18. La Lección china, de A. M. Homes [María Bastarós]

Hasta que el cuento aguante

Hay algo que me interpela de una forma muy particular en este relato, una especie de malestar indefinido, una sensación de extrañeza imbricada en lo familiar. Creo que aquí Homes nos habla de la resignación al desconocimiento real del otro —algo bastante descorazonador— pero también del deseo de vínculo que sobrevive a esa resignación.

 

Recomendación de María Bastarós, historiadora del arte y gestora cultural. Es editora de los fanzines Brochetas de cosas emocionantes y Napalm Springs (Ediciones Motocobra),  coautora de Inclusive Love (Thyssen Bornemisza) y del libro Herstory (Lumen, 2018), y autora de Historia de España contada a las niñas (Fulgencio Pimentel, 2018). Sus artículos y textos han sido publicados en medios como Diagonal, Píkara Magazine o Verne.

 

«La lección china», de A. M. Homes

Voy andando, llevo una pequeña pantalla y miro el punto verde que se mueve como el rastro luminoso de un avión, como una fluctuación en el radar de un barco. Busco. Estoy buscando submarinos. Soy un controlador aéreo que intenta mantener todo a la distancia adecuada. Me he perdido.

Un hombre sale de la oscuridad a la acera.

—¿Se ha estrellado un avión? —me pregunta.

Es casi de noche; el cielo está aún azul en lo más alto, pero por aquí ya ha oscurecido.

—Estaba paseando al perro —dice.

Asiento. No se ve al perro por ninguna parte.

—No es de por aquí, ¿verdad?

—No de nacimiento —le respondo—. Pero ahora vivimos en Maple.

—Me llamo Tierney —dice el hombre—. John Tierney.

—Harris —digo yo—. Geordie Harris.

—Bienvenido al barrio. Bienvenido a la ciudad.

Señala mi pantalla; el punto verde parece haber dejado de moverse.

—Deseaba con todas mis fuerzas que fuera un juguete, un mando a distancia —comenta el hombre—. Quería divertirme un poco. ¿No controla con eso un coche o un barco en miniatura por los alrededores?

—Es un chip —digo interrumpiéndole—. Una pantalla de posicionamiento global. Estoy buscando a mi suegra.

De unas matas de alheña cercanas nos llega un sonido como si escarbaran, y un inequívoco olor a mierda de perro se eleva como el humo.

—Buen chico —dice Tierney—. No le gusta hacer sus necesidades en público. Y no lo culpo: si me hicieran cagar al aire libre, yo también me escondería en los matorrales.

Tierney me suena a tiranía. A tirano, a bromista que se burla de mi sistema de rastreo, de mi suegra perdida.

—No es un juego —le digo al tiempo que advierto que el punto verde se mueve.

Un labrador dorado sale de los matorrales y Tierney le engancha la correa al collar.

—Vamos, chico —dice Tierney, y le da una palmada a un lado de la pata—. Buena suerte —añade mientras se aleja por la calle tirando del perro.

El teléfono móvil que llevo en el cinturón suena.

—¿Quién era ese tipo? —pregunta Susan—. ¿Lo conoces?

—Un desconocido, un completo desconocido que quería jugar con alguien.

Miro la pantalla. No parece que se esté moviendo ahora.

—¿Has sacado la antena? —pregunta Susan.

Hay una pausa. La oigo hablar con Kate.

—Mira a papi. Mira a papi al otro lado de la calle, saluda a papi. Kate te está saludando —me dice.

Miro el Volvo negro detenido junto al bordillo al otro lado de la calle. Le devuelvo el saludo con la mano libre.

—Es papi —dice Susan, y le pasa el teléfono a Kate.

—¿Qué haces, papi? —pregunta Kate. Su tono, su fastidio, es extrañamente acusatorio para una niña de tres años.

—Estoy buscando a la abuela.

—Yo también —dice Kate con una risilla.

—Pásale el teléfono a mami.

—Creo que no —dice Kate.

—Adiós, Kate.

—¿Qué hay de nuevo? —dice Kate. Es su última muletilla.

—Adiós —digo, y cuelgo.

Salgo de la acera y me meto entre las casas, por el corredor de césped que separa el jardín de un hombre del de otro. Como un fisgón, como un ladrón o un intruso, saco la linterna de la chaqueta y la enciendo. El angosto rayo de la Ever-Ready coge por sorpresa terrazas, macetas y mesas de jardín. No quiero gritar su nombre para no llamar la atención. Delante de mí hay una pista de baloncesto, un tobogán, un cajón de arena, y allí está ella, navegando a través de mi rayo de luz como una aparición, con el pelo negro al aire y agarrándose de las cuerdas trenzadas del columpio igual que si fueran riendas. La sorprendo a mitad de vuelo. Sus piernas se mueven dentro y fuera del rayo. Mantengo la luz sobre ella: tan pronto aparece como desaparece.

—Estoy volando —dice mientras navega por la noche.

Me acerco hasta que tiene que dejar de columpiarse.

