadora y no tiene ningún problema en contestar y explayarse acerca de cuestiones literarios y curiosidades sobre su trabajo. Por ello sabemos que empezó a escribir siendo todavía un niño, incitado por un concurso con el que podía ganar un perro o un pony. No ganó, pero la semilla ya estaba plantada.
Desde entonces se dedicó a escribir relatos —»la forma de prosa más difícil que existe y la que más disciplina exige», comenta— y con diecisiete años vio sus primeros cuentos publicados. Según el autor, el dominio y la técnica que pueda tener se los debe al ejercicio del cuento. Y a ese dominio formal le otorga Capote una gran importancia, convencido de que un fallo en el ritmo de la frase, en los párrafos o en la puntuación puede estropear una historia, por buena que sea. Pero, ¿cuál es esa forma? y ¿cómo se domina?
«Encontrar la forma correcta para escribir un relato es simplemente descubrir cuál es la manera más natural de contarlo. La prueba para saber si un escritor ha dado o no con la forma natural de su relato consiste en preguntarte, después de leerlo, si es posible imaginarlo de otra manera o, por el contrario, acalla tu imaginación y te parece que ésa es la forma absoluta y perfecta. Perfecta como una naranja, como una naranja que la naturaleza, sencillamente, ha hecho bien». En cuanto a las técnicas y trucos por los que Hill le pregunta, el trabajo es el único recurso que Capote toma realmente en consideración: «Escribir tiene sus propias leyes de perspectiva, luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si has nacido sabiéndolas, estupendo. Si no, apréndelas. Y luego reordena las reglas para adaptarlas a ti. Incluso alguien que despreciaba tanto las reglas como Joyce fue un soberbio artesano: pudo escribir Ulises porque antes había sido capaz de escribir Dublineses«.
Pero Capote no fue siempre considerado un escritor de talento. Ensombrecido por el fracaso escolar, su infancia transcurrió entre múltiples colegios que detestaba y en entornos hostiles que pronto le enseñaron a nadar contra corriente. Algunos lo consideraban un excéntrico y otros un estúpido. Tanto es así, que alrededor de sus once años el director del colegio convocó a su familia para comunicarles que, en opinión del claustro de profesores, Capote era «subnormal». La familia, más ofendida que sorprendida, lo tomó como un ultraje y decidieron llevarlo a una clínica psiquiátrica de una universidad del este del país, para que establecieran su coeficiente intelectual: «Me lo pasé muy bien durante todo el proceso y ¡adivine lo que pasó!: volví a casa convertido en un genio, eso había proclamado la ciencia». Capote, impulsado por el feliz descubrimiento y comparándose a sí mismo con Flaubert, Maupassant, Proust o cualquiera que fuera su ídolo del momento, dio comienzo a una etapa frenética de escritura y alcohol.
Con todo de su parte, incluido el favor de varios editores y editoras (Margarita Smith, de Mademoiselle; Mary Louise Aswell, de Harper’s Bazaar; Robert Linscott, de Random House), Capote aprendió pronto que para escribir hay que dejar a un lado la emoción, o mejor: la inmediatez de la emoción. Para no perder el control del relato, el escritor recomienda «agotar la emoción» y propone a Pati Hill un experimento imaginativo: «Suponga que no come nada más que manzanas durante una semana. Sin duda su apetito por las manzanas se agotaría, pero sobre todo conocería perfectamente su sabor. Para cuando escribo una historia ya no me abre el apetito, pero siento que conozco bien su sabor». Y añade: «Creo que la mayor intensidad del arte en todas sus formas se logra mediante una cabeza deliberadamente fría y firme».
Por eso cierta literatura confesional, tan de moda actualmente, se ahoga muchas veces en su propia emoción. Según la teoría de Capote, el escritor ha debido secar sus lágrimas mucho antes para poder provocar reacciones similares en el lector. Y esto no es algo que haya aprendido escribiendo, sino leyendo. «¿Lee mucho?», le pregunta Pati Hill. «Demasiado, y de todo», responde el escritor, que admite leer cada día etiquetas, anuncios, recetas y todos los diarios de Nueva York. «Leo como media cinco libros a la semana; tardo unas dos horas en leer una novela de una extensión normal». Admite su deuda intelectual con Faulkner, Welty y McCullers, pero sobre todo manifiesta una profunda admiración por la joven Katherine Anne Porter. Hay lecturas de juventud a las que no volvería, como algunos clásicos (Dickens, Poe, Stevenson…) o el propio Thomas Wolfe, héroe literario de sus primeros años. En cambio, «hay pasiones que permanecen intactas»: Flaubert, Turguéniev, Chéjov, Jane Austen, Henry James, E. M. Forster y otros tantos ineludibles.
Truman Capote cree en el estilo y en que la personalidad de cada escritor tiene mucho que ver con su obra. Aun así, no se limita a distinguir a los autores con estilo propio de los que no lo tienen, sino que desarrolla una curiosa teoría al respecto. «Para mí, y ruego que me disculpe por una imagen bastante vulgar, supongo que el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, más que el contenido de su obra». En este sentido, puede decirse que todos los escritores tienen estilo. Pero dentro de los autores con un estilo estarían aquellos en los que este se manifiesta como un obstáculo o una fuerza negativa —»estilos que en realidad no aportan nada a la comunicación entre escritor y lector»— y cita a Faulkner, a Theodore Dreiser o a Eugene O’Neill; y aquellos en los que el estilo es un refuerzo (Forster, Dinesen, Hemingway o Mark Twain). Por último, Capote considera el estilo sin estilo, «lo cual es muy difícil, muy admirable, y siempre muy popular», y menciona a Graham Greene, Maugham, Thurber o Sartre.
El problema que tiene Capote con el estilo en sentido negativo es que el autor proyecta su personalidad de forma inmediata y, en cierto sentido, tiránica. Pero, por supuesto, esto siempre es mejor que no tener estilo, algo que Capote admite en su condición casi mitológica: «existe la especia de escritor sin estilo, solo que no son propiamente escritores, sino mecanógrafos que manchan kilos de papel con mensaje amorfos, sordos y ciegos». Capote, que a estas alturas ya ha trabajado como guionista de Hollywood en La burla del diablo, de John Huston, y reconoce a bombo y platillo su admiración por Zavattini —el guionista italiano que hizo que De Sica fuera De Sica— tiene un medido sentido del espectáculo y lo demuestra dosificando las anécdotas personales, los secretos del oficio y la construcción de su propia leyenda.
Como Onetti, que pasó los últimos años de su vida en la cama fumando, leyendo y bebiendo whisky —y que murió por problemas hepáticos—, cuando a Capote le preguntan por sus hábitos de escritor confiesa ser un escritor completamente horizontal, que escribe la primera versión de sus relatos a lápiz, luego hace una revisión también a mano, escribe a máquina un tercer borrador sobre papel amarillo y, tras dejar descansar el manuscrito una temporada y después de haberlo leído a algunos amigos en voz alta, mecanografía la versión final en papel blanco. «¿Escribe sentado a un escritorio?», pregunta la entrevistadora. A lo que Capote, con actitud desenfadada, responde: «No puedo pensar a menos que esté tumbado, ya sea en la cama o en un sofá con un cigarrillo y un café en la mano. Tengo que estar dando caladas y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, paso del café al té verde y de ahí al jerez y a los martinis».
Truman Capote murió en Bel Air, a los 59 años, de cáncer de hígado. Cuando concedió esta entrevista tenía solo 33 años.
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