104.

Café Con/suelo

No sé qué día de cuarentena.

A. dice que hoy hace trece días desde que se decretó el estado de alarma. Esta noche hará catorce. Para colmo, esta noche cambian la hora (¿quién cambia la hora?). Yo no tengo ni idea, solo sé que nosotros ya llevábamos unos días metidos en casa antes de que todo esto empezara.

No se está nada mal aquí. Hago lo que puedo por seguir trabajando, pero se respira un aire extraño y poco estimulante de vacaciones, solo interrumpido por las preocupaciones del mundo exterior (no tenemos televisión, así que esas preocupaciones vienen poco si uno no las busca). A veces entro a Twitter y cuando llevo un rato haciendo el idiota mi mano izquierda golpea a mi mano derecha para que salga de ese lugar desquiciante e inhumano. Parece que todo el mundo lo sabía ya, pero yo estoy descubriendo ahora que leer la opinión de la gente me da náuseas.

El otro día estuve hablando con mi padre por teléfono y echamos un buen rato riéndonos mientras recordábamos las historias de Incertidumbre, el libro de Paco Inclán (ese final maravilloso con la arena en el ojete, sobre todo). Me alegro de haberle dejado el libro unos días antes de llegar al estado en que ahora nos encontramos. Hablando con él le comenté también que estoy haciendo un cóctel diferente prácticamente a diario (la poesía del bebedor), por culpa del escritor Javier Moreno, que ha resultado ser un maestro en el tema.

«Parece que estáis en un crucero», me dijo mi padre. Y la verdad es que no le falta razón. Junto a la ilusión del «todo incluido», los cócteles, las series, los libros, el café, la cocina y el necesario remoloneo en el sofá permiten imaginar un crucero hecho a medida. Con las ventajas del barco, como esa suspensión del tiempo y —de algún modo— del espacio, pero sin sus inconvenientes: las aglomeraciones de gente sudorosa y gritona o las paradas imposibles para «conocer» Italia o Grecia en dos días. Está bien no tener que dejar que el hielo del cóctel se derrita para ir a hacer cola frente a los Uffizi.

La casa es un crucero porque parece un crucero. «Un crucero naufragando», apuntó mi padre, y a mí me pareció bien. Sin embargo, ahora que lo pienso con más calma miro a mi alrededor y siento el vaivén, la tranquilidad. No noto la presión en los oídos, por tanto no estamos descendiendo, no vamos hacia las profundidades: no es un naufragio. Más bien un crucero a la deriva. Esa idea se ajusta mejor a esta sensación de encierro placentero, a veces poco elegante, caprichoso pero necesario, algo demodé y al mismo tiempo tremendamente sofisticado, como un cóctel con coco y piña y tequila y frutos rojos congelados. ¿Agua de rosas? Los de ese barco que se hundan.

No estoy leyendo tanto como quisiera (no como era de esperar), pero estoy viendo al mismo tiempo Devs y Tiger King. Todo va bien y trato de ser benévolo conmigo mismo. Mi madre me ha escrito porque el presidente del gobierno está dando una rueda de prensa en directo y quiere que lo busque en Internet para verlo. Le he dicho que no, que ya si eso me lo resuma ella después (yo antes no era tan irresponsable, lo juro), y me ha contestado que debería escucharlo y sacar mis propias conclusiones. «Mamá  —he respondido— en los tiempos que corren mis conclusiones son tus conclusiones» (y un emoticono con forma de corazón). Ella me quiere y es comprensiva, pero sé que mis argumentos no la han convencido.

Tengo que irme porque hemos quedado en un rato para jugar por Internet a un juego de dibujar cosas y adivinar qué son, pero no me quiero ir sin antes decir que esta mañana mi prima nos ha pedido a A. y a mí hiciéramos un experimento para una práctica suya de la universidad. Estudia criminología. Hemos debido leer unas cosas muy raras, cronometrarnos y grabarnos leyendo. Admito que le tengo miedo a los resultados.  ¿Qué vamos a hacer si ahora, estando confinados como estamos, mi prima le dice a A. que soy un completo y abominable psicópata?

 

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