Funciona casi como un cuento de fantasmas, pienso mucho en ese cuento, no sé qué más decir.
Recomendación de Jorge de Cascante, traductor, editor y escritor. Ha colaborado con medios como La Vanguardia, VICE, El País, Apartamento, ICON, Vanity Fair, GQ o Tentaciones. En Blackie Books ha editado, entre otros, El Libro de Gloria Fuertes (2017), El Gran Libro de los Perros (2018) y El Libro de Gila (2019). Ha traducido obras de autores como Quentin Blake, David Sedaris o William Steig, y es autor del libro de relatos Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo (Blackie Books, 2019).
Japonés, de Rodolfo Fogwill
¡El lechón…! ¡El lechón con cerveza…! —Gritó el Japonés desde cubierta.
Y yo, en la cabina, trataba de calcular nuestra posición: eran las 21.30 Greenwich, las 18 hora local, la que usábamos a bordo. El sol se había puesto a las 17 y a pesar de las nubes, pude bajar un par de astros. Hacía noventa horas que navegábamos nublado y nublado y la posición estimada por la corredera de nudos y alguna corrección de radiogoniómetro no estaba tan mal: quince millas de error.
Pero el grito del Japonés me recordó el lechón.
Lo habíamos estibado en el fondo de la freezer, la tarde que salimos de Mar del Plata, hacía ya ciento doce horas.
Lo habíamos comprado en la rotisería del puerto. Allí estuvimos varias veces abasteciéndonos de conservas y bebidas y el último día, cuando pasamos para encargar media docena de pollos, charlábamos con el vendedor y el Japonés descubrió los lechones. Chicos, tres o cuatro kilos, quisimos comprar un par. El patrón, que sabía que la tarde siguiente zarparíamos a Brasil, nos recomendó que ni los llevásemos. Según él estaban muy condimentados, por eso nos aconsejó comprarle un lechón crudo, para que lo hiciésemos asar en el horno de panadería de la base naval, donde el concesionario era cuñado o primo de su mujer.
Agradecidos, nos fuimos con un lechoncito blanco y limpísimo. Lo acababan de cuerear pero le habían dejado puestos los ojos. Redondos, marrones, grandes: eso impresionaba. El napolitano de la panadería naval se llamaba Palumbo y como le gustaban los veleros no nos quiso cobrar. Lo asó envuelto en aluminio y lo trajo a bordo la mañana siguiente. El Japonés le mostró el Chila, la maniobra y los detalles de carpintería interior.
Los escuchaba hablar entusiasmados mientras hacía lugar para el lechón, aún tibio, en el fondo de la freezer.
Terminaba de anotar la posición en el libro de a bordo y recordé la cara del napolitano cuando entreabrió las láminas de papel metálico para mostrarnos la piel dorada del lechón. Los ojitos se habían achicado y estaban secos. Esa noche lo comeríamos:
—¡Uy… El lechón…! — grité al Japonés.
—¡Termino de estimar la posición y lo busco! .
Estábamos en 21Q 13′ lo» Sur y 44Q 00′ 09″ Oeste o en un círculo de cinco millas alrededor de ese puntito de la carta. El Chila avanzaba a 7 nudos con mayor, mesana y genoa dos. Levábamos rumbo 17Q, soplaba Este, empezaba el cuarto día de navegación y pensé si el lechón habría perdido sabor a causa del frío del freezer.
—¿Qué horas son…? —Preguntó el Japonés desde cubierta.
—Las seis —mentí. Eran las siete en Río, hora que habíamos adoptado para el uso a bordo y para rotar las guardias. No quería que el Japonés, que acababa de hacerse cargo de la guardia, me apurase con la cena.
Encontré el chancho al fondo de la conservadora. Se había corrido a sotavento, hacia babor.
La temperatura de la freezer era baja —menos doce según el termostato—, y la humedad nula, cuatro por ciento. en contraste con la atmósfera del barco: veintitrés grados, noventa y cinco por ciento de humedad.
Miré el lechón mientras se descongelaba bajo la lámpara de la mesada. Estaba perfecto. No me gustan las carnes naturales a bordo. El pollo, especialmente, aunque esté en la congelador siempre se descompone, suelta una gelatina amarillenta de gusto subido y en cuanto se descongela absorbe humedad del ambiente y toma una consistencia acartonada que me resulta más desagradable que la carne medio podrida de vaca o cordero que tantas veces debí masticar disciplinadamente.
Arriba el Japonés insistía con la cerveza: —¡Animal…! Con vino… El lechón va con vino… —Le dije, dando a entender que la cena estaba lista.
—No… ¡Con cerveza! Con cerveza, lechuga, tomate y si queda mayonesa, con mayonesa —me respondió.
Quedaba ensalada de la mañana, bastó condimentarla y en un par de minutos serví la cena en la dinette, donde el Japonés había dejado naipes, revistas de historietas, documentos y una campera húmeda sobre la mesa.
—¡Antes de comer, ordená esta roña…! —Re clamé, y me senté frente al timón fingiendo calibrar el automático para justificar que él se hiciese cargo de su responsabilidad.
Pero no fue necesario calibrar: las velas estaban bien establecidas y seguía soplando viento Este clavado, la misma brisa que nos acompañaba desde la partida de Mar del Plata.
Por las noches refrescaba —alguna vez llegó a soplar más de treinta nudos—, con el amanecer empezaba a desinflarse y a mediodía calmaba y caía a cuatro o cinco nudos. Cuando empezaba a bajar el sol volvía a refrescar y al atardecer soplaban diez, quince, dieciocho o veinte nudos.
A la puesta del sol se producían unos cortos borneos al norte, que nos sorprendían con las velas abiertas y provocaban repentinas flameadas que frenaban al barco. Pero esa tarde no fue necesario calibrar el piloto, pues al minuto de bornear volvía a soplar del este y se restablecía la marcha normal del Chila.