—¿Ha tenido un vuelo agradable, señora Ha?

—Ha estado bien.

—¿Le pasaron una película?

Baja del columpio y me mira como si estuviera loco. Se fija en el aparato de rastreo.

—No es un juego —dice la señora Ha, y me coge del brazo.

La llevo de vuelta por el bosque.

—¿Qué hay de cena, Georgie? —pregunta, y oigo el eco invisible de la voz de Susan corrigiéndola: no es Georgie, es Geordie.

—¿Qué le apetece, señora Ha?

A lo lejos, un tipo gordo aprieta el rostro contra una puerta corredera de cristal; su aliento lo empaña mientras nos mira.

Susan está ante el ordenador, dibujando. Está haciendo un mapa, una cuadrícula del barrio. Prepara algo que podamos utilizar en el futuro: coordenadas.

Es arquitecta; para ella todo son líneas, todo es orden. Nuestra casa está en las coordenadas G4. Bañadas por la luz azulada de la pantalla sus facciones lisas, por un curioso fenómeno, parecen todavía menos prominentes. Un misterioso resplandor azul la envuelve.

—Llamé a Ken —le digo.

Ken fue quien hizo que le instalaran el chip a la señora Ha. Es el hermano de Susan. Aprovechando que sedaron a su madre para hacerle una colonoscopia, Ken dispuso que le implantaran el chip en la parte inferior del cuello, justo encima de los omóplatos. Un técnico de la empresa fabricante de los chips estuvo presente mientras el cirujano plástico se lo insertaba debajo de la piel. Lo probaron antes de dejarla volver a su casa paseando la camilla por todo el hospital mientras Ken detectaba sus desplazamientos en una pequeña pantalla desde la sala de espera.

—¿Por qué?

—Por lo de la memoria. Quizá debamos aumentarle la dosis de medicamento.

Ken es psicofarmacólogo, especialista en la contención de sentimientos. Antes era drogata y ahora es psiquiatra. No tiene afectos, no tiene emociones.

—¿Y? —pregunta Susan.

—Me preguntó si parecía inquieta.

—Parece perfectamente feliz —dice Susan.

—Lo sé —le contesto. Pero me callo algo que le dije a Ken: que es ella la que parece inquieta.

—¿Sabe dónde está? —me había preguntado Ken.

Hubo una pausa, pues por un momento no supe si me preguntaba por Susan o por su madre.

—No siempre —le dije, refiriéndome a las dos.

—Bueno, ¿y qué dijo? —quiere saber Susan.

—Que podíamos probar a aumentarle la dosis: no hay peligro en intentarlo. Que no es raro que a las personas mayores les dé por vagar por ahí al atardecer y que no recuerden dónde están. Y que hay muchos fenómenos que nadie entiende del todo.

—Nunca habías llamado antes a mi hermano, ¿verdad? —me pregunta Susan.

—No, no.

La señora Ha sólo lleva tres semanas con nosotros. Antes vivía en su propio apartamento, en California, evaporándose lentamente. Una caída la llevó al hospital, lo que conllevó una llamada a Ken, una serie de pruebas, la implantación del chip y que luego su hijo nos la enviara en avión con un par de detectores en la maleta. Cuando llegó la llevé en el coche por el barrio, le enseñé dónde estaban las tiendas, la biblioteca, correos y la estación del tren. No le he dicho a Susan que ahora vivo con el miedo de que la señora Ha encuentre la estación por su cuenta, se monte en un tren y la búsqueda de su madre pase a ser de la incumbencia del FBI. Nosotros sólo llevamos aquí cinco meses, antes vivíamos en la 106 con Riverside, y todavía me ocurre la mayoría de las mañanas que, cuando me despierto, no tengo ni idea de dónde estoy.

—Ya no me gusta volver a casa —dice Susan, que se vuelve para mirarme mientras la luz del ordenador le proyecta el aura del iMac alrededor de la cabeza—. Me asusta. Nunca sé con qué voy a encontrarme. —Hace una pausa y añade—: No puedo seguir.

—Claro que puedes —le digo evocando un episodio de mi infancia en el que Shari Lewis le dijo a Lamb Chop: «Puedes hacer todo lo que te propongas.»

No hay nada que le guste menos a Susan que fracasar. Es capaz de cualquier cosa con tal de no fracasar; es capaz incluso de no hacer nada con tal de no fracasar.

Está leyendo. Pasa las páginas del libro ordenada, firmemente; casi chirrían cuando pasan.

—Escucha esto —dice, y lee en voz alta un pasaje de A sangre fría—. ¿No es maravilloso? ¡Kansas es tan americana!

Cuando le hablé de Susan a mi familia, me dijeron: «Pues no suena a china.»

—Una arquitecta que se llama Susan, ha ido a Yale y ha crecido en LaJolla no me parece china —me dijo mi madre.

—Pero lo es —le aseguré.

Y luego, cuando se lo conté a Susan, me dijo, enfadada:

—No soy china, soy americana.

