TPR #7 | Dorothy Parker

Café Con/suelo, The Paris Review
[Diario de lectura de las entrevistas aparecidas en The Paris Review entre 1953 y 2012]

La entrevista a Dorothy Parker, realizada en 1956, transcurre de forma amena y desenfadada. Con ingenio, perspicacia y buenas dosis de humor negro, la poeta, periodista, narradora y dramaturga estadounidense, miembro legendario de la tertulia conocida como mesa redonda de Algonquin, dedica una mirada retrospectiva —vendió su primer poema en 1914— para hablar de su paso por las revistas Vogue y Vanity Fair, de su pertenencia a la «generación perdida» de los años veinte norteamericanos —término acuñado por Gertrude Stein—, de algunos de sus colegas de profesión y de su autoconcepción como escritora.

A diferencia de la interlocutora de William Faulkner —y de su su imponente Premio Nobel— Marion Capron se permite trazar al inicio de esta conversación una apertura relajada y de tintes literarios. En 1956, Parker vive en un hotel del midtown de Nueva York junto a un pequeño caniche al que lanza sin descanso una muñeca de plástico con la garganta rasgada de lado a lado. Dice Capron: «[Dorothy Parker] es una mujer menuda de voz suave que habla con frecuencia en tono de disculpa. Sin embargo, cundo se le ofrece la oportunidad de comentar cuestiones de su interés, eleva la voz a un nivel casi estridente y formula sus observaciones con una contundencia aplastante». Aunque, como en el horóscopo, con estas palabras podríamos identificar a cualquiera, en las respuestas sí es reconocible el tono de disculpa en forma de continuas manifestaciones de modestia con las que Dorothy Parker busca alejarse a sí misma de la idea de escritora seria. Y es que, como advierte la entrevistadora: «Nadie es tan crítico con Dorothy Parker como ella misma». De la misma forma, se agradece que la transcripción del encuentro no deje rastro de la estridencia.

Capron, antes de iniciar el diálogo, recuerda la anécdota de un amigo suyo que estaba en el teatro con Dorothy Parker cuando anunciaron el fallecimiento del impasible Calvin Coolidge —olvidado trigésimo presidente de los Estados Unidos—: «¿Cómo lo saben?», susurró Parker. Esa irreverencia, un tanto amarga, subyace en toda la entrevista. De hecho, cuando le preguntan por su labor en Vogue, la escritora contesta: «Escribía pies de fotos: ‘Con el vestido rosa le saldrán muchos pretendientes», ese tipo de cosas. Lo más curioso es que las mujeres que trabajaban en Vogue eran muy corrientes, nada chic. Eran mujeres decentes y simpáticas —las mujeres más simpáticas que he conocido en mi vida—, pero no tenían nada que ver con la revista. […] Ahora las editoras de Vogue son lo que deberían ser, divorciadas muy chic —todas calcos de Ilka Chase—, y las modelos parecen salidas de la mente de Bram Stoker. En cuando a las redactoras de pies de foto —mi antiguo trabajo—, ahora recomiendan fundas de visón para los palos de golf a setenta y cinco dólares la unidad, ‘para ese amigo que lo tiene todo’. La civilización está llegando a su fin».

Después de Vogue pasó a la redacción de Vanity Fair, donde escribía reseñas de obras teatrales y de donde fue despedida a los cuatro años por «cargarse» tres obras que tuvieron que bajar definitivamente el telón por sus críticas virulentas. Los productores de aquellas obras eran peces gordos a los que Parker no les hizo ninguna gracia. «Vanity Fair era una revista neutral, sin opiniones, pero yo sí que las tenía, y por eso me despidieron». En un rapto de profunda amistad, sus colegas de redacción, el dramaturgo Robert E. Sherwood y el humorista Robert Benchley, dejaron la revista con ella y los tres se marcharon a escribir crítica de cine y de teatro en una minúscula ofician, «tan pequeña que un centímetro menos y habría sido adulterio». Sherwood, Benchley y Parker frecuentaban por aquel entonces la transitada «mesa redonda» del hotel Algonquin de Manhattan —conocida también como el círculo vicioso del Algonquin—, donde entre periodistas, críticos, escritores, actores y actrices andaba también el editor de The New Yorker Harold Ross, quien Thurber tan generosamente describió en su entrevista a The Paris Review, y a quien Dorothy Parker se refiere también como «un lunático profesional que dudo que fuera una gran persona. Era muy ignorante. En uno de los manuscritos de Benchley escribió en el margen, junto al nombre de Andrómaca: ‘¿Quién es?’. Benchley escribió al lado: ‘No se meta en esto'».

Los años veinte, tan parecidos a los de este siglo en cierto sentido, eran tiempos en los que había que «ir de listillos». «Yo quería ser ingeniosa. Es terrible. Debería haber tenido más sentido común», dice la escritora con ecos de tuitero arrepentido. Años de Hollywood, frivolidad y dinero de los que Parker, al parecer, salió escarmentada. La escritora recuerda con dolor el funeral solitario de Scott Fitzgerald, al que los estudios de cine habían exprimido, y cuando Capron le pregunta su opinión sobre Hollywood como sustento para el artista, Parker no duda: «El dinero de Hollywood no es dinero, es nieve, se derrite en la mano. […] ¿Quiere saber lo que ‘el sitio ese’ significa para mí? Una vez iba por la calle en Beverly Hills y vi un Cadillac más largo que una manzana; por una de las ventanillas asomaba un brazo envuelto en un elegantísimo abrigo de visón, y al final del brazo una mano enfundada en un guante de seda blanca sostenía un bagel mordido». El glamour imposible de un bocadillo.