Abajo puteaba el Japonés. No le gustaba ordenar. Sólo servía para trabajos de mantenimiento, mecánica, reparación de velas, hacer gazas, reponer el agua de las baterías o controlar el remanente de agua potable. Odiaba timonear, establecer las velas, hacer maniobras en la proa y estar en cubierta bajo la lluvia o cuando el mar mojaba: odiaba todo lo bueno de navegar.
Por eso nos complementábamos. Llevábamos más de cinco mil millas navegando juntos: una traída del Veracruz de los Sotelo desde Marbelhead a Punta del Este, un crucero en El Maula desde San Fernando a Florianòápolis, docenas de cruces Mar del Plata—Buceo y Buenos Aires—Punta, y ahora este trabajo de llevar el Chila desde el club Mar del Plata a la marina de Botafogo, frente al departamento de su nuevo dueño, un tal Kuperman. Rarísimo: había sido rabino en la Argentina, después estuvo veinte años en la India estudiando filosofía, y después tomó ciudadanía yanqui. De viejo, se casó con una bailarina de ballet que se gastó la herencia de los padres para comprarle el Chila: habían pagado tres cientos cincuenta mil dólares por este barco, y ahora él estaba en Brasil por un año, dirigiendo una fundación norteamericana, y la mujer se había quedado en Chicago, dando clases de danza oriental, sin marido y sin barco.
Cuando me comentaron el precio del Chila calculé que la tipa había gastado trescientos dólares por centímetro, treinta dólares por milímetro. Y una vez que comíamos jamón el Japonés se reía solo y cuando le pregunté por qué reía me dio que pensaba en el Chila cortado en fetas finísimas como jamón, cada una de las cuales costaría más que un kilo de jamón. A él nunca se le hubiera ocurrido calcular por milímetro el precio de un barco. Pero yo jamás habría comparado un barco ni una feta de barco con un fiambre por más apetecible que estuviera en aquel atardecer tan lejos de los buenos restaurantes del mundo. Era brillante el Japo.
También en eso nos complementábamos.
Lo conocí en 1973, la tarde del 29 de diciembre, en el Yacht Club de Buceo. Necesitaba estar el 31 en Punta del Este —en el «este», como dicen los orientales—, no tenía ganas de subir a la ciudad para tomar un ómnibus y por entonces el taxi costaba una fortuna. Anduve preguntando si alguien se embarcada para la Punta y entonces —me lo presentaron: —Dumas, encantado… —Le di la mano.
—Orlando, un gusto —respondió—. ¿Argentino…? —Sí —dije—, ¿vos también…? —No, paraguayo de nacimiento, pero criado en San Fernando… ‘ Le habían pagado para llevar un crucero de lujo a Punta. Había entrado en el Buceo porque amenazaba pampero y como muchos de los que andaban remoloneando por el muelle matando el tiempo, esperó un día, esperó dos, y el pampero no terminaba de largarse. El barómetro seguía bajo, por eso nadie se animaba a salir. A las siete de la tarde me dijo: Si no refucila, a las nueve nos mandamos.
—Perfecto —dije y quise saber cómo era el barco.
—Así, así, más o menos… —me explicó figurando un gesto de bamboleo o de duda con la mano derecha y me lo señaló. vi el barco: un crucero de lujo, pensado para pasear por el Delta del Paraná, nada adecuado al mar abierto. Tenía dos motores nafteros de trescientos caballos que se jalaban cerca de cien litros por hora sin rendir más de veinte nudos: mil litros de Buenos Aires a Punta del Este, una locura.
—Tiene seguro. Nos andamos pegados a la costa y listo… —Me tranquilizó.
—Yo nado bien —le contesté.
—Yo también. ¿Dormiste anoche? La pregunta era obligada. Aquellas —noches nadie solía dormir. La gente subía a Montevideo a tomar, había uruguayos y turistas que te invitaban a sus casas, había guitarreadas, mesas de pócker y firmadas en el puerto y de mañana todo el mundo iba a la playa a nadar o a tomar mate mirando el horizonte y las nubes con apariencia de pampero que seguían quietas, como el agua mansa del río.
—Sí, apoliyé toda la noche, hasta las dos de la tarde —le contesté.
—Mejor. Si nos hundimos vamos .a tratar de salvar algo para nosotros…
—Bien —respondí. Pero a bordo era un puro lujo, cristalería, cubiertos, almohadones con pieles, nada que valiese la pena robar.
—¿Qué salvarías si se hunde? —le pregunté.
—El champán: en la sentina hay seis cajones de champán de la embajada chilena. El champán, para festejar —dijo el Japonés.
Lo imaginé nadando con un salvavidas y un cabo a la rastra con seis cajones de champán y me gustó el tipo: seguro, franco. Quise saber: —¿Por qué te dicen Japonés…? —Por achinado —dijo señalándose los ojos chiquitos—. ¡Y porque jugaba al béisbol…! Una vez, de pendejo, jugaba en un equipo de japoneses y una tipa me empezó a gritar en japonés «gua gua gua», creyéndose que yo era de la colectividad… —Explicaba.
—Japonés es el que dibujó este barco —lo interrumpí.
—Sí. ¡Picasso no era! Fijáte que el fondo, que aguanta toda la hotelería y las máquinas, lo hicieron de una pulgada de cedro y al espejo, que está de puro adorno, le metieron lapacho de 35 milímetros para darle pinta…
No le creí, —pero rato después, al recorrer el barco, pensé que aunque el Japonés exageraba, era una de las peores entre las tantas cosas mal calculadas que flotan por el Río de la Plata.
Oscurecía en Montevideo. Soplaba Noroeste y no se veía una nube. El barómetro seguía bajo y hasta en la pesadez de las conversaciones de la gente del muelle se notaba venir la tormenta.
Miré al Sur y al Suroeste: ni un relámpago, ni un cambio en el dibujo de las nubes.
—¿Y qué hacemos…? —Dudé.
—Nos piramos —decidió.
A las nueve y media dejamos la amarra de Buceo. Algunos conocidos nos desearon suerte.
Desde un cadete fondeado cerca de la saliva un gordo preguntó: —¿Llevan paraguas? —No… ¡Comida pa’ las medusas! —gritó el Japonés.