Susan es mínima, llana, como Kansas. Parece que no existe físicamente, es como una tabla, plana, lisa. No tiene nada alrededor de lo que acurrucarse, ni donde agarrarse. Por su diseño, su cuerpo semeja un delgado anaquel que flotara en una pared, un leve resalto, lo bastante ancho para que se te ocurra la idea de poner algo en él, pero demasiado estrecho, en realidad, para sostenerlo.

Le paso el brazo por los hombros, y parece descansar sobre su cuerpo como un peso muerto. Sus exhalaciones agitan el vello de mi brazo como una brisa cálida.

—Me vas a aplastar —se queja, y aparta mi brazo de su cuerpo.

Vuelve la página, suena el chirrido.

—¿Crees que le quitarán el chip cuando se muera? —me pregunta Susan, que me engancha con una pierna y tira de mí.

—Supongo que lo desactivarán y que tendrás que devolverles el detector: es alquilado.

—¿Deberíamos ponerle uno a Kate?

—Veamos primero qué tal funciona con tu madre. Nadie sabe si tiene efectos secundarios, si se reciben misteriosas descargas electromagnéticas procedentes del espacio como consecuencia de ser rastreado, seguido, mientras andas por la tierra.

—¿Dónde la encontraste esta noche? —me pregunta cuando nos estamos durmiendo. Dormimos apretados como si fuéramos un tablero de contrachapado, igual que dos líneas rectas.

—En un columpio. ¿Cómo puedes enfadarte con una anciana que va a columpiarse?

—Porque es mi madre.

Por la mañana la señora Ha está en el jardín. Ha puesto en nuestro equipo portátil de música una cinta de Jimi Hendrix que trajo consigo: es un árbol, una roca, una nube. Cambia lentamente de postura, la mantiene unos instantes y luego se metamorfosea en la siguiente.

—Es taichi —me dice Susan.

—No sabía que la gente hiciera eso de verdad.

—Todo el mundo lo hace —dice Susan al tiempo que me fulmina con la mirada—. Incluso yo puedo hacerlo.

Adopta un par de posturas: en la primera es un buitre a punto de atacar —sus dedos se transforman de pronto en garrasy luego es un dragón que bufa.

Cuando nos conocimos había un hueco entre nosotros, un espacio neutral. Yo lo vi como un reconocimiento de lo infranqueable, no sólo porque éramos hombre y mujer, sino también porque proveníamos de mundos que nos eran desconocidos: no podíamos pretender entendernos el uno al otro.

Miro hacia la ventana. Kate está ahora de pie junto a la señora Ha imitando llaves de kung-fu. Golpea el aire, patea. No lleva nada debajo del vestido.

—Hay que ponerle bragas a Kate —le digo a Susan, que corre horrorizada escaleras abajo y se lleva a las dos hacia el patio trasero. Por un momento el equipo de música se queda solo sobre el césped, mientras Jimi Hendrix aúlla And the Wind Cries Mary a las 8.28 de la mañana.

Veo a Sherika, la niñera, que viene por la acera. Sherika coge el tren cada mañana en Queens.

—Yo no podría vivir aquí —nos dijo el día en que nos mudamos—. Yo tengo que estar en un sitio donde haya gente.

Sherika es una columna de ébano de casi uno ochenta de altura. Se mueve como una gacela, igual que si se deslizara hacia la casa. En Uganda, donde nació, su familia es de sangre real; puede que hasta sea una princesa.

Bajo las escaleras y le abro la puerta. Me he puesto la camisa y la corbata, pero aún llevo los pantalones del pijama.

—¿Cómo está usted esta mañana? —me pregunta en tono melódico y pronunciando cada palabra con tal claridad que sólo con oír su voz te sientes reconfortado.

—Bien, ¿y tú?

—Bien. Muy bien —dice—. ¿Dónde están mis damas?

—En el patio trasero, haciendo calentamientos.

Estoy todavía de pie en el vestíbulo.

—¿Qué significa el nombre de Sherika?

Pienso que tiene que ser algo tribal, místico. Me imagino un pájaro alto, de finos miembros y canto exótico.

—No tengo ni idea —me contesta—. Así me llama mi tía de Brooklyn. Mi verdadero nombre es Christine. —Sonríe—. Hoy voy a llevar a mis damas a la biblioteca y luego, a lo mejor, a comer.

Cojo mi cartera, que está sobre la mesa, y le doy cuarenta dólares.

—Llévalas a comer —le digo—. Buena idea.

—Gracias —dice, y se guarda el dinero en el bolsillo.

Susan y yo vamos andando hasta la estación del tren; le dejamos el coche a Sherika-Christine.

—El otoño ya está aquí, mañana hay que atrasar los relojes, podríamos limpiar las hojas este fin de semana —le digo mientras vamos por la acera.

Mi sueño es pasarme el sábado trabajando en el jardín, limpiándolo de hojas.

—Tenemos que darle un año.

—Y luego qué, ¿la metemos en un asilo?