La imagen es tan elocuente que no necesita comentarios. Pero, ¿qué hay de la escritura de Dorothy Parker? La autora no da muchas pistas. Al contrario, responde con humor evasivo y desconcertante, como cuando admite que seguramente se acabó dedicando a la literatura por ser «una de esas niñas repelentes que escriben versos». Al saber que de pequeña fue a un colegio de monjas de Nueva York, la entrevistadora pregunta si alguna vez ha utilizado experiencias de aquellos años, a lo que Parker responde: «Santo Dios, todos esos autores que escriben sobre su infancia… Si yo hubiera escrito sobre la mía, ahora usted no querría esta en la misma habitación conmigo». Lo que sí sabemos es que, como Simenon, saca los nombres de sus personajes de la guía telefónica —y de la sección de obituarios del periódico—, que escribe a máquina con dos dedos y que su forma de percibir el mundo no es visual, sino auditiva. Por eso la mayoría de sus cuentos son historias dialogadas: «Oigo cosas», dice Parker.

La autora de Una rubia imponente embiste contra los escritores Geroge S. Kaufman o Paddy Chayefsky, y también contra un montón de escritoras vacuas, frívolas, que «como artistas no ofrecen nada, pero como fuentes de ingresos son como auténticos pozos petrolíferos: producen a chorro». Poniendo de manifiesto su idea, realmente elevada, de la literatura, continúa Parker:

«Norris decía que nunca escribía una historia si no le resultaba divertido hacerlo. Y, según tengo entendido, Ferris escribe silbando, mientras que el pobre desgraciado de Flaubert se pasaba tres días revolcándose desesperado en el suelo para dar con la palabra exacta. Dios sabe que soy feminista y fiel a mi sexo. No olvide que he luchado por la igualdad de las mujeres desde mi primera juventud, cuando en esta ciudad todavía corrías el riesgo de que te atacara un búfalo. Pero cuando salíamos a manifestarnos aguantando abucheos de los hombres y nos encadenábamos a las farolas para exigir igualdad, querida mía, no nos podíamos imaginar que ahora tendríamos ese tipo de escritoras».

Cuando se pone seria —cuando «se le ofrece la oportunidad de comentar cuestiones de su interés», que decía Capron—, Dorothy Parker demuestra una lucidez y una capacidad de análisis brillante. Apagado el incendio contra los escritores y escritoras que detesta, Parker recuerda con admiración a Norman Mailer, Carson McCullers, William Styron, W. M. Thackeray —cuya novela La feria de las vanidades confiesa leer unas doce veces al año— y E. M. Forster, a quien considera el mejor entre los novelistas vivos. Cuando la broma sobre su afán de riquezas queda atrás, Parker admite que una vida confortable y sencilla es, si no necesaria, al menos sí recomendable para escribir: «Vivir en una buhardilla no es bueno para nadie, salvo que seas Keats», precisa la autora con ironía.

Solo hay un momento de la conversación en el que Dorothy Parker parece dejar a un lado esa ironía y el humor chistoso que ella misma repudiaba. Se encuentra hacia el final de la entrevista y es la respuesta con la que quiero terminar estas notas. Marion Capron pregunta: «¿Qué le parecen los subsidios públicos como forma de apoyar a los artistas?», y Parker, que participó en la fundación de la Hollywood Anti-Nazi League, que había visitado el hotel Voramar de Benicàssim, convertido en hospital durante la Guerra Civil, donde convalecían los brigadistas internacionales, y que fue investigada por el FBI como sospechosa de pertenecer al Partido Comunista de Estados Unidos —siendo incluida en la famosa Lista Negra de Hollywood—, responde:

«Cuando no tienes un centavo es fantástico, naturalmente. La cultura de un país contribuye de forma tan inconmensurable a su prestigio que si el Estado quiere tener escritores y artistas —personas que en este país viven en la precariedad—, tiene que apoyarlos. No creo que nadie crezca como artista viviendo de la caridad, con lo cual me refiero a donaciones recibidas de una persona o institución. Un poco de aquí, un poco de allá… Así no se va a ningún sitio. La diferencia entre el mecenazgo individual y los subsidios públicos es que lo uno es caridad y lo otro no. La caridad es un crimen, y todo el mundo lo sabe. pero creo que si el Estado apoya a sus artistas, no hace falta que estos muestren gratitud —ni que lleven cestas a ningún sitio o anden lisonjeando a nadie. Trabajar para el Estado… santo Dios, ¿acaso hay que estar agradecido a quien te da empleo? Que el Estado se moleste en ver lo que están tratando de hacer sus artistas, como hacen en Francia con la Académie Française. Los artistas forman parte del país, y el Estado debería reconocerlo de forma que tanto éste como aquéllos puedan estar orgullosos de sus esfuerzos. Eso es lo que opino, querida».

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