El gordo riendo, con su jarrito de aluminio en la mano fue lo último que vi del puerto. Después me acordé mucho de él. El Japonés puso rumbo al Este y aceleró. Los motores giraban a dos mil vueltas y salimos haciendo cerca de quince nudos: llegaríamos a Punta entre las dos y las tres de la madrugada.
Al rato me cedió el comando. Traté de tomarle la mano, nada fácil: no bien creía haber logrado una buena combinación de aceleradores y timón, y en cuanto mis reflejos se habían organizado para administrarla, una repentina desviación me obligaba a restablecer el equilibrio, generalmente, al precio de un cambio de veinte y de hasta treinta grados en el rumbo.
En cabina, recostado en un diván de piel de cebra, el Japonés leía una historieta. De a ratos se incorporaba para controlar el rumbo en el compás de la timonera interior y cuando me descubría alguna desviación vociferaba:
—¡Eha, eha cochero…! Y yo lo mandaba al carajo porque los brazos me dolían, no tanto por el esfuerzo, sino por la concentración inútil que requería ese barco.
Rolaba quince grados, casi sin olas y como al inclinarse hacia una banda trabajaba más el motor de ese lado, la proa enfilaba hacia la banda opuesta. No había manera de eliminar aquel efecto tan enervante.
Después de vigilarme un rato el Japonés me tomó confianza. Subió a avisar que dormiría una siesta en el camarote y me pidió que lo despertase a las doce. Bajó él, y cuando vi que las luces del camarote se apagaban me despreocupé del nimbo y lo dejé oscilar. No tenía apuro por llegar ni necesidad de ahorrar combustible.
Navegué más tranquilo y aumenté la velocidad. Los Gray giraban a dos mil quinientas vueltas, la aguja marcaba apenas veinte nudos.
Eran las diez.
En la timonera de cubierta había un receptor de radio. Sintonicé la emisora del Estado uruguayo, SODRE. Transmitían «La Traviata», estábamos en mitad del primer acto y violeta deliraba en voz alta sobre el valor de la libertad y la pasión de su joven Alfredo. El mar estaba calmo, seguía soplando suave el Noroeste y unas ondas muy remolonas nos tomaban por estribor y por la aleta, provocando el rolido tan molesto.
Pero a mí eso ya no me importaba: venía tarareando el aria de violeta, dos octavas más bajo, casi en el registro de los escapes de los Gray.
Cuando el señor Germont golpeó la puerta eran las once menos cuarto y empezaba a relampaguear en el Sudoeste. A proa se notaban las luces de Piriápolis, y aunque la oscuridad impedía calcular la distancia de la costa a babor, según la profundidad, si la ecosonda no me engañaba, debíamos tenerla a tres o cuatro millas.
Resolví acercarme y mantener el rumbo sobre la isobata de tres metros de profundidad, a una o dos millas de la costa. A las once abandoné por unos instantes «La Traviata» y sintonicé radio Provincia de Buenos Aires para escuchar el boletín meteorológico.
Llovía en Mar del Plata y en Maipú. Anunciaban vientos de regulares a fuertes del Sur y esa tarde un temporal se había desencadenado en Tandil.
Volví a sintonizar Sodre y calculé que si la tormenta estaba en Mar del Plata, corriéndose a cuarenta y cinco millas horarias, llegaría a Punta del Este una hora después que nosotros. Los relámpagos se concentraban en una zona que tenía el aspecto de un frente de tormenta. Creí ver cúmulus, pero mientras violeta despedía a Alfredo —para siempre—, decidí que esa imagen era producto del cansancio de timonear, una alucinación visual y sólo eso.
El Japonés debió haber visto el reflejo de los relámpagos porque ante de las once y media salió del camarote y subió a la timonera con dos latas de cerveza recién abiertas. Extendió sobre la mesa de navegación su revista de historietas: —¡Qué asco! ¿Leíste ésta…? —Preguntó.
—No. ¿Qué es…? —Dije. Historietas jamás han sido mi fuerte.
—Una nueva, «Maxi Tops».
Leí los titulares. Había una historieta mal ilustrada sobre cowboys y otra sobre hippies.
Osvaldo Lamborghini firmaba esta última. Me sorprendió: engañaba, debíamos tenerla a tres o cuatro millas.
Resolví acercarme y mantener el rumbo sobre la isobata de tres metros de profundidad, a una o dos millas de la costa. A las once abandoné por unos instantes «La Traviata» y sintonicé radio Provincia de Buenos Aires para escuchar el boletín meteorológico.
Llovía en Mar del Plata y en Maipú. Anunciaban vientos de regulares a fuertes del Sur y esa tarde un temporal se había desencadenado en Tandil.
Volví a sintonizar SODRE y calculé que si la tormenta estaba en Mar del Plata, corriéndose a cuarenta y cinco millas horarias, llegaría a Punta del Este una hora después que nosotros. Los relámpagos se concentraban en una zona que tenía el aspecto de un frente de tormenta. Creí ver cúmulus, pero mientras violeta despedía a Alfredo —para siempre—, decidí que esa imagen era producto del cansancio de timonear, una alucinación visual y sólo eso.
El Japonés debió haber visto el reflejo de los relámpagos porque ante de las once y media salió del camarote y subió a la timonera con dos latas de cerveza recién abiertas. Extendió sobre la mesa de navegación su revista de historietas: —¡Qué asco! ¿Leíste ésta…? —Preguntó.
—No. ¿Qué es…? —Dije. Historietas jamás han sido mi fuerte.
—Una nueva, «Maxi Tops».
Leí los titulares. Había una historieta mal ilustrada sobre cowboys y otra sobre hippies.