—Me refiero a la casa: tenemos que darnos un año para acostumbrarnos a ella.

Hay una pausa; un cuervo gigante levanta el vuelo delante de nosotros.

—Necesitamos cortinas en el dormitorio, hay que enlechar las baldosas del baño de arriba, todo me está empezando a molestar.

—No todo puede ser perfecto.

—¿Por qué no?

Sentado junto a Susan en el tren, me siento como un extranjero, no sólo como una persona de otro país, sino de otro planeta, como una persona sin costumbres o formas de ser, como alguien que parece antipático, pero al que lo que le ocurre en realidad es que con frecuencia se le va el santo al cielo. Pienso en Susan, en lo que significa estar casado con alguien de quien no sé nada.

—Todo este ir y venir es extenuante —le digo.

—Son sólo dieciocho minutos más que desde la 106.

—Pues parece más lejos.

—Lo es —dice—, pero viajas más deprisa.

Pasa la página.

—¿Alguna vez te preguntas en qué pienso?

—Sé lo que piensas, manifiestas todos tus pensamientos.

—No todos.

—El noventa y nueve por ciento —dice.

—¿Te molesta eso?

—No —dice—. No todo es importante, no todo es cuestión de vida o muerte, por más que lo creas.

No sé qué contestarle.

Llegamos a la estación central. Susan se guarda el libro en el bolso y baja del tren.

—Llámame —le digo.

Cada mañana, cuando nos separamos, hay un momento en el que temo que no la volveré a ver. Desaparece entre la multitud y pienso que eso es todo, que se acabó, que no volverá a haber nada entre nosotros.

Veinte minutos después la llamo a su oficina.

—Sólo quería asegurarme de que has llegado bien.

—Aquí estoy —dice.

—Quiero algo —confieso.

—¿Qué quieres?

—No lo sé —digo—. Más, quiero algo más.

Pienso en un vínculo, quiero un vínculo.

—Quieres algo que no tengo —me contesta.

Estoy en mi escritorio, divagando, recordando el verano en que mis padres se divorciaron y cancelaron mi bar mitzvah1 debido a la falta de interés de todas las partes implicadas.

—No puedo ni imaginarme celebrarlo —me dijo mi madre—. No me veo haciendo nada con tu padre. ¿Y tú? Creo que sería muy incómodo.

Mi padre me dio cinco mil dólares para «compensarme» y me preguntó:

—¿Es suficiente?

Me pasé mi decimotercer cumpleaños con él en la habitación de un hotel de Nueva York, comiendo un pastel helado de treinta y un sabores con una mujer cuyo nombre mi padre no recordaba.

—Cuéntale a mi amiga cómo te va en el colegio, cuéntale qué haces para divertirte, cuéntale todo sobre ti —decía una y otra vez, y yo no quería más que gritarle: «¿Y cómo diablos se llama tu amiga?»

El fin de semana del Día de los Caídos1 mi madre se casó con su «amigo» Howard y se fue de segunda luna de miel durante ocho semanas, y a mí me mandaron a la nueva casa de mi padre, en Filadelfia.

Tenía una pequeña habitación para mí, hecha en lo que había sido un vestidor. Mi padre estaba estudiando cocina, aprendiendo las mil y una cosas que se pueden hacer con un wok. Todos los días venían mujeres diferentes a cenar con él.

—Me estoy dando la gran vida —me decía mi padre—. Tengo todo lo que quiero.

Cenaba con mi padre y sus parejas y luego pedía que me excusaran y me escondía en mi armario.

Me pasé el verano en la piscina, viviendo totalmente en el agua, con la máscara y las aletas. Me enamoré del fondo de la piscina, que era como una segunda piel, resbaladiza, sedosa y celeste. Me pasé días enteros andando de un lado para otro, tratando de descubrir el punto exacto en el que podía tocar el fondo con los pies y mantener la cabeza fuera del agua.

—Es de vinilo —oí que le decía a alguien el salvavidas.

La extrema quietud del cielo, el aire caliente, sin oxígeno, el agua fuerte como lejía: todo aquello era cegador, estéril, electrizante, perfecto.

La única persona que iba también regularmente a la piscina era una chica que había estado hasta hacía poco en el manicomio por no comer. De una delgadez deforme, se embadurnaba con bronceador, se tumbaba y tomaba el sol. Sólo le permitían bañarse una hora al día, y a mediodía venía su madre con una bandeja y tenía que comerse todo lo que le traía.

—O te llevo de vuelta —le decía su madre.

—No abuses de mí. No me trates como a una niña.

—No te comportes como una niña.

Y entonces la madre me miraba.

—¿Quieres medio bocadillo?

Yo asentía y ella me daba medio bocadillo, que me comía sin salir del agua, con la máscara puesta y los pies tocando el fondo.

—Ves —solía decir la madre—. Él sí que come. Y no sólo come, sino que no deja ni una miga.

—Porque está en el agua —respondía la chica.

