Día cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco de cuarentena.
Llevar la cuenta pierde el sentido porque a partir de los cuarenta días cualquier cuarentena es eterna. Eterna pero no infinita, que diría el poeta.
A veces pienso que estamos tan acostumbrados a escuchar infinidad de sonidos a lo largo del día que muy pocos nos sorprenden. Escuchamos el rugido de un tubo de escape y nuestro cerebro traduce el signo (la combustión de gasolina) de forma automática e inconsciente: un coche. Solo así se explica que una vez entre un millón, cuando escuchamos un sonido realmente desconocido, un frío helado nos recorra la espalda y el vello se erice. Esto ocurre sobre todo en lugares que conocemos y en los que estamos cómodos, como nuestras casas, donde todos alguna vez hemos mirado debajo de la cama o detrás de una puerta por ese ruido desconocido que nuestro cerebro no es capaz de procesar sin preguntarnos primero.
Lo mismo puede ocurrir con esos sonidos que, si no son desconocidos, al menos sí habían quedado olvidados en el pozo de la memoria. Hoy he experimentado esa sensación al escuchar un sonido que ha entrado impúdico por el balcón. Un beso. Un beso plantado con fuerza y humedad en la mejilla de un transeúnte.
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Ayer por la mañana escuché a una niña que, con su mascarilla y su pelo bien recogido, gritaba caminando por el medio de la calle: ¡Soy libre!
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El confinamiento se parece bastante a mi extraña forma de vida, con la gran ventaja de que puedo quedarme en casa leyendo o viendo una película sin machacarme pensando en todo lo que los demás están haciendo AHÍ FUERA. Por ejemplo, ahora voy a hacer palomitas y a servirme algo de beber. Por favor, quedaos en casa y no hagáis planes increíbles para que yo pueda dormir tranquilo.