Osvaldo Lamborghini firmaba esta última. Me sorprendió: No seguí con el tema. Bajé a la cabina a consultar una carta —la única de a bordo—, y confirmé la profundidad y —el rumbo. En efecto, las luces que veíamos a proa correspondían a Piriápolis. Busqué un salvavidas y calcé mis botas y. mi traje de agua. Cargué en los bolsillos unas barras de chocolate que había en el botiquín y en mi bolso de mano, el único equipaje que llevé a Uruguay, agregué una cantimplora de cognac, un par de latas de cerveza, una botella de un litro de Coca Cola, una manta inglesa y un juego de herramientas en miniatura que hasta esa noche pertenecieron al dueño del barco. Cerré el bolso, lo aseguré con un cabo al salvavidas y salí a la noche cálida. El Japonés no se sorprendió, me cedió el timón y bajó a la cabina: él también quería prepararse. Al volver preguntó: —¿Se acerca…? Respondí afirmativamente. Ya no se veían las luces de Piriápolis. Sobre la costa estaba la tormenta, o había comenzado a llover. Pronto lo sabríamos.
—¿Y…? ¿Preparaste el champán…? —Pregunté bromeando, para disimular el miedo.
—No es el momento. ¿Te parece de volver…? —No, sería peor. Si la que se viene es ésa —dije señalando la zona donde se concentraban los relámpagos—, nos va agarrar justo de proa.
—Mejor… Pero mejor de todo sería que esperase… —comentó como hablando para sí mismo. Y prosiguió—: Yo le había dicho al tipo que esperásemos… Que esto no es para el mar…
Pero hoy llamó desde Punta del Este, que quería tener ahí el barco mañana mismo…
—¿Y le dijiste que se podía ir al fondo…? —Sí…
—Y qué te contestó? —Que no importaba, que se compraba otro…
—¿Tiene seguro? —Sí, el barco sí —dijo y rió, medio nerviosamente. .
Yo también reí, y para tranquilizarlo sobre mi ánimo le conté algunas tormentas que me habían tocado. Pasamos un buen rato intercambiando anécdotas.
—Yo pongo proa a la playa y listo… —Dijo él.
—Yo me bajo, sin mojarme las botas, salto a la arena y chau… —Dije yo, siguiendo su broma Era el plan más razonable. Por esa zona hay piedra, pero la mayor parte de la costa es de arena blanca y cae a pico. Si uno fuese indiferente al destino del barco, en esa zona no le sería difícil bajar a tierra casi sin mojarse los pies. Pero no es fácil cambiar ciertas costumbres: la gente se habitúa a navegar en barcos que quiere j preferiría ahogarse antes de perderlos o dejarlos hundir entre las piedras. Así nace un reflejo de miedo por el barco. Porque aquella noche no había nada que temer: viniera del Sur o del Sudeste, el pampero nos llevaría inevitablemente hacia la costa. Un chapuzón, perder el bolso con los documentos en el peor de los casos, y ganar una anécdota nueva para contar a lo largo de toda una vida cuyo futuro está fuera de discusión. Pero está ese reflejo, y el miedo —la sensación de hielo en el estómago, la garganta seca, las manos que se crispan alrededor de cualquier objeto——, era idéntico al que se puede sentir en medio del mar, cuando aparece el riesgo de naufragio. Uno es presa del hábito y se hace difícil en momentos así integrar la idea de que los barcos ajenos y hechos para pasear en lagunas no merecen ninguna consideración.
Debo haber controlado la carta un par de veces. Mi plan, al que él Japonés adhería, era mantener el barco sobre la línea de profundidad de cuatro a cinco metros. De ese modo, entre Atlántida y Punta Ballenas no había riesgo de alejarse más de una milla, o un par de millas de la costa, en el peor de los casos. A las doce consulté el reloj por última vez. Los rayos pegaban cerca y los truenos se escuchaban al cabo de veinticinco o treinta segundos. Le iba a decir al Japonés que el borde de ataque de la tormenta estaba a seis o siete millas, cuando la primer racha nos castigó. venía yo a cargo del timón y cedí el comando al Japonés. La lluvia helada parecía granizo, pero bastó mirar la cubierta, iluminada por los reflejos de la timonera, para saber que era agua y sólo agua eso que golpeaba la cara casi hasta lastimar. El mar comenzaba a arbolarse. Las luces de Piriápolis ya no se veían y el crucero enterraba la proa en las primeras olas de la tormenta.
Miré la sonda: tres metros. Navegábamos muy arrimados a la costa. En un velero yo hubiese puesto rumbo mar adentro para defender el barco, pero ahí sólo rogaba que la primera piedra que golpease el casco estuviera muy cerca de la playa. Apenas podíamos conservar la enfilación, guiñábamos cuarenta grados a cada banda y no bien se corregía el rumbo la proa volvía a cruzar el viento, arrachado y borneador, y terminábamos con un desvío de cuarenta o cincuenta grados hacia el cuadrante opuesto. La marejada grande comenzó a los diez o quince minutos. No soplaba mucho, calculo un máximo de cuarenta nudos de viento. Pero los motores girando cerca de las cuatro mil vueltas no rendían más de cinco nudos y por momentos la aguja del velocímetro caía al cero y no me pareció improbable que estuviésemos frenados y retrocediendo a la velocidad de la corriente, que debía ser de tres o cuatro nudos por lo menos.
Llegaba la ola, el barco hundía la proa hasta que la cresta se acercaba a la popa y recién entonces emergía la proa, y todo acompañado por las variaciones del ruido del motor, porque al caer la proa, durante unos segundos las hélices giraban en el aire y el régimen subía hasta el límite de cinco a seis mil vueltas.
Por suerte algo regulaba la velocidad sus pendiendo momentáneamente la alimentación de los carburadores al superar cierto nivel de vueltas.
Eso, que ocurría cada dos o tres olas, nos dejaba paralizados y sin gobierno y el barco se atravesaba más y alguna rompiente nos pasaba por encima.