Por la noche me metía en mi cueva y leía las postales de mi madre: «Venecia es tal como me la imaginaba. Francia es asombrosa. El teatro de Londres es mucho mejor que el de Broadway. Pienso en ti, espero que estés pasando un verano fabuloso. Te imagino nadando por toda América. Besos. Mamá.»

«Seguimos siendo tus padres, sólo que ya no estamos juntos», se convirtió en la nueva muletilla.

Más tarde, al empezar a salir con chicas, cuando iba a sus casas, sus padres y madres me preguntaban: «¿Qué hacen tus padres?», y yo solía responder: «Están divorciados», como si fuera un trabajo de jornada completa. Ellos me observaban, inmediatamente despectivos, como si yo también estuviera condenado al divorcio, como si la inestabilidad doméstica se transmitiera genéticamente.

Y luego, todavía más tarde, hubo familias de las que me enamoré. Me acuerdo de estar sentado a la mesa de los Segal, sorbiendo alegremente una sopa de pollo, cuando advertí que Cindy Segal, que estaba de pie junto a mí, con la cesta del pan en la mano, me miraba con desagrado.

—No eres más que uno de tantos —dijo, dejó caer el pan y rompió conmigo sin más ceremonias.

Demasiado sorprendido para tragar, sentí que la sopa me corría mandíbula abajo.

—No te vayas —me dijo la señora Segal mientras Cindy subía a su habitación. Después de eso los Segal me llamaban de vez en cuando.

—Cindy no estará, ven a visitarnos —me decían.

Fui un par de veces, y luego Cindy ingresó en una secta y nunca volvió a hablar con ninguno de nosotros.

Mi madre solía decirme: «Cásate con alguien conocido, cásate con alguien con quien tengas algo en común.» La falta de calor de Susan, el vacío, la carencia de un algo indefinible, eran cosas que me resultaban familiares. La sensación de que ella estaba afuera, esperando a que la invitaran a entrar, era algo que teníamos en común.

Susan nunca me pidió cuentas sobre mi pasado, nunca se detuvo a preguntarme:

—No me vas a hacer daño, ¿verdad? No tienes ninguna enfermedad rara, ¿verdad? No estás casado, ¿verdad?

Me miró una vez, directa, serenamente, y me dijo:

—Bonita corbata.

Eso fue todo.

Por la mañana, después de pasar nuestra primera noche juntos, reordenó mis muebles. Inmediatamente, todo tuvo mejor aspecto.

Es media tarde; me he pasado el día ensimismado en mis pensamientos. Tengo contratos esparcidos por el despacho a la espera de que los revise. Afuera está oscureciendo. Me he pasado todo el día pensando en la casa y en la señora Ha, y ahora voy hacia nuestro antiguo apartamento como un sonámbulo. Mientras ando pienso que voy a volver a ver al tendero de la esquina, a subir en el ascensor con Willy, el ascensorista, a oler la comida que cocinan los vecinos. Creo que una vez que esto pase me sentiré mejor y volveré a ser yo mismo. Camino tres manzanas antes de darme cuenta de que voy en dirección equivocada. Ahora debo dirigirme a Larchmont, sí, a Larchmont, pues la ciudad residencial en la que vivo lleva el mismo nombre que el pueblo situado a orillas del Lago Ness. Me dirijo rápidamente a la estación. Cuando subo al tren tengo la sensación de que se me olvida algo. Escucho mis mensajes: Susan me ha dejado uno, algo sobre un cliente, sobre haber fallado, que ella tiene la culpa y se queda hasta tarde. «No sé hasta cuándo», dice, y entonces entramos en el túnel y se pierde la cobertura.

Voy a casa. Me imagino que cuando llego Sherika me dice que la señora Ha ha desaparecido otra vez. Me imagino que me pongo ropa de cazador —un chaquetón de lana rojo y negro, un chaleco naranja y un sombrero especial— y que me voy a buscarla llevando un silbato de madera que he tallado yo mismo: un llamasuegras. Me imagino que la señora Ha oye el oscilante tintineo de mi llamada: señora Haa… señora Haaa… señora Haa… señora Ha Ha Ha… señora Haaaaaahhhh, que termina con una entonación aguda. Ella despierta de su estado de ensoñación, mueve la cabeza en dirección al sonido de mi silbato y es invitada a volver a casa de una forma tan mística como cuando sintió la llamada que la hizo salir.

Llamo a Sherika y le pregunto:

—¿Puedes quedarte un rato y vigilar a la señora Ha?

Cojo un taxi en la estación, donde se da el raro fenómeno suburbano de los taxis compartidos, de desconocidos que se apilan y se meten en la parte de atrás de un coche, con los maletines en sus regazos como escudos, tras lo cual cada uno da su dirección y salimos para un viaje loco, en el que el conductor desgarra las calles y azota las esquinas hasta depositarnos a la entrada de nuestras casas por siete dólares por cabeza.

Casa. El cielo estará oscuro en cinco minutos, en el patio trasero ya están encendidos los reflectores. Kate y la señora Ha están en el jardín, acuclilladas, con los codos apoyados en los muslos y las nalgas hacia atrás, como si fueran a cagar.