Mientras tanto rolábamos, caíamos a babor más que a estribor, creo que a causa de algún error en la instalación de los depósitos de nafta. Por la banda de babor embarcábamos agua. Pensé que si tina de esas caídas se producía cuando habíamos guiñado hacia el Oeste podríamos tumbar, y me preocupé, porque hundido uno se salva, pero dando una vuelta de campana, con esa timonera a casi cuatro metros de la superficie del agua, lo más probable sería reventarse contra la arena del fondo mucho antes de respirar la primera bocanada de agua liberadora. Quise prender un cigarrillo. Saqué uno o dos Embajadores mojados del saco de aguas y finalmente el Japonés me pasó un Jockey Club que milagrosamente conservaba encendido. Sentía la garganta cada vez más seca. El Japonés me pidió algo para tomar y bajé a la cabina a buscar la Coca y el cognac y mi bolso con el cabo que había preparado para el caso de embicar en la playa o para la eventualidad, que entonces me pareció más probable, de que se plantasen los motores y tuviésemos que tirarnos al agua para que la cabina no nos chupara en la tumbada.
El interior del barco parecía una demolición.
Todo era vidrios rotos, las puertas de los muebles del salón y la cocina se abrían y cerraban alocadamente. Hacía gracia la heladera abierta con su luz azulada reflejándose en el charco de leche, manteca derretida, vino, huevos y mayonesa que se había formado en la alfombra. Prendí un Embajadores, tomé la única botella de Coca sana que pude encontrar y volví a la timonera.
Le pasé un cigarrillo prendido al Japonés.
—¿Miedo? —Pregunté.
—No —me dice—. ¡Impresión nomás! —¿Dónde está el fondeo? —Ni lo busqués, tenemos una anclita de cinco kilos y un cabo de nylon, .pero no hay como hacerlo firme, porque el fraile está con dos tornillos de adorno y no aguanta ni el remolque de una canoa isleña. Se lo avisé al dueño.
—¿Y hay bote? —quise saber.
—Sí, pero no sirve. Es un plegable: no aguanta el peso de nadie si hay un poco de ola.
—¿Qué tal nadás? —Estaba empapado por la lluvia y por el sudor dentro del traje de aguas.
—Bien. Una o dos horas puedo.
, En ese momento enmudeció la radio y se apagaron las luces del instrumental.
. —Un fusible sonó —dijo él.
Estaríamos a un par de millas de Piriápolis, donde la costa hace un recodo y tal vez pudiésemos encontrar un poco de reparo del viento. Seguimos navegando con la timonera iluminada desde abajo por los fluorescentes de la cabina. Era cerca de la una de la madrugada. Miré el reloj porque me pareció que rolábamos más lentamente. ¿Sería el sueño? Iba a comentárselo al Japonés pero se me adelantó: —Algo siento.. —Dijo.
—¿Qué..? —Algo…
Había aumentado el viento y la lluvia amainaba. Ahora eran agujitas de agua helada, menos dolorosas que las de los chubascos de la primera hora.
—¿Qué algo…? —volví a preguntar.
—No sé. ¡Tomá el timón! Y me empujó frente a la rueda a mí y bajó a la cabina.
No bien dejó la timonera traté de sincronizar los motores. Estaban en cuatro mil vueltas, bajaban a mil cuando se clavaba la proa y llegaban a cinco mil cuando al pasar la ola volvía a hundirse la proa y la hélice se soltaba a trabajar en el aire. Nunca creí que pudiera resistir tanto un Gray.
Al volver el Japo me sorprendió con una pregunta: —¿Cuánto es una bomba de dos mil litros? ¿Saca dos mil por hora o por minuto? —Por hora, seguro que es por hora —le dije, sin entender.
—Y decime, ¿cuánta agua cabe en diez metros por uno y medio por dos de ancho? —Diez mil, quince mil litros —Calculé.
. —¡Sonamos! Los pisos de la cabina están flotando. Puse las dos bombas a funcionar, vuelvo a ver si sacan…
Escuché que gritaba desde abajo: —¡No sacan un carajo…! ¡Esto se hunde! Fue ahí cuando tuve más miedo que en cualquier otro momento de mi vida.
—rapo, ¿nos tiramos a la playa…? —grité. .
—No, pará… vamos a ver.
Volvió a la timonera.
—¡Pará un motor! —me ordenó.
—Estás loco.
—Pará uno y olvidáté de ponerlo en marcha.
¿Oíste? —Amenazó.
—¿Qué querés? —Sacar el agua. ¡Ni se te ocurra ponerlo en marcha! El mismo llevó el comando de un acelerador a cero, e interrumpió el encendido. Antes de bajar a la cabina amenazó: —Ni se te ocurra arrancarlo…
Con el motor de estribor funcionando a fondo y el timón clavado hacia la banda opuesta se podía mantener el rumbo unos minutos. Después una ola volvió a dejarnos la hélice en el aire, me giró la proa y concluí recorriendo un círculo completo. Lo mismo volvió a suceder dos o tres veces, y, según la sonda, con cada rodeo me acercaba más y más a la playa: por un momento marcó un metro, no supe si de profundidad o un metro bajo la quilla, es decir, un metro y medio o un metro ochenta de profundidad como máximo.
Á la tercera o cuarta vuelta apareció el japonés gritando: —¡Meté el motor a fondo, carajo! Pero él mismo empujó con el codo la palanca del acelerador. El régimen subió a cinco mil vueltas y el barco se hizo más gobernable. El Japonés me mostró su mano izquierda, me dijo que tenía la yema de los dedos chamuscadas, pero con la poca luz que subía desde los fluorescentes no pude verlas. Me explicó, mordiéndose los labios de dolor, que había desarmado el sistema de refrigeración, conectando el caño de la bomba del motor a la sentina, para desagotarla.
por suerte, ya entrábamos en el reparo de la punta de Piriápolis. Amainó el viento y la mare jada era menos violenta. Estuvimos rondando por la bahía un buen rato hasta que otra aflojada del viento nos animó a seguir porque no había modo de encontrar ‘las balizas de entrada al puerto de Piriápolis, que no es mucho más que un zanjón.