—¿Qué está haciendo, señora Ha?

—Estoy pensando, Georgie. Y estoy descansando.

La situación tiene algo de espantoso: Kate imita a la señora Ha, cuyos gestos resultan grotescos y cuyas extremidades parecen de goma, como las de los payasos circenses, que se contorsiona para llamar la atención, más viva de lo que yo estaré nunca. Su libertad y su expresión de concentración me aterrorizan: dudo entre interrumpir o, simplemente, observar.

—Estamos plantando el jardín —dice Sherika mientras yergue totalmente su metro ochenta de estatura—. Me las llevé al vivero después de comer. Estamos plantando bulbos para la primavera.

—Son tulipanes —dice Kate.

Sherika deja caer sesenta y nueve centavos de cambio en mi mano y, sin saber por qué, me siento culpable, como si hubiera debido darle cien dólares o mi tarjeta de crédito.

—¡Qué buena idea! —digo.

—Ya estamos acabando. Vamos, damas, entremos a lavarnos las manos.

Las sigo a la cocina. Se lavan las manos y luego me miran, como si esperaran que yo tuviera algo pensado, un plan de lo que vendría a continuación.

—Vamos a dar una vuelta —digo, incapaz de aguantar la ansiedad que me produce quedarme en casa.

Sin saber adónde ir, las llevo al supermercado. Sherika se ocupa de la señora Ha y yo de Kate, y vamos de un lado para otro por los pasillos, llenando el carrito.

—¿Eres la niña de los ojos de tu papi?

Un dependiente de la sección de verduras le tira del pelo a Kate y luego me mira.

—Ahora hay muchos niños chinos. Nadie los quiere, así que los regalan. La hermana de mi mujer adoptó a uno. Si no los adoptan, los ahogan como si fueran gatitos. No quieres que te ahoguen, ¿verdad cariño? —dice mirando otra vez a Kate.

—No es adoptada. Es mía.

—Ah, perdón —se disculpa el tipo, aturdido, como si hubiera dicho algo incluso más insultante que lo que ha dicho—. Perdón. —El tipo retrocede.

¿Perdón por qué? Miro a Kate. Tiene la cabeza demasiado grande. Su piel tiene un raro tono amarillo ictericia, y ahora se ha puesto a jugar con los melones, que tira al suelo. Se me ocurre que el tipo tal vez haya pensado que no está bien de la cabeza.

—¿Encontró todo lo que necesitaba? —me pregunta Sherika mientras pasamos por delante de los productos congelados en dirección a la caja.

—Sí, ya he terminado.

En un centro comercial al otro lado de la calle diviso una tienda de productos asiáticos. El semáforo cambia y me meto en el aparcamiento.

—Mira eso —dice Sherika.

Es pequeña y cochambrosa, como de otro mundo. Los estantes son de tela metálica, y hay cosas que flotan en contenedores llenos de hielo medio derretido, ninguno de los cuales está demasiado limpio. La señora Ha va de un lado para otro haciendo acopio de latas de especias y botellas de vinagre. Parece feliz, como si hubiera recuperado su ser, y charla con el tipo que está detrás del mostrador.

Me muestra las verduras frescas: castañas de agua, col de Shanghai, «Bau dau gok», dice, «judías verdes finas». Hojas de loto, un pedazo de azúcar moreno. Luego se inclina sobre un congelador y me pasa una bolsa que dice ALBÓNDIGAS DE PESCADO CONGELADAS. Me da otras escritas en chino.

—Fatt choy? —le pregunta al hombre que está detrás del mostrador, y éste le señala dónde está.

—¿Qué es? —le pregunto.

—Musgo negro —dice ella.

—Pero ¿qué es en realidad? —insisto.

Se encoge de hombros.

Quiero que la señora Ha se sienta cómoda. Si las algas prensadas son para ella lo que el puré de patatas es para mí, quiero que se lleve diez paquetes. ¿Por qué no? Empiezo a coger cosas de la estantería y a ofrecérselas.

Ella niega con la cabeza y continúa comprando.

El hombre que está detrás del mostrador le dice algo y ella se ríe; estoy seguro de que se ha referido a mí. Oigo algo sobre tres gargantas, y sobre agua, y luego un montón de chasquidos de la señora Ha. El hombre habla con rapidez y pasa una y otra vez del chino a un inglés chapurreado, y viceversa. Ella le responde: su pronunciación es súbitamente rítmica, su acento se ha transformado en diptongos puros, en una larga u que suena como un antiguo salmo.

El hombre coge una pequeña y hermosa caja de un estante de debajo del mostrador. La señora Ha emite un suave murmullo antes de abrirla.

—Nidos de golondrina —dice el hombre—. Muy buena calidad.

—¿Qué es un nido de golondrina?

El hombre sopla burbujas de saliva hacia mí. Babea intencionadamente y luego se sorbe la saliva.

—La saliva de la golondrina —dice moviendo los brazos.