Con medio metro de agua adentro y los motores recalentados aparecimos en Punta del Este cuando empezaba a clarear. El Japonés dormía, trabado con su cinto a la butaca del acompañante del timonel. A las cinco y media amarré al muelle de Prefectura. Lloviznaba, no había nadie despierto entre tanto barco y edificio y recién a la hora llegaron los de la aduana en un botecito. Cuando terminaron la revisión y el papeleo se llevaron al Japonés a una farmacia a hacerle curar la mano. La tuvo vendada todo ese verano pero siguió yendo y viniendo, llevando y trayendo barcos de San Isidro al Este, del Este a San Isidro, y uno que otro hasta el Brasil. En marzo del año que empezó al día siguiente de aquel pampero volví a navegar con él en un barco decente, el Fiesta, un dibujo de Rhodes, clásico, con palo de madera y unas velas Ratsey de algodón, que tendrían veinticinco años pero pintaban impecables. Esa vez hicimos Punta del Este—Buenos Aires creo que en treinta horas, con viento sur.
Y nunca más volví a subir a bordo de un crucero: había aprendido que los barcos a motor son para locos como el Japonés, hechos para pasarse la vida llevando y trayendo cosas de fondo chato y decir por ahí que son capaces de dejarlas hundir y robarse un cajón de champán porque total tienen seguro y el dueño es un gallego, aunque uno sepa por experiencia que macanean y que no se atreverían a perder ni una casa flotante decorada con muebles provenzales.
—¿Te acordás del Pampero en Piriápolis..? —Habló el Japonés.
Yo estaba sirviendo mi tercera porción del chancho, unas costillitas con piel riquísima, empapadas con el jugo de medio limón. Terminé mi copa de vino blanco antes de responder.
—Sí, recién pensaba en eso yo —le dije.
—Qué cagazo flor, ¿eh? —Sí. No sé por qué. No sé por què carajo no nos metimos en la playa… —Reflexioné.
—La costumbre. Es la costumbre.
—¿Qué fue del dueño? ¿Se habrá ahogado…? —No… Esos no se ahogan nunca, terminan siempre vendiendo el barco al doble de lo que lo pagaron y se compran un Mercedes Benz…
Seguimos charlando mientras él comía lechón y tomaba cerveza Guinness como desafiándome a insistir en que el lechón va con vino.
—Mirá —dijo mostrándome las marcas que sus dedos terminaban de dejar en el vidrio empañado del porroncito de Guinness—, en este dedo no tengo digitales, y en este otro —me extendió su anular—, no tengo tacto. Si me toco el orto con él, me da la impresión de que me lo está tocando otro.
Era divertido. Le serví otra porción de lechón mientras él se destapaba otro porrón de Guinness.
El Chila avanzaba aplomado, siempre en rumbo.
Había refrescado el viento, y el barco, recostado sobre la banda de babor, se, hacía más firme en el agua. Desde la dinnette parecía que estábamos detenidos. Así era el andar de ese velero: veinte toneladas —nueve de plomo—, dos metros bajo el agua y una orza de acero inoxidable que se clavaba dos metros más hondo, dándole ese estilo sereno de atropellar la ola. Daba confianza el Chila, tal vez por eso nos volteaba el sueño con tanta facilidad a bordo de ese barco.
—Tu guardia, Japo. ¡A cubierta! —Reclamé.
—Sí… Voy. ¡Ya mismo voy! —Respondió. Pero demoró un largo rato para vestirse con la ropa de abrigo y preparar sus revistas y su termo con café. Cuando por fin subió a cubierta la cocina lucía limpia y ordenada y adivinando el estado en que la encontraría al levantarme, me fui a dormir a una cucheta de sotavento. Eran las nueve de la noche.
Tardé en dormirme. Llevaba en mente la idea que me había pasado Krôpfl un día antes de mi salida de Buenos Aires para buscar el Chila en Mar del Plata.
—Entre el sonido y la estructura hay un abismo… —había dicho para explicar por qué mi voz se resistía a afinar bien sus predilectos lieder de Schömberg.
—Tenés todo tu viaje para pensarlo. Pensálo con el «arroz con leche» y cuando vuelvas, si no te ahogaste, me contestás… —Aconsejó, y yo creí que a partir de esa noción iba a ordenar mis ideas sobre la música y planeaba aprovechar la tranquilidad del mar para reflexionar sobre el tema y escribir algo.
—Los intervalos son entidades) no relaciones —me había dicho el año anterior. Y esa idea era lo único original del texto sobre música que escribimos con Alicia y nos entretuvo más de una semana. Ahora tenía esta cuestión del «abismo» rondándome, y una fea sensación de fracaso me agobiaba al pensar que sólo faltaban dos noches para llegar a Río y no había escrito siquiera una línea sobre el tema.
Cuando miré el reloj eran las veintitrés. El Chila seguía en rumbo. Sospeché que el japonés se habría dormido en la timonera y no me importó.
Necesité ir al baño. Sentía acidez y tomé un va so de agua con Alka Seltzer antes de volver a tirarme en la cucheta. A bordo reinaba el orden y la serenidad. Debo haberme dormido a la una y media de la madrugada. Tomaba guardia a las seis, hora de a bordo, nueve y treinta hora de Greenwich. Me quedaba pocas horas de sueño.
Al despertar vi luz, mucha luz en cabina: no eran las seis. El sol alto pasaba perpendicular mente por el tambucho de proa: serían las diez.
El Japonés se había dormido al timón una vez más. Semidormido corrí a la mesa de navegación y controlé la corredera: habíamos avanzado ciento diez millas desde las ocho de la noche del día anterior y según el compás de radiogoniómetro seguíamos en rumbo. Fui a lavarme mientras se calentaba la pavita para el café. Calcé mis botas y desayuné, no tenía ganas de subir a cubierta a renegar con el Japo y debí tomar dos tazas de café con galletas de coco para sentirme totalmente despierto. Antes de salir me froté los brazos y la cara con crema antiactínica previendo que esa tarde de abril el sol castigaría muchísimo.
Después puse una cassette de música brasileña y levanté el volumen de los parlantes de cubierta pensando que eso me ayudaría a despertar al Japonés.
Cuando salí a cubierta eran las diez y media.
Seguía soplando del Este pero la falta de nubes hacía pensar en un probable borneo al Norte, precedido por algún recalmón.