La señora Ha se busca dinero en los bolsillos, no encuentra nada y me mira como para preguntarme: ¿puedo comprarlo?

—Claro, ¿por qué no?

—No sentirme tan en casa en mucho tiempo —dice ella.

—Vuelva pronto —dice el hombre cuando salimos—. Juegue al bingo.

Mientras llevo dos bolsas con la compra hasta el coche me imagino que la señora Ha empieza a salir con ese hombre: me veo rastreando chips de posición gemelos, dos puntos, uno encima del otro. Tomo nota mentalmente de que he de preguntarle a Susan si le está permitido salir con hombres a la señora Ha.

En el coche, mientras vamos a casa, la señora Ha pregunta:

—¿Te gusta Sony? El señor Sony hizo la grabadora y el señor Nixon se hizo amigo de los chinos. Luego el señor Nixon la jodió y ahora el señor Sony ha muerto, leí en tu New York Times. —Se ríe—. Viejos estúpidos.

Kate está tumbada en el suelo frente a la televisión. La señora Ha está en la cocina haciendo una sopa. Sherika va en el coche camino de la estación; lo dejará allí y se irá a su casa en Queens. Susan lo recogerá y vendrá a casa, a nosotros.

—¿Qué es ese olor? —dice Susan nada más cruzar la puerta.

—Tu madre está haciendo una sopa.

—Ese olor me resulta tan familiar, que me sobresalté, pues pensé que tenía una alucinación.

—¿Todo va bien?

La miro intentando saber si miente, si hay algo más detrás de lo que dice.

—Sí, todo anda bien —dice—. Se puso un poco histérico. Se cayó un pequeño pedazo de pared. No tuve la culpa, pero me sentí fatal. Pensé que había hecho algo mal.

No le digo que me preocupaba que no volviera. Ni que me las llevé a todas al supermercado porque la idea de quedarme solo en casa con las tres, sin razón aparente, me aterrorizaba.

—La cena está lista —anuncia la señora Ha.

—Parece deliciosa.

Miro mi bol. Hay cosas blancas y cosas negras que flotan en la sopa, nada que pueda reconocer. Supongo que son champiñones.

—Está caliente —dice Kate, que tiene la cara sobre el bol y sopla el vapor que sale de él como si fuera un dragón.

Susan, en silencio, mira el suyo.

Es un caldo fuerte, suculento. Lo sorbo. Son pellejos, pellejos y huesos, pequeños huesos, suaves como minúsculos dedos, que se te derriten en la boca.

Miro a Susan.

—¿Patas? —le pregunto en latín. Asiente.

No añado nada más. No quiero que Kate se sienta mal: no se da cuenta de lo que come. Y es evidente que la señora Ha está disfrutando.

—Georgie me llevó de compras —comenta la señora Ha.

—Comí tarde —dice Susan, que se lleva su bol a la cocina.

Después la oigo hablar por teléfono en voz baja con su hermano:

—Ha intentado envenenarme: hizo sopa de patas de pollo.

Levanto el teléfono de la cocina y espero que no oigan el clic.

—¿Dónde compró las patas?

—Creo que él la está ayudando.

—¿Quién?

—Geordie.

—¿Por qué?

—Me odia.

Cuelgo.

Cuando era niño, mi madre hizo unos pastelitos para celebrar mi cumpleaños, y llevé unos cuantos al colegio. El maestro nos dijo que le escribiéramos notas de agradecimiento, lo que hicimos con lápiz grueso en hojas de papel pautado. Querida señora Harris, gracias por los deliciosos pastelitos. Nos gustaron mucho. Atentamente, Geordie.

—«Querida señora Harris» y «atentamente, Geordie». ¿Cómo se le puede enviar una carta así a una madre?

Todavía cuenta lo divertido que fue aquello. Y cuando telefonea y respondo, me dice:

—Soy la señora Harris, tu madre.

Estamos en la cama. Susan está leyendo. Miro por encima de su hombro: es la página 297 de A sangre fría, y hay una descripción de Perry Smith, uno de los asesinos: «Parecía haber crecido sin orientación, sin amor.»

—Me siento solo —le digo.

—Lee algo —dice mientras pasa la página.

Voy abajo y le preparo a Susan un bol de helado.

—No soy tu enemigo —le digo cuando se ha comido el helado, después de que le he ayudado a terminarlo, mientras lamo el bol y lo deja.

—No sé si eso es cierto —responde al tiempo que coge el bol y lo deja en el suelo—. Te comportas como si estuvieras de su parte.

—¿Y qué parte es ésa?

—La de la muerte, la de las cosas pasadas.

—¡Vamos, por favor! —le digo, pero hay algo de cierto en lo que dice: estoy del lado de las cosas perdidas, estoy en el pasado, recordando—. Me asustas —añado—. Te estás volviendo un extraño monstruo minimalista del infierno.

—Así soy —dice Susan—. Ésta es mi vida. Tú te estás entrometiendo.

—Ésta es nuestra familia —le digo, horrorizado.

—No quiero ser china —me dice Susan—. Me he pasado toda mi vida intentando no serlo.

—Pero Kate es medio china y le gusta —le digo tratando de hacer que se sienta mejor.

—No me gusta esa mitad de Kate —contesta Susan.

Algo me despierta. Escucho, alerta, con el corazón palpitante. El silencio extremo de la noche suena a todo volumen. La luna se derrama por la habitación como la luz gigante de una mesilla. Afuera los árboles están quietos: es evocador, romántico, profundamente otoñal. Noche.

Y ahí está, a lo lejos, captándome, es una especie de gemido, una queja triste.

Bajo al recibidor, cada paso suena amplificado, cuanto más silencioso intento ser más ruido hago.

Voy a ver a Kate: está totalmente dormida.

Se vuelve más que un gemido: profundo, inconsolable, resonante. No hay eco, cada bendito rugido llega y luego desaparece, se desvanece en la noche.

Abajo, la señora Ha está acurrucada en un rincón de la sala, como una mesa nueva. Está junto al sofá, acuclillada, con las manos en las orejas, llorando. Está desnuda.

—¿Señora Ha?

No responde.

Su lloro, desgarrador, perentorio, lleno de horror, de pena, de temor, proviene de un lugar lejano, de un punto en un tiempo remoto.

Le toco el hombro.

—Soy Geordie. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Se encuentra bien?

Enciendo la lámpara pisando el interruptor; la luz de la bombilla halógena inunda la habitación. Las sillas Le Corbusier de Susan están patas arriba, como apretadas cajas de cuero negro; una mesa Prouve, traída de Francia, yace plana, como si esperara algo; es un toque modernista, disonante, que contrasta con el resto, que es de estilo Tudor, con la piedra, con los marcos de las ventanas, mientras la señora Ha, mi suegra china, solloza a mis pies. Apago la lámpara.

—¿Señora Ha?

Le paso las manos por los sobacos y tiro de ella para levantarla. Es compacta como un oso panda, como

si estuviera hecha de un metal pesado. Tiene la piel apergaminada y gruesa a la vez, como el cuero de una res. Se cuelga de mí, aferrándose.

La llevo a su cama. Llora. Encuentro su camisón y se lo pongo por la cabeza. Cuando llora, se le abre la boca, los labios se le retraen, el mentón se le va hacia arriba y se le ven los dientes y la mandíbula, lo que hace que su cabeza recuerde la de un caballo. Es como si le hubieran dicho algo horrible; su cara se contorsiona. Por su aspecto parece un hallazgo antropológico: a sus ochenta y nueve años es un esqueleto viviente.

Le acaricio el pelo.

—¡Quiero ir a casa! —aúlla.

—Está en su casa.

—¡Quiero ir a casa! —repite.

Me siento en el borde de la cama y la abrazo.

—Quizá fuera la sopa, quizá la cena no le sentó bien.

—No, siempre he tomado sopa para cenar —dice—. No es la sopa lo que no me ha sentado bien, soy yo quien no se siente bien conmigo.

Deja de llorar.

—Van a inundar mi casa, lo leí en el New York Times. Construyen las tres gargantas, la presa, y todo quedará inundado.

—¿Quién? —le pregunto.

—Tú —dice. No sé de qué me habla.

La señora Ha alarga la mano para rascarse la espalda, entre los hombros.

—Tengo algo ahí —dice—. Pero no puedo alcanzarlo.

Me imagino el parpadeo del pequeño punto verde del detector.

—No se preocupe. Ya ha pasado todo.

—No tienes ni idea —me dice mientras se va durmiendo—. Soy vieja, pero no estúpida.

Cuando se duerme, vuelvo a la cama. Estoy empapado en sudor. Susan se vuelve hacia mí.

—¿Va todo bien?

—La señora Ha estaba llorando.

—No la llames señora Ha.

Me quito la camisa, pensando que debe oler a la señora Ha. Huelo como la señora Ha y sudo y tengo miedo.

—¿Cómo quieres que la llame?

—Tiene nombre —dice Susan, enfadada—. Llámala Lillian.

No puedo dormir. Pienso que tenemos que llevar a la señora Ha a su casa. Me imagino un viaje familiar, un reencuentro de la señora Ha con su país, de Susan con sus raíces, de Kate con sus antepasados. Siento que necesito saber más. Una vez leí una historia en una revista de viajes sobre un hombre que hacía una excursión en bicicleta por China. Me imaginé un camino largo, un paisaje rural. El hombre de la historia se cayó de la bicicleta, se rompió la cadera y se quedó en la cuneta hasta que se dio cuenta de que por allí no pasaba nadie, y entonces se hizo un bastón con la bicicleta rota, se levantó y se arrastró hasta que llegó a un pueblo.

 

[HASTA QUE EL CUENTO AGUANTE]


“Cuando todo esto pase” podréis leer Cosas que debes saber, de A. M. Homes (Anagrama, 2005), en traducción de Javier Martínez de Pisón. [Aviso legal]

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