—¡Despertáte! —grité al subir al cockpit. Pero el Japonés no estaba en la timonera. Pensé encontrarlo en el camarote de proa, durmiendo a sus anchas desde antes del amanecer y sentí rabia porque nos había puesto, una vez más, en peligro a mí, a él y al Chila, que no tenía seguro.
Puteando, fui al camarote de proa: tampoco allí estaba el Japonés. Me preocupé: ¿Habría caído al mar? En ese momento imaginé que me había armado una broma. Tuve miedo.
Tratando de no hacer ruido recorrí todo el barco. Si se trataba de una broma, no debía mostrarle mi preocupación. Cantando, acompañé el tema de Nei Matogrosso que sonaba en el estéreo para disimular mi recorrida, mientras revisaba los lugares donde podría haberse ocultado. El Japonés no estaba más a bordo.
Mi primera decisión fue invertir el rumbo: controlé el compás, traía rumbo veintiuno, sumé ciento ochenta grados, resté cinco grados por la compensación magnética y puse nimbo ciento noventa y seis. Abrí velas: el viento franco me llevaba a mí solo ahora, a diez nudos y suaves ondas me empujaban de popa y por momentos invitaban al Chila a barrenar.
El timón automático tardó un par de minutos en habituarse al nuevo nimbo. No bien se estableció busqué los prismáticos. Quise subir al tope del palo mayor izándome con una driza, pero al llegar a la cruceta me detuve. No estaba preparado para moverme a veinte metros sobre el nivel del agua, y ya a mitad del palo, sobre la cruceta, el rolido natural del barco revoleándome casi dos metros a cada banda era demasiado para mí. Escruté todo el horizonte a proa, ni un punto a la vista.
¿Cuándo habría caído? Junto a la timonera encontré su termo de café, caliente todavía: estaba lleno. Eso probaba que el Japonés no había bebido su café de la noche. Conociendo sus hábitos tendí a convencerme que habría caído al agua antes de las dos de la mañana porque jamás pasaba dos horas sin beber café, o té, o mate.
Me tracé la rutina de otear el horizonte cada cinco minutos. En los intervalos fui tomando diversas precauciones: largué a popa un cabo de diez metros con un salvavidas, previendo una eventual caída, sin nadie a bordo para recuperarme. Revisando el equipo de seguridad encontré una de esas balizas de radio que se venden en Europa y que prometen en el folleto que una vez en el agua empiezan a emitir la señal de socorro en distintas frecuencias y con un alcance de sesenta a noventa millas. La amarré al cabo de remolque.
El transmisor de BLU no funcionaba desde Mar del Plata, pero comencé a reclamar auxilio. La luz testigo de emisión no se encendió. Conecté el pequeño transmisor de VHF en la frecuencia de socorro. De bajo alcance —quince o veinte millas en esa zona de intenso tráfico de embarcaciones de carga no creí difícil que consiguiera algún escucha. Cuando miré el reloj, después de hacer funcionar el BLU, eran las catorce. Prendí el motor: llevándolo a media marcha ganaba unos tres nudos, valía la pena. En un libro de a bordo había visto una tabla de supervivencia en el mar.
La consulté y después medí la temperatura: estábamos hacía dos días en aguas del brazo ascendente de la corriente de las Malvinas, bastante frescas: doce grados.
A las cinco, según mis cálculos, ya no tenía sentido seguir buscando. viré, apagué el motor, restablecí las velas y retomé el rumbo veintiuno; había perdido 50 millas. Todo ese día seguí transmitiendo con el VHF. Recuerdo que no almorcé ni cené, pero me tomé el termo con café del Japonés y varias latas de jugos de frutas. La garganta se me secaba en pocos minutos por la preocupación, o la ansiedad, mientras pensaba en la familia del Japonés: el padre, paraguayo, tenía un almacén cerca de San Fernando y atendía un despacho de bebidas. A la madre nunca la conocí.
Había una mujer, mayor que él. El Japonés la llevaba a veces al cine. Tengo la sensación de que sólo esporádicamente se acostaba con ella. ¿De qué hablarían? El hablaría de barcos, de regatas, de negocios con barcos y de accidentes en regatas y ella de los problemas con sus hijos, o con el marido. ¿Qué pensarían de mí? Eso me preocupaba: qué pensarían de mí cuando me reportase en Río anunciando que me faltaba un tripulante. Gasté el resto de la jornada planeando cómo entrar a puerto dando la imagen de una organización marinera seria y concienzuda para neutralizar cualquier sospecha de los sumariantes.
Ese atardecer no tomé la posición astral. Tenía un radiofaro a 90 grados a babor, y pude sintonizar otros de los alrededores de Río. Me manejé con esas estimaciones y con los datos de la corredera: estando solo, un error de quince o veinte millas no me importaba mucho.
Fui a dormir a las nueve y media. Comí una lata de ensaladas de frutas sentado en la cucheta, el primer alimento sólido del día. Soplaban doce nudos y sin motor avanzaba en rumbo a cinco nudos. Mientras cargaba las baterías recordé mi diálogo con Kröpfl y me prometí que el día siguiente, tal vez el último de la navegación ————es taba a 200 millas de Río————, tendría tiempo y ánimos para pensar una buena respuesta.
Me dormí de inmediato. Tenía el cuerpo dolorido por tantas subidas a la cruceta y por las tensiones de aquel día. Soñé con el japonés. Sé que el sueño rememoraba nuestro pampero de Piriápolis pero al despertar había olvidado el resto de su contenido.
Desperté al amanecer. Una luz lechosa entraba por las ventanillas de estribor. A babor se veía aún la noche. Puse la pava a calentar, y preparé medio litro de café. Comí galletas, coloqué una cassette de música de cámara, y bebí dos cafés mientras terminaba los chequeos de cabina: sobraba el combustible y la carga de las baterías, según el compás del gonio, seguía en nimbo veintiuno y, como siempre, soplaba del Este. El Chila hacía cuatro nudos, tal vez porque faltaban velas en proa. Decidí que no bien terminase de despertar cambiaría el genoa dos por genoa grande y que de seguir desinflándose el viento del Este pondría media máquina y derivaría, para caer sobre la costa donde siempre hay calma y se puede avanzar a una velocidad uniforme de diez nudos con máquina a pleno.
Después de tomar otra taza de café con bizcochos calcé mis botas, vestí una campera liviana y organicé una recorrida por el barco.
Debía verificar que toda la maniobra estuviese en orden ahora que estaba solo. Prendí un cigarrillo y salí a cubierta. El japonés desde timón me puteó: —¡Boludo, ya amaneció, no se ve ni un astro, nos perdimos de nuevo la posibilidad de tener una buena posición…! El aire fresco de la mañana y la voz del Japonés me provocaron un escalofrío, seguido de una sensación de mareo. El Japonés estaba timoneando.
volví a la cabina. ¿Alucinaba, o todo había sido un sueño? Había sido un sueño. Miré la corredera.
Habíamos hecho ochocientas noventa millas desde Mar del Plata: había soñado el día anterior.
Había hecho desaparecer al Japonés para largarle, en sueños, toda la rabia acumulada por su tendencia al desorden, y por la negligencia con que tomaba la disciplina de a bordo.
En la cucheta me sentí mejor. Tuve ganas de reír, creo que reí. Iba a contarle todo al Japonés, pero pensé que sería difícil explicarle mi pesadilla del lechón, los sutiles procesos de elaboración onírica y los motivos de mi agresión desplazada al sueño. En cambio, preparé un desayuno…
—¿Qué querés, café o té? —Le ofrecí.
—Té, mejor… Así apoliyo todo el día…
—Bueno… ¿Querés budín…? —No, gracias… Galletitas… Ya bajo. —Anunció.
Desayuné por segunda vez, ahora en la dinnette, frente al Japo, que a esta altura sólo deseaba llegar a Río: —¿Cuándo llegamos? —Preguntó.
—Mañana al mediodía, en el peor de los casos.
—No aguanto más… Quiero caminar por una calle… Ver gente… ¿Entendés? —Sí… —le dije—, yo también.
Después se fije a dormir. Yo revisé la maniobra,. icé una trinquetilla y cuando el viento comenzaba a desinflarse prendí el motor. Teníamos reserva de combustible para sesenta horas, sobraba.
pasé aquel día escuchando música de cámara: Schubert, Bartok, unos de tríos de Brahms, Beethoven. A las cinco de la tarde el viento refrescó —veinticinco nudos—, y se presentó un poco más cerrado de proa. Era el momento de derivar: hice nimbo trescientos treinta. De seguir el viento como se había establecido, esa noche cubriríamos las cien millas que nos ubicarían frente a la costa de Angra, a un tirón de Río.
A las siete de la tarde despertó el Japonés y estimamos la posición. Nos faltaban sólo cien millas. Le preparé la cena mientras él trataba de despejarse. Creo que nunca pudo explicarse por qué lo atendí tanto ese último día.
A las diez tomó él la guardia y yo me encerré en el camarote a escribir. Redacté una carta para Gabriela van Riel y trabajé durante un par de horas en el proyecto de mi respuesta a Kröfl.
Le enviaría un largo comentario desde Río de Janeiro. Cerca de las dos me dormí. El Japonés dormitaba junto al timón, soplaba veinte nudos.
Le recomendé que tratase de despertarme temprano. Quería tomar estimaciones de la costa que al clarear ya sería visible y no perder una sola milla para llegar a Río antes del atardecer. Tuve un sueño erótico donde aparecía confusamente Leticia —la hijita menor de mi mujer—, y desperté un par de veces medio desvelado. A las cuatro y media necesité ir al baño. Seguro que el Japonés estaría durmiendo junto al timón. Después me dormí yo también. Cuando desperté había mucha luz en la cabina. El sol estaba alto. Salté de la cucheta y tomé café tibio de mi termo antes de poner la pava a hervir. Fui al baño. Desde la ventana se veía la costa. Prendí un cigarrillo rubio del Japonés que encontré en la repisa de los cepillos de dientes y desayuné mirando por la ventana de babor la costa. Ya habíamos superado Angra. El Chila avanzaba a seis nudos proa a Río. Cuando estuviese a cargo de la guardia arriaría el genoa y pondría toda máquina procurando hacer ocho o diez nudos, si el viento colaboraba un poco. Me calcé y salí a cubierta. vi unas manchitas en el horizonte y pensé que serían las islas de la costa de Río.
Teníamos la costa a diez millas a babor, estaríamos a unas treinta de Río. Y eran recién las once. Miré a proa: la cubierta del Chila estaba despejada y la proa cortaba el agua verde con aplomo, sin desviarse una pulgada. El Japonés había dejado el timón. imaginé que ya estaría durmiendo en el camarote de proa y sin hacer ruido espié por su ojo de buey. No estaba. Revisé todo el barco: faltaban pocas horas para llegar a Río y el Japonés no estaba a bordo. Llevaba rumbo doscientos ochenta, perfecto. Tomé los prismáticos, y desde la proa inspeccioné el horizonte. Por momentos pensé virar, abrir las velas y perder otras cincuenta millas buscándolo.
Decidí que no: mejor sería poner un poco de orden en el barco y prepararme para el interrogatorio de la prefectura de Guanabara. Intenté transmitir con el BLU. Tampoco esta vez se encendió la luz testigo de emisión. Con intervalos de diez minutos me sentaba a pedir auxilio por el VHF, algo inútil, porque nadie navega en esa zona sintonizando la frecuencia reglamentaria. Un par de veces, antes de almorzar volví a mirar el horizonte de popa. Después me convencí que con tanto camino recorrido, mirar hacia atrás como un imbécil no valía la pena y que lo único importante era llegar a Río con el barco en orden y armado de paciencia para soportar todas las rutinas del sumario.
“Cuando todo esto pase” podréis leer Cuentos completos, de Rodolfo Fogwill (Alfaguara, 2011). [Aviso